La elaboración de las listas electorales por los diferentes partidos políticos vuelve a poner de manifiesto no sólo sus miserias internas, sino también las serias incapacidades que nuestro régimen democrático tiene a la hora de trasladar a la acción política las preferencias ciudadanas.
En Málaga, la polémica empezó con la decisión del Partido Popular de presentar como cabeza de lista al Congreso a la alcaldesa Celia Villalobos.
Es verdad que el anterior alcalde socialista compatibilizó varios meses el cargo con el mandato de eurodiputado, y que muchos alcaldes de grandes ciudades también lo han hecho sin que sus partidos hayan dicho esta boca es mía, supongo que porque lo hacen bien.
Yo personalmente creo que es mejor para una ciudad como Málaga, entre las primeras de España por población y actividad económica, que su máxima mandataria o mandatario, según el caso, esté volcada principalmente en la tarea municipal, que supongo debe ser lo suficientemente gravosa como para merecer una dedicación exclusiva. Pero no soy nadie para prejuzgar la labor que realice Celia Villalobos en el Congreso cuando tenga que estar también en el Ayuntamiento, o viceversa.
Sin embargo, lo que me parece una evidencia es que de esa manera el Partido Popular ha optado, con todo derecho desde luego, por la opción electoralista. Eso es lo que me parece especialmente significativo de este caso: que el Partido Popular, que pretende erigirse en alternativa (opción distinta) de gobierno para la nación, lo haga desde una concepción del poder y de la acción política ligada preferentemente al «glamour» electoral. La más fácil, pero también la que privará, se quiera o no, a Málaga de una representación dinamizadora, más ciudadana.
Hablar de lo que pueda pasar con el Partido Socialista es difícil a estas alturas. La singular concepción de la democracia interna que parece va a predominar lo está convirtiendo aquí en un
auténtico gallinero, en donde lo que menos importa es elaborar propuestas políticas diferenciadas.
LLevamos creo que más de un año conociendo las disputas entre los guerristas y los renovadores, pero lo que le llega a la opinión pública más bien tiene que ver con la aspiración a colocarse unos por delante de otros. El hombre y la mujer de la calle no saben qué propuestas diferentes sostienen para crear empleo, para fortalecer la economía malagueña o para hacer más sólida nuestra democracia.
De confirmarse el rumor de que encabezará la lista alguna ministra o consejera (¿que seguramente compatibilizarán sus cargos!) tampoco creo que se proporcione a Málaga la representación más pegada al terreno y a las preocupaciones de los ciudadanos malagueños.
Izquierda Unida parece que no quiere ir a la zaga. Me da la impresión de que también allí quienes cuentan con mayoría, con legítima mayoría, han resuelto mirar tan sólo y con temor hacia la defensa a ultranza de sus postulados, en lugar de ser lo suficientemente inteligentes y valerosos como para apostar por la apertura de la coalición hacia la plural mayoría social a cuyos votos supuestamente aspira.
Finalmente, el Partido Andalucista tampoco realiza ahora una apuesta que parezca de envergadura. Supongo que personas de talla humana e intelectual tan valiosa como Juan Antonio
Lacomba rehuyen inmiscuirse de nuevo en un rifirafe entre líderes.
Se podría interpretar lo que llevo diciendo como si se tratase de asuntos personales, o como si quisiera ahora plantear que las listas electorales debieran componerse preferentemente a base de personajes conocidos. Pero nada está más lejos de mi intención.
Lo que trato de poner de relieve, por el contrario, es que, tal y como están anunciadas, las listas electorales, al menos en sus cabezas más visibles, carecen ostensiblemente de la normalidad de la calle. Secuestradas como están a los aparatos de partido, las candidaturas electorales sólo reflejan a esos mismos aparatos. Difícilmente encontramos en ellas a las personas, de cualquier tipo o condición, hartas -como en la realidad la mayoría- de trabajarse día a día el pan de su familia.
Me parece que esto, que es grave en cualquier circunstancia, lo es mucho más en el caso malagueño. La historia de nuestra provincia y ciudad es desgraciadamente la historia de quien deja de mirarse a sí misma, la de quien parece renunciar siempre a tener su propia voz, la que no encuentra entre los suyos la fuerza colectiva necesaria para que se hagan realidad los proyectos de todos. Málaga, una vez más, se muestra incapaz de generar el impulso propio que es siempre el requisito para hacer frente a los problemas y hacer causa común en un contexto de intereses contradictorios y conflicto permanente.
Me temo que todo será igual mientras la voz de Málaga se traduzca tan sólo en el sonido monocorde de los aparatos burocráticos de los partidos.
Seguiremos votando, o no, y de esa manera enterraremos el fantasma autoritario de épocas pasadas, pero no habremos adelantado lo suficiente.
Los ciudadanos, y ojalá que en particular los malagueños, deberíamos empezar a imponer seriamente nuestra voz. La política es la necesaria actividad que puede conducirnos a vivir en un mundo mejor. Nadie debería renunciar a ella, y por eso hay que evitar profesionalizarla, para abrirla al común de los ciudadanos. Será menester, entonces, pensar en fórmulas alternativas: listas abiertas, control riguroso del gasto electoral, obligado respeto a la democracia interna en los partidos (que en su gran medida, no se olvide, financia el Estado), posibilidad de revocación de los elegidos, reconsideración de circunscripciones, etc. En definitiva, todo aquello que permita que los ciudadanos, y no sólo los jefes de los partidos, sean los verdaderos dueños de las decisiones que afectan a sus destinos.
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