El 12 de febrero de 2005 mataron a tiros a Dorothy Stang, una monja estadounidense de 74 años que llevaba cuarenta años defendiendo y organizando a los indígenas de la selva amazónica. Hace unos días, los medios de comunicación anunciaban que se acaba de condenar a 27 años a su asesino material y a 15 años a su cómplice.
Estos últimos confesaron en el juicio que actuaron por órdenes del capataz de una hacienda para el que trabajaban, quien les proporcionó el arma y posteriormente les ayudó a huir por unos días hasta que fueron capturados.
Más adelante, las investigaciones mostraron que el capataz también fue un mero intermediario en el crimen puesto que éste fue planeado, ordenado y financiado por los latifundistas Vitalmiro Bastos de Moura y Regivaldo Pereira Galvao.
Sin embargo, como en otros muchísimos casos, quienes ordenaron matar a Dorothy siguen impunes.
En Brasil se calcula que de 1985 al 2003 ocurrieron 1.003 casos de asesinatos vinculados a luchas campesinas, con 1.349 víctimas. Pero de todos ellos sólo se juzgaron 65, condenándose a 65 ejecutores de los crímenes y sólo a 15 de los que los ordenaron.
La violencia tan recurrente de los latifundistas es selectiva. Las víctimas son dirigentes y representantes de comunidades indígenas, de los cientos de miles de desheredados que malviven mientras que los grandes propietarios se enriquecen con su esfuerzo a veces sencillamente inhumano. Defender a los pobres campesinos y ayudarles a organizarse para pedir la tierra que es suya es, según la ley del más fuerte que imponen los grandes propietarios, un delito que se paga caro.
Los latifundistas no se limitan a ser simples propietarios de tierra sino que actúan como los dueños y señores de las vidas de los campesinos, combatiendo por todos los medios, incluido el asesinato por supuesto, sus intentos de lograr un reparto más justo, o simplemente mejores condiciones de vida. Disponen de verdaderos ejércitos de pistoleros a sueldo y en sus haciendas imponen un régimen de terror ante el que no cabe ni la más tímida queja o reivindicación. Para ellos no existe más ley que la de su propiedad ni más principio moral que el de su constante enriquecimiento. Los latifundios son el infierno pero no para ahí la cosa.
Los latifundistas asesinan materialmente a miles de personas en América Latina, pero el latifundio mata a millones de seres humanos de pobreza y de hambre.
La enorme concentración de la propiedad de la tierra es uno de los grandes males de América Latina, uno de los obstáculos más imponentes para su desarrollo y, seguramente, la causa más inmediata de la pobreza y el malestar social que allí sufren millones de personas.
A pesar de que la tierra es extraordinariamente fértil y de que podría proporcionar abundantes medios de vida para la población, su enorme concentración impide que su riqueza se destine a satisfacer necesidades sociales. Los gran propiedad impone un uso antisocial, injusto e ineficiente de la tierra.
Al predominar una lógica de explotación puramente comercial su uso no se optimiza, lo que lleva a que existan millones de hectáreas sin explotar o, en el mejor de los casos, dedicadas a cultivos selectivos de exportación que no se integran en el vector de las necesidades de la economía nacional (muchas veces, de flores u otros productos de primor destinados a los lujosos mercados del norte). Eso da lugar, por ejemplo, a que un país como Venezuela, que tiene una tierra extraordinariamente rica y fértil, haya llegado a importar casi el 70% de los alimentos que consume. Algo que ocurre en la inmensa mayoría de los países latinoamericanos.
La explotación latifundista también está directamente ligada a la destrucción del medio ambiente o a la introducción de productos genéticamente modificados que implicarán a la larga una enorme dependencia y todavía más empobrecimiento, además de otros problemas sanitarios que ahora ni siquiera podemos imaginarnos. Por todo eso, la concentración de la tierra es causa directa de la pobreza y el hambre. En Venezuela, por ejemplo, se calcula que más del 80% de los campesinos son pobres pero es que el 80% del área cultivable está en manos del 5% de los productores, mientras que al 75% de los campesinos sólo le corresponde un 6%.
Algo parecido sucede en Brasil, donde apenas el 2% de los propietarios posee el 56% de la superficie agrícola total mientras que, en el polo opuesto, la mitad de los propietarios reúne apenas un 2% de la tierra. En ese país, el 1% de los propietarios es dueño de 120 millones de hectáreas y 23 millones de campesinos carezcan de tierras.
En Paraguay la brecha es aún mayor: el 1% de los propietarios es dueño del 80% de la tierra productiva del país.
Mientras que la propiedad de la tierra se distribuya así, las economías no podrán estar nunca en condiciones de proporcionar trabajo justo, ingresos suficientes y un mínimo bienestar a los ciudadanos. Y, lo que es igualmente importante, será una quimera poder hablar de democracia porque los latifundios significan que mientras unos, los propietarios, tienen poder y plena capacidad de decisión, incluso para matar a quienes ponen en duda sus privilegios ilegítimos, otros, los desheredados sin tierra, no tienen nada porque carecen de los mínimos recursos que se necesitan para dejarse oir y para influir en la vida social.
El presidente Chávez dijo, refiriendose a la concentración de la tierra de estas características, que “una democracia que permita eso se convierte en una pantomima”. Por ese tipo de juicios lo llaman loco, mesiánico, populista… pero lleva razón. Porque una democracia no puede ser compatible con el asesinato institucionalizado y, como viene ocurriendo, el latifundismo mata: a tiros o de hambre.
Justamente por eso, el reto de acabar con los latifundios es seguramente el reto económico más importante que tienen delante los gobiernos progresistas de América Latina.
Se trata de un reto crucial pero evidentemente difícil. El poder latifundista, como ocurre en Brasil, es incluso mayor que el de los propios gobiernos porque la gran propiedad agraria suele estar vinculada hoy día a grandes empresas, a poderosos financieros, a bancos internacionales, a mafias… No es de extrañar que no se les pueda vencer fácilmente y que promesas de distribución de la tierra se estén quedando finalmente en el vacío.
Frente a ello se puede adoptar la actitud simplista de considerar que esos gobiernos progresistas no actúan de otra forma porque no quieren o entender que les falta el poder suficiente para poder doblegar a quienes, normalmente desde la sombra, pueden imponerle sus designios. Desgraciadamente, no basta con querer hacer algo para que se pueda llevar a cabo. La cuestión estriba, por tanto, en conseguir más poder democrático, más capacidad de movilización, más fuerza de convencimiento y de transformación social. Y esa es la gran cuestión en la que debemos implicarnos todos los ciudadanos del mundo.
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