Publicado en La Opinión de Málaga el 7 de agosto de 2005
El pasado día uno el Rey Juan Carlos firmó en su residencia veraniega un real decreto por el que declaraba un día de luto oficial con motivo del fallecimiento del Rey Fahd de Arabia Saudí. Se justificaba el luto «en atención a los profundos vínculos históricos, de amistad y de solidaridad existentes entre las Casas Reales, los Gobiernos y los pueblos de los Reinos de Arabia Saudí y de España».
Justo cuatro meses antes, otro decreto semejante declaraba el mismo tiempo de luto por la muerte de Juan Pablo II aunque en este caso la justificación era mucho más parca y fría. A pesar del enorme cariño que el antiguo Papa había despertado entre millones de españoles el luto se decretó en aquel caso solamente «en señal de respeto y condolencia». La diferente retórica utilizada y el que en ambos casos se estableciera el mismo tiempo de luto, muestran muy significativamente el trato privilegiado que ha tenido en su muerte el monarca saudí y, en consecuencia, el cinismo que gobierna las relaciones internacionales.
El monarca que acaba de fallecer fue un sátrapa, un oligarca que ha disfrutado de privilegios y riquezas a costa de mantener en la miseria a la mayor parte de su pueblo. A pesar de que su país goza de enormes ingresos gracias al petróleo, una gran parte de su pueblo vive en la miseria. Las estadísticas muestran su elevado PIB per capita pero en la realidad está muy desigual e injustamente distribuido. Los oligarcas que gobiernan el país no proporcionan datos de pobreza pero se calcula que entre un 20 y un 40% de la población se puede considerar pobre y la tasa de desempleo supera el 25% de la población activa. Casi uno de cada cuatro adultos es analfabeto y a pesar de que los príncipes viven en palacios rodeados de oro y toda clase de riquezas, en su país se registra una mortalidad infantil semejante a la de los países más atrasados.
El monarca que acaba de fallecer y por el que se ha decretado un privilegiado día de luto no solo mantuvo en la pobreza a parte de su pueblo mientras él y los suyos vivían con un lujo inmoral. Fue durante toda su vida un violador constante de las libertades más elementales. El informe de Amnistía Internacional de 2004 sobre Arabia Saudí fue claro, rotundo y tajante. En él se denuncia las «graves violaciones de los derechos humanos» y que se detuvo a centenares de personas por el simple hecho de ser presuntos activistas religiosos o personas críticas con el Estado. Amnistía informaba también que la condición jurídica de las personas detenidas en Arabia Saudí y que llevan años bajo custodia se mantiene en secreto. La tortura y los malos tratos fueron moneda común bajo el criminal mandato del rey Fahd. Los tribunales, señala el informe de Amnistía, recurrieron multitud de veces a la flagelación y a la mutilación como castigos jurídicos corporales. Bajo su reinado, Arabia Saudí ha sido el país con más ejecuciones, la mayoría de ellas sin ningún tipo de garantías jurídicas. Hace tres años, el diario El Mundo escribía sobre las «vergüenzas del rey Fahd» y decía: «Bajo el mandato de la familia saudí, este país desértico se ha convertido en un reino de terror. Es el único lugar del mundo donde la guillotina sigue vigente. Cortar la cabeza y el apedreamiento son los métodos utilizados para poner fin a la vida de los acusados de un amplio rosario de delitos».
El decreto que establecía el luto por el rey Fahd habla de la solidaridad y la amistad del pueblo español con él y con su gobierno, algo que, en mi modesta opinión, es completamente falso. Tengo la completa seguridad de que la inmensa mayoría de los españoles no somos solidarios con una monarquía déspota que gobierna sin instituciones democráticas, sin partidos políticos y que discrimina de una forma brutal a las mujeres.
¿Cómo podemos sentirnos solidarios con un rey que no deja que las mujeres de su pueblo voten, que no les permite mostrarse en público si no es cubriéndose de arriba a abajo, que no las autoriza a conducir, a estudiar en las mejores escuelas, a trabajar o a vivir en igualdad de condiciones que los hombres, o que tratan a sus propias mujeres como si fueran simples prostitutas? Y lo que es más surrealista, cómo el jefe de Estado de un país democrático como el nuestro puede sentirse amigo y solidario con un rey primitivo y maleducado que casi «secuestró» a su esposa en un viaje oficial, como ha comentado, entre otros, el periodista Jaime Peñafiel. Cuenta este periodista que cuando los Reyes de España llegaron al aeropuerto de Riad en octubre de 1977, «Doña Sofía, que había descendido del avión por la escalerilla trasera, fue materialmente secuestrada por una dama cubierta por un velo negro de la cabeza a los pies y llevada hasta un gran coche aparcado discretamente a unos metros y en cuyo interior debía encontrarse ¿la esposa?, ¿la favorita? del rey saudí, que la condujo hasta el palacio de «las mujeres»».
La estela del rey Fahd como gobernante fue realmente vergonzosa e inmoral y llena de injusticias, de asesinatos y de violaciones constantes de los derechos de las personas. Para colmo, su extensa e igualmente poco ejemplar familia (algunas biografías indican que su padre tuvo hasta 193 hijos de 19 esposas) ha tenido vínculos muy directos y financieros con grupos terroristas. Algo que Estados Unidos ha pasado por alto, con gran cinismo, gracias al privilegiado acuerdo petrolero que ha mantenido desde 1955 con Arabia Saudí y, sobre todo, gracias a las relaciones comerciales de la familia Bush con la saudí.
Es lógico, pues, que uno se pregunte cómo puede decirse en un real decreto que los españoles somos amigos y solidarios de esos gobernantes inmorales, corruptos, injustos y dictatoriales. Lo lamentable es que la respuesta es muy evidente, por mucho que quiera ocultarse. Es sabido que Arabia Saudí, a pesar de que es una de las dictaduras más sanguinarias del mundo, es uno de los mejores clientes de la industria militar española. Allí vendemos granadas de mano, fusiles, pistolas y otro material que sus gobernantes utilizan habitualmente contra su propio pueblo. Por otro lado, varios libros y autores han narrado la historia del préstamo de 100 millones de dólares que el entonces rey Halid hizo al ya rey Juan Carlos y que tantos quebraderos de cabeza dio para devolverse a los diez años, si es que llegó a devolverse; o del regalo del yate Fortuna que hizo el ahora fallecido. De ahí, y de otros negocios igualmente publicados en diferentes lugares, se derivó una relación de hermandad y privilegio entre las casas reales que ha llegado a que uno de los más nefastos gobernantes del planeta, uno de los más crueles dirigentes, sea considerado como amigo del pueblo español por nuestro gobierno y por nuestra Jefatura del Estado.
Es natural que un puñado de horteras de Marbella echen de menos la opulencia inmoral de los oligarcas saudíes. Pero que nuestras más altas instituciones sean las que concedan un trato de privilegio a estos criminales es una auténtica vergüenza. Si de verdad se quiere combatir la injusticia y el terror y defender la libertad y la democracia hay que combatir a todos los dictadores sin distinción. Y por encima de ese principio no caben ni hermandades, ni negocios, ni regalías de ningún tipo.
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