Publicado en Temas para el Debate. Julio-2004
El Partido Socialista ganó las elecciones con un programa discutido y valorado ampliamente, tanto por sus propios militantes de base o que ocupan cargos públicos y de gobierno, como por expertos que simpatizan con su proyecto político.
No se puede decir, por tanto, que haya ganado las elecciones con propuestas irresponsables, precipitadas o que no respondan a una demanda social amplia y bien sentida. De hecho, aunque es cierto que antes de las elecciones hubo quien lanzó algunas críticas anticipadas a algunas de las propuestas que contenía, más bien se puede afirmar que se recibió, incluso en ámbitos habitualmente críticos, con respeto y consideración.
El programa, además, no sólo se debatió ampliamente sino que lógicamente fue sometido, como ocurre en todos los partidos, a la aprobación de sus órganos de dirección. Era, como siempre, la oferta de medidas y decisiones de gobierno que el Partido Socialista se comprometía a llevar a cabo si ganaba las elecciones. Se trataba, como cualquier otro programa político, de un desideratum, de lo que a un determinado partido le gustaría hacer y estaría dispuesto a hacer si alcanzara el gobierno.
Desde ese punto de vista es verdad que cualquier programa electoral se realiza más para atraer voluntades que como guía para la acción y por eso se puede decir, si bien con una alta dosis de cinismo, que los programas electorales están hechos para no ser cumplidos. Pero lo cierto más bien es que, aunque sea un desideratum y se conciba como una aspiración lo más atractiva posible, el programa debe ser capaz de mostrarse a sí mismo como realizable, mucho más cuando es el de un partido que aspira a gobernar o que ya ha gobernado.
De hecho, los partidos suelen incurrir en costes, a veces insuperables, cuando hacen propuestas que la ciudadanía considera demagógicas, irrealizables o claramente fuera de lugar o contexto.
Por eso se puede decir que el programa electoral es como una especie de contrato en virtud del cual un partido recibe el voto, si bien es verdad que no es ese el único factor del que depende. De hecho, son cada vez más los que piensan que deberían establecerse mecanismos específicos y apropiados para que se facilitara la evaluación exacta del cumplimiento efectivo de los programas por parte de los partidos que gobiernan.
Justamente por todo ello cobra interés y significación el atisbo de discrepancias entre algunos ministros del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y su colega de Economía.
En realidad, no se trata de nada nuevo ni de algo que sea exclusivo de este gobierno, o de otros de su mismo perfil ideológico.
Lo cierto es que a poco de comenzar la acción de gobierno se han advertido claramente ciertas disfunciones, contrastes de criterio, diferencias o como e les quiera llamar en materia de vivienda, de política social o de fomento, entre otras. Y siempre, el ministerio de economía ha aparecido como una especie de guardián de la ortodoxia, como la fuente de la última palabra a la hora de establecer prioridades y estrategias.
El asunto no es baladí ni muchos menos. ¿En virtud de qué criterios se modifican ahora prioridades que los ciudadanos entendían que iban a prevalecer cuando concedieron su voto?, ¿qué debate es el que lleva a retener actuaciones o a considerar inadecuado ahora lo que es una simple expresión del programa electoral anteriormente aprobado y ofrecido a la sociedad?
Es verdad que una vez celebradas las elecciones las cosas pueden ser muy diferentes a como se concibieron en el momento de elaborar un programa electoral, pero eso no puede afectar a la mayor, es decir, al compromiso fundamental que un partido tiene con su electorado.
Los incumplimientos del programa son esencialmente malos y rechazables porque erosionan la confianza de los ciudadanos en la política, en sus representantes, en la validez del gobierno representativo… Constituye una especie de incumplimiento de contrato que debilita las bases de la democracia.
En el caso que comento el asunto es peor. Cuando un ministerio se arroga la capacidad de determinar lo que es viable y lo que no, lo que debe hacerse y lo que va a quedar pospuesto a veces para siempre, en fin, cuando puede rediseñar y formular de otra forma los principios, el horizonte y las medidas concretas que realice un gobierno con independencia de lo propuesto previamente en el programa, la cuestión es especialmente perversa.
Y eso es justamente lo que está ocurriendo en los gobiernos progresistas que dejan la dirección de las cuestiones económicas en manos de los sectores más liberales.
En lugar de que el gobierno sea una experiencia compartida y el resultado de la aplicación de un proyecto común lo que suele ocurrir en estos casos es que los proyectos de mayor contenido social, las propuestas más avanzadas, los compromisos ciudadanos más atractivos quedan bajo el yugo permanente de la restricción presupuestaria o, simplemente, del cuestionamiento despectivo de los responsables de los ministerios de economía.
Generalmente, además, no es que se trate de una simple escasez de recursos que obligue a replantear los proyectos, sino de un cambio sustancial en las prioridades y principios políticos.
Los ministros de economía se han hecho fuertes en la defensa de una ortodoxia política que todo el mundo da por hecho que ha de imponerse sin remedio sobre las consideraciones, sobre todo de carácter social más avanzado, de los demás ministerios.
Lo sorprendente es que suelen presentar sus posiciones como el resultado de sesudos criterios técnicos cuando en realidad no son sino la expresión de una opción ideológica más conservadora y en realidad mucho menos rigurosa doctrinal y científicamente.
Hace unos años, los partidos socialdemócratas lograron instaurar en los países democráticos un tipo de política económica que formalmente aspiraba a lograr objetivos más abiertos y mucho más fácilmente perceptibles por los ciudadanos, además de poder ser cuantificados sin demasiados problemas. En su virtud, se llevaban a cabo pactos y acuerdos multilaterales que permitían implicar democráticamente a todos los agentes sociales en el gobierno económico.
Hoy día, las cosas han cambiado. Puede decirse con toda rotundidad que la política económica se ha desembarazado sin más de las restricciones que impone el gobierno democrático.
La globalización de las finanzas y la desubicación de los centros de decisión económica, la progresiva renuncia a la elaboración de políticas activas y discrecionales para dejar mucha mayor libertad a los grupos de poder económico más poderosos, el establecimiento de un clima de opinión basado en la creencia de que “nada se puede hacer” o de que “no hay otra política económica posible”, la independencia del poder monetario, la prepotencia de los organismos internacionales, entre otros factores, han logrado que la política económica esté cada vez menos sujeta a restricciones democráticas y más sometida al libre dictado de sus responsables y grandes beneficiarios.
Además, se ha desmarcado de la necesidad de establecer objetivos concretos y vinculados a los intereses sociales, creándose una agenda que justamente por basarse en principios tan escasamente sólidos muestran sus vergüenzas a poco que se remuevan. La imposición de criterios por parte de los habitualmente más liberales ministros económicos no tiene apenas fundamento científico ni puede sostenerse en virtud de criterios que empíricamente se hayan mostrado como más sólidos o convenientes.
Lo que ocurre no es que los ministros más liberales de estos gobiernos tengan más capacidad en virtud de que reflejen posiciones más reflexivas, más rigurosas y más convenientes, sino que disfrutan de una especie de poder vicario que les conceden los intereses más poderosos a los que defienden y a los que en mayor medida representan.
Nada hay que pueda justificar científicamente que es necesaria o más conveniente la estabilidad presupuestaria tal y como se viene practicando, la completa apertura de las economías, la libertad de los movimientos de capital, la fijación de la estabilidad de precios como objetivo sacrosanto de la política económica, o dejar que mercados tan imperfectos como los que hay en la realidad se desenvuelvan sin regulación alguna o tan escasa. Y, si embargo, en virtud de todo ello se condiciona la actuación y aplicación de las demás políticas gubernamentales.
No es por todo ello casualidad que los grandes bancos y empresarios, los sectores más privilegiados de la sociedad y la economía sean los que siempre se atrincheran detrás de estos ministerios, los que defienden a sus titulares de las veleidades de los demás ministerios, empeñados en su opinión en la defensa de propuestas que ellos consideran demasiado costosas, innecesarias y desdeñables.
Lo que habría que preguntarse es si es posible que un gobierno progresista avance suficientemente cuando lo hace “a la pata coja”, sin que los responsables de la política económica hagan suyo y defiendan el proyecto global de transformación social, por limitada que pueda ser hoy día, y ni siquiera las propias propuestas programáticas del partido que es responsable del gobierno general.
Esos son los costes de las nuevas orientaciones de la política económica, de su consideración como algo que sólo compete a técnicos que se consideran a sí mismos como ajenos a la discusión política y libres de valores pero que, en realidad, están mucho más contaminados de prejuicios ideológicos que el más común de los mortales.
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