Una característica principal de las políticas económicas dominantes es que se aplican desde el autoconvencimiento de que nada es posible ni realizable fuera de los presupuestos que defienden sus partidarios.
La lamentable época del pensamiento único ha tenido también su reflejo en la reflexión y la política económica: nada es eficaz más allá del mercado, los objetivos marcados son los
categóricamente ineluctables y los instrumentos que se utilizan absolutamente imprescindibles.
Verdaderamente, la fuerza de estas ideas ha sido tal y su capacidad de segregar convencimiento y legitimación tan alta que apenas si se ha dejado resquicio a los discursos alternativos. Y cuando éstos se han pronunciado, aunque fueran de hecho extraordinariamente moderados o realizados por algún Premio Nobel de Economía, no han recibido más que la mirada displicente de quien los considera completamente ajenos al mundo real.
Pero ni tan siquiera su enorme influencia en la conformación de la opinión pública y, sobre todo, en la academia y en los centros de poder, ha logrado impedir que queden al descubierto contradicciones implícitas en su discurso y la debilidad con que se sustentan muchas de sus propuestas. La realidad de las cosas muestra que hacen aguas por demasiadas partes.
Es importante tener en cuenta estas grietas en el edificio de la actual política macroeconómica porque de ellas pueden derivarse no solamente una grandísima pérdida de bienestar, sino también un permanente desequilibrio, además de su propia inoperatividad. Me referiré brevemetnte a diez asuntos que me parecen capitales.
El primero de ellos es la insostenibilidad de las políticas deflacionarias que se vienen aplicando. Aún en el supuesto de que pudieran mantenerse a lo largo del tiempo sin provocar una depresión generalizada, llevan consigo de manera inevitable un fenómeno de frustración colectiva que hará muy difícil evitar que se llegue a rechazar radicalmente la continuada renuncia a que obliga el desempleo o la pérdida de protección social.
En segundo lugar, que la combinación de libertad de movimientos de capital e hipertrofia de la circulación financiera hoy día existente constituye un cóctel imposible de digerir a la larga por los bancos centrales, cuya capacidad de intervención, en términos relativos frente a la magnitud de los flujos especulativos, es cada vez menor. En esas condiciones, la inestabilidad monetaria, con sus elementales efectos sobre la actividad productiva real, será el estado habitual que frustrará cualquier intento de estabilidad macroeconómica.
En tercer lugar, que tratar de combatir la inflación con medidas exclusivamente monetarias puede ser eficaz a corto plazo, aunque a costa de la ralentización de la actividad productiva y del crecimiento económico, pero no dejará de ser un tratamiento insuficiente y que nunca podrá impedir que antes o después se vuelva a desencadenar la presión al alza sobre los precios. Sucede sencillamente que la inflación suele ser principalmente el resultado de la pérdida de competencia en mercados que en las condiciones del capitalismo actual tienden a la imperfección, así como del conflicto social tendente a conquistar posiciones en la distribución de la renta. Ambas circunstancias provocan una tensión estructural en el régimen de fijación de precios que para ser tratada con eficacia a medio y largo plazo requiere actuar principalmente por vías diferentes al simple control de la masa monetaria.
En cuarto lugar, que incluso si se aceptara la bondad de actuar con preferencia desde el ámbito monetario, las condiciones actuales de los mercados de dinero impedirían poder operar con la necesaria precisión, como la experiencia vienen demostrando. La enorme volatilidad de los activos financieros, la rapidez de las operaciones, su versatilidad a la hora de transformarse en nuevas formas de débito financiero, su misma variedad que lleva incluso a tener que considerar definiciones del dinero cada vez más sutiles, hacen que la intervención reguladora en los mercados monetarios produzca efectos que son más bien resultados del azar de los mercados que de las previsiones de gestión efectuadas.
En quinto lugar, que la evidencia empírica demuestra que es literalmente imposible mantener al mismo tiempo libertad comercial, de movimientos de capital, políticas monetarias autónomas y tipos de cambio fijos. La realidad nos enseña que en condiciones de política monetaria autónoma los tipos de cambio tienden a saltar si no se controlan los movimientos de capital. Y cuando esto último empieza a ocurrir sólo se estará a un paso de plantear también restricciones al comercio.
En sexto lugar, que el establecimiento de tipos de cambio fijos, con compromiso de su mantenimiento, ineludiblemente lleva consigo la especulación sobre las monedas comprometidas con las condiciones de fijación. Y, dada la abundancia actual de recursos financieros liberados para la especulación financiera, no puede esperarse otra cosa, en tales condiciones, que la inestabilidad y la crisis cambiaria recurrente.
En séptimo lugar, y en referencia particular al caso europeo, que aunque se pudiera conseguir una suficiente convergencia y un auténtico mercado único, sería imposible evitar que las diferentes economías quedaran excluídas de cualquier impacto de caracter exterior o extraordinario. Ante cualquiera de ellos, el sistema de cambios fijos, del que sería expresión suprema el régimen de moneda única, lo que hace no es sino sustituir la fluctuación del tipo de cambio como respuesta al impacto por fluctuación en el nivel de empleo. De esa manera, y puesto que la convergencia real de las economías ni tan siquiera se contempla, el resultado de la andadura desigual sería que unos países, los más débiles como España, tendrían que ir pagando su debilidad en términos de mayor desempleo. Con independencia de otras consideraciones, ¿es realista pensar que los gobiernos de las economías que permanentemente se vean afectadas de forma negativa renunciarán (o podrán renunciar) a enfrentarse a los incrementos continuados del paro?.
En octavo lugar, que la contumacia con que se persigue reducir el endeudamiento y el déficit público, además de que no podrá evitar la aparición de déficits ocultos (derivados de la falta de previsión financiera o de la descapitalización) no puede llegar a provocar sino efectos perversos sobre el propio proceso de convergencia, puesto que la desactivación productiva que lleva consigo comportará menores ingresos fiscales e impulsos más débiles de los que son necesarios para impulsar la propia convergencia en condiciones generales de política deflacionaria.
En noveno lugar, que los elevados tipos de interés reales no son la consecuencia de la deuda y el déficit, sino más bien su prerequisito, el resultado, por el contrario, de la hipertrofia financiera (que encuentra en ellos buena remuneraciones) y de la voluntad política de mantener estrategias deflacionarias. Por lo tanto, y en la medida en que éstas se consideren un presupuesto de partida, los tipos reales tenderán a mantenerse al alza encareciendo la deuda y aumentando el déficit, esto es volviéndose contra la deseada convergencia.
En décimo lugar, que sea cual sea el diseño establecido de la política macroeconómica, a medio y largo plazo sólo se podrá disfrutar de una necesaria estabilidad y de los mínimos episodios de crisis si se consigue galvanizar adecuadamente la economía real, si se logra gobernar adecuadamente los incrementos de productividad. O dicho de otra manera, si se consigue revitalizar de manera efectiva y permanente las actividades económicas reales que crean empleo generando bienes y servicios productivos. Cuando esto no se hace, tal y como más bien viene sucediendo, no podrá evitarse que las estructuras económicas también se deserticen y depauperen, que las economías sufran un progresivo agotamiento.
Ni más ni menos que lo que vienen sucediendo.
Todos estos problemas están presentes continuamente en la formulación de las actuales políticas económicas de tono neoliberal más o menos marcado. Son de hecho los responsables de que éstas no hayan sido capaces de procurar la necesaria estabilidad, ni el crecimiento económico sostenido o el mínimo bienestar para toda la población. Concitan el consenso de toda la ortodoxia pero no consiguen ni tan siquiera alcanzar sus modestos objetivos nominalistas. Por equivocadas resultan autoparalizantes, y por extraordinariamente sesgadas a favor de los más privilegiados están cavando una profunda sima entre éstos y la mayoría de la población que terminará ocasionando multitud de conflictos.
Tanto es así, que quienes las defienden apenas se atreven a manifestar con transparencia su verdadera naturaleza, el enorme coste social que entrañan los instrumentos utilizados y, mucho menos, los intereses de quienes resultan verdaderamente sus beneficiarios. Así lo hemos podido comprobar en la pasada campaña electoral. A la retórica oferta de políticas para crear puestos de trabajo y mantener el bienestar social seguirá, como veremos en los próximos meses, un endurecimiento de la política de ajuste neoliberal, con mayor malestar social y, para colmo, incluso con un deterioro progresivo en el equilibrio macroeconómico nominal que tanto anhelan los macroeconomistas, o sencillamente macrocontables, del credo neoliberal.
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