Publicado en Público el 15 de junio de 2020
Uno de los debates que mantienen los macroeconomistas en las últimas semanas se produce sobre la posible evolución de los precios tras los meses de confinamiento.
Unos temen que la pérdida de oferta, la ruptura de las cadenas de suministro y la presión de la demanda genere alzas que terminen provocando inflación. Sobre todo, en los países en donde haya posibilidad de aplicar políticas monetarias menos rígidas, como tentación para reducir así el peso nominal de la deuda que va a crecer mucho en estos tiempos.
Otros creen que más bien puede producirse lo contrario. Que el alto desempleo, el miedo de los consumidores, el ahorro excesivo y la competencia entre las empresas para tratar de recobrar los mercados perdidos provoquen caídas en los precios, o incluso que un posible rebrote de la pandemia con nuevos encierros y el empeoramiento de las economías traiga consigo una depresión que produzca deflación.
No es fácil saber lo que puede ocurrir y la mayoría de los economistas convencionales, sin saber con qué opciones quedarse, terminan por suscribir las típicas posiciones que sirven para un roto y un descosido. Uno de los más conocidos, Olivier Blanchard, decía hace unas semanas que la alta inflación es «poso probable pero no imposible en las economías avanzadas» (aquí).
A mí me parece que lo importante no es tanto tratar de adivinar qué va a ocurrir con los precios como el evitar que, con la excusa de que pueden subir, se sigan aplicando las políticas económicas de años anteriores que tanto daño han supuesto para las clases sociales menos desfavorecidas. Me explico.
La revolución conservadora que trajo consigo las políticas neoliberales a partir de los años ochenta del siglo pasado se basó en sustituir los cuatro grandes objetivos de la política económica tradicional (pleno empleo, estabilidad de los precios, equidad en la distribución de la renta y equilibrio exterior) por uno solo, la lucha contra la inflación. Y eso se hizo al mismo tiempo que se extendía la idea de que los precios suben debido a dos causas, la excesiva circulación de dinero y los salarios demasiado elevados.
Ese simple cambio de objetivos y de explicación teórica de la inflación (unido a la demonización de la intervención del Estado y, en particular, de los impuestos) fue suficiente para que las políticas económicas dejasen de producir equilibrio en el reparto de la renta y se orientaran (como se deseaba) a mejorar la retribución del capital. La explicación de cómo se consigue esto último es muy sencilla: para frenar la circulación monetaria se suben los tipos de interés, es decir, la retribución de los propietarios del dinero y la banca; y para combatir la llamada inflación de costes se reclama la constante moderación de los salarios, que produce un también constante aumento del beneficio.
Los resultados son bien conocidos. Las ganancias se recuperaron, pero de la peor manera y en el peor sitio posible: con menos salarios hay menos ventas y más dificultad para obtener beneficios en los mercados reales, de modo que empresas y consumidores tienen que endeudarse más, mientras que los capitales se van de la actividad productiva a la inversión financiera que es mucho más rentable. Gracias a esas políticas, llamadas deflacionistas, las economías han tenido precios más bajos, eso sí, pero menos actividad económica productiva, más paro y empleos más precarios, más endeudamiento y una extraordinaria concentración de la renta.
El gran beneficio que reportan esas políticas a la banca y a los grandes capitales es lo que explica que sigan recurriendo al demonio de la inflación incluso cuando la subida de los precios es del uno o dos por ciento, es decir, prácticamente nula.
Ahora podemos encontrarnos en una situación parecida y convendría evitarlo.
Lo que está en juego es quién va a dirigir la reconstrucción de las economías, quién va a señalar el camino que se va a recorrer a partir de ahora y quién va a aprovecharse más de la inversión gigantesca que se va a realizar. La crispación de las derechas de todo el mundo no se debe (sólo) a que sus líderes tengan problemas psicológicos o estén histéricos sino a que les pagan para que traten de imponer unas políticas que favorezcan a quienes se han beneficiado de ellas en mayor medida durante los últimos años. Y van a aprovechar las inevitables tensiones que se están produciendo sobre los precios para tratar de volver a aplicarlas.
Aunque los índices convencionales de precios están registrando caídas en estos últimos meses ((el IPC en España ha bajado en abril y mayo), porque registran mal y con retraso lo que de verdad ocurre en la vida económica, lo cierto es que se están produciendo subidas de precios. Lo saben bien las empresas y cualquiera que haga la compra familiar, y es algo natural, como dije al principio: se están produciendo bloqueos en los suministros, ha habido alta demanda en algunos sectores y las empresas que pueden amplían los márgenes ante las restricciones que tienen a la hora de vender.
Esa subidas de precios son como la fiebre, un síntoma que hay que tener en cuenta. Pero no conviene equivocarse con el tratamiento.
Hay que evitar que vuelvan a engañar a la gente enarbolando la bandera de la lucha contra la inflación para imponer la moderación salarial como si fuera el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura, cuando en realidad sólo sirve para enriquecer a las empresas muy grandes y a la banca.
La solución no puede ser, de nuevo la moderación salarial.
Si se produce una bajada generalizada de la masa salarial lo que va a producirse es una disminución prácticamente correlativa de las ventas de las empresas, lo que no sólo va a perjudicar a los trabajadores sino también a los pequeños y medianos negocios; en general, a las empresas que no tengan gran poder de mercado. Las muy grandes, las multinacionales, las que tienen clientela cautiva o marcas muy asentadas, las que disfrutan de poder de mercado, sí se aprovechan de que haya una bajada general de salarios porque así tienen menos costes de personal sin que les bajen considerablemente las ventas (y si les bajan en España las recuperan vendiendo con menos coste en otro país), pero eso no le ocurre a la inmensa mayoría de las empresas.
Lo que ahora se necesita es todo lo contrario a lo que se ha venido haciendo en los últimos años. Hay que combatir las posibles subidas de precios que se puedan producir mejorando la economía en su conjunto y no sólo a su segmento más privilegiado.
Lo que mejor le viene a la inmensa mayoría de las empresas y a la economía en general es que aumente la masa salarial, el peso de los sueldos y salarios en el conjunto de las rentas, porque eso va a generar, como he dicho, un incremento subsiguiente y casi automático en las ventas y beneficios de la gran mayoría de las empresas.
Hay que temer a las subidas de precios por cuanto reflejan tensiones en los mercados, desequilibrios distributivos, fallos estructurales, falta de competencia, privilegios en los intercambios o incluso desajustes coyunturales que pueden volverse permanentes. Pero no pueden utilizarse para volver a imponer un reparto tan asimétrico de las rentas como el que se ha venido registrando en los últimos treinta o cuarenta años y que es una de las causas de las crisis y de los problemas de todo tipo que tienen nuestras economías.
La única prevención que hay que tener es que es ese objetivo no se puede conseguir actuando como el elefante que entra en una cacharrería. Hay que moderar las medidas, ajustarlas a la situación de las empresas y los sectores, unir las decisiones sobre salarios con las estrategias sobre productividad, implicar bien a las administraciones públicas para que ayuden y no entorpezcan y, sobre todo, es imprescindible contemplar la dimensión temporal porque las prisas no suelen llevar a buen puerto casi nunca. Aunque parezca una paradoja, ganar a medio plazo masa salarial puede obligar a que los trabajadores asuman sacrificios inmediatos, y la búsqueda del beneficio empresarial inmediato puede producir la quiebra pasado mañana.
Frente al deseo de acaparar con todo y ante la ceguera de las grandes empresas y de la banca, hay que tratar de conseguir un mayor equilibrio. Hay que imponer la negociación y el pacto de rentas que beneficia a la gran mayoría de las empresas y a los trabajadores y hogares.
El gobierno y los partidos políticos que lo apoyan o lo podrían apoyar tienen ahí una gran responsabilidad. Tienen que hacer lo imposible por salir del cortoplacismo. Han de insistir sin descanso en la necesidad de alcanzar acuerdos que vayan más allá de los ajustes momentáneos. Y, sobre todo, deben asumir y trasladar a la sociedad una idea fundamental: en lugar de querer arreglar los entuertos que produce un mal funcionamiento de los mercados y del sistema primario de generación de rentas mediante ayudas y políticas redistributivas es mucho mejor, más eficaz y barato, tratar de contribuir a que la actividad económica funcione de otro modo y produzca por sí misma un reparto más eficiente y equitativo. Y eso se puede conseguir si se consiguen acuerdos básicos sobre el reparto de rentas y el impulso de la productividad y sobre las condiciones que podrían permitir reindustrializar nuestra economía, generar más competencia y valor añadido y apropiarnos de él en mayor medida con más innovación y mejor calidad productiva. Ese es el reto si no queremos que la crisis que estamos viviendo nos empobrezca para mucho tiempo y sin remedio.
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