Publicado en Temas para el Debate, diciembre de 2005
La compra por la compañía española Telefónica de O2, la segunda mayor empresa de telefonía móvil del Reino Unido y sexta de Europa, ha vuelto a poner de actualidad la pujanza y papel que están desempeñando en el mundo las grandes empresas españolas.
Se silencia, sin embargo, que los recursos necesarios para esa y otras adquisiciones, hasta ahora sobre todo en América Latina, provienen de sus cuantiosos beneficios. Estos beneficios de Telefónica tienen su origen en la precarización del trabajo, en la pérdida de derechos laborales, en la peor calidad del servicio y en las tarifas cada vez más elevadas que cobra a los clientes. Para saber de dónde proceden nada mejor que comparar la factura que hoy día pagamos los españoles y el servicio que recibimos. Sólo la tarifa mensual por establecimiento de la línea ha crecido un 80% desde que la compañía se privatizó por completo, un crecimiento mucho más alto que el general de los precios en ese periodo.
Con el apoyo del gobierno de Aznar, las grandes empresas españolas protagonizaron una expansión sin precedentes en América Latina. La rentabilidad de sus inversiones ha sido tan elevada que hoy día obtienen allí entre el 30 y el 50% de sus elevadísimos beneficios totales. Y su importancia en la economía latinoamericana ha crecido al mismo ritmo.
William Chislett señalaba esto último con toda claridad en un informe reciente (La Inversión Española Directa en América Latina: Retos y Oportunidades, Real Instituto Elcano, 2002): «Repsol YPF es el principal productor privado de petróleo y gas de la región; Endesa es el líder multinacional del sector privado eléctrico de América Latina; Dragados es el líder entre las concesionarias de infraestructuras de ransporte; Santander Central Hispano, que tiene la principal franquicia financiera en la zona en términos de beneficio neto atribuido, junto con el Banco Bilbao Vizcaya Argentaria, acumulan más del 23% de los depósitos bancarios en el conjunto de América Latina, y más del 40% de los fondos de pensiones».
La mayoría de las empresas españolas comenzaron a instalarse allí en la década de los noventa, cuando el Fondo Monetario Internacional obligó a todos los países de la región a abrir sus fronteras, a liberalizar los mercados y a privatizar sus empresas públicas. Casi todas nuestras empresas aparecieron entonces como auténticas «aves de rapiña», por utilizar el título del libro de Jesús Mota («Aves de rapiña». Editorial Temas de Hoy 2001) y de la mano de los gobernantes más corruptos de los últimos decenios.
Convendría no olvidar que los anfitriones de quienes ahora se quieren mostrar al mundo como adalides de la economía de mercado fueron personajes como Pinochet, inicialmente, Carlos Menem (que alivió primero las cargas de YPF con dinero público para después vendérsela e Repsol, según una comisión independiente, por un 10% de su valor), o Samper, que dos días antes de dejar el cargo firmó el decreto de concesión a Unión Fenosa. Casi ni uno solo de gobernantes que en nombre del mercado y el liberalismo beneficiaron a nuestras grandes empresas se ha visto libre de acusaciones de corrupción o robos de todo tipo.
Para conseguir las concesiones y asentar sus privilegios nuestras empresas tampoco han dudado en llevar a cabo actuaciones verdaderamente deleznables. Aministía Internacional, que tiene fama bien ganada de objetividad y rigor en sus denuncias ha señalado que Repsol financió a grupos terroristas paramililtares en Colombia, y otros organismos han denunciado reiteradamente sus destrozos ambientales que ya seguramente no tengan solución. Varios de los dirigentes sindicales que se oponían y el abogado colombiano que investigaba la corrupción entorno a la concesión que se le concedió a Unión Fenosa murieron asesinados; y se cuentan por miles los indígenas que han sido desplazados, lo que muchas veces equivale a su muerte segura a plazo fijo, para que nuestras empresas se instalaran en sus territorios.
Los efectos de este tipo de presencia empresarial española en América Latina son muy variados y negativos. En primer lugar, ha producido una gran dependencia porque se ha llevado a cabo en sectores claves, de modo que ha dado lugar a que los gobiernos y las naciones en general hayan perdido soberanía y la legítima e imprescindible capacidad para decidir sobre sus intereses. El 50% del sector energético de Colombia está en manos españolas y el Presidente Kirchner ha llegado a calificar de «extorsión» el comportamiento en su país de Repsol, que llegó a provocar artificialmente desabastecimiento para lograr que subieran los precios.
En segundo lugar, no ha sido casual que los enormes beneficios que estas empresas han generado se hayan producido justamente en la época en la que la pobreza y la desigualdad aumentan como nunca en todo el continente. ¿Cómo no va a ocurrir eso cuando se calculó, por ejemplo, que el coste de cada barril de petróleo que Repsol obtuvo en Bolivia en 2003 fue de 0,40 dólares, mientras que su precio en el mercado mundial era de más de 25 dólares y pagando un impuesto del 18%? ¿O cuando esa misma empresa declaró pérdidas en Ecuador para no pagar ni un dólar de impuesto el mismo año en que era la empresa española que más beneficios obtuvo?
En tercer lugar, resulta que la presencia de nuestras multinacionales ha llevado consigo una cuantiosa pérdida de empleo y su gran precarización, no sólo en América Latina sino en nuestro propio país. ¿Quién puede creer de verdad que es mejor para la sociedad que Telefónica se dedique a ir comprando compañías por medio mundo dando aquí un peor servicio, más caro y destruyendo empleo como en España, donde ha despedido a unos 40.000 trabajadores?
Finalmente, resulta que la calidad de los servicios que prestan estas empresas es peor, cuando no dejan de prestarlo. La liberalización de servicios básicos como la luz o el agua está dejando sin ellos a millones de personas, y la privatización de las pensiones redistribuye la rentabilidad del horro y la seguridad a las clases pudientes y a las instituciones financieras. El Latinobarómetro de 2003 señalaba que «el 77 por ciento de los entrevistados afirma que estaba más satisfecho de los servicios que ofrecían las empresas privatizadas antes de que pasaran a manos hispanas» (El País, 7 noviembre de 2003).
No es raro que en América Latina se hable por todas estas razones de una «novísima reconquista» española bajo el gobierno de José María Aznar (Luis Hernández Navarro, La Jornada, 18 de noviembre de 2003), que puso la política exterior nacional al servicio de unos pocos, aunque muy poderosos, intereses empresariales, vinculados a su partido e ideología. Su gobierno disminuyó la ayuda al desarrollo, liquidó programas de cooperación científica y técnica pero se fundió sin reservas con las empresas. Aznar sembró los lodos de los que ahora salen beneficios de los que los españoles no deberíamos sentirnos orgullosos
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