Publicado en La Opinión de Málaga. 30-01-2005
Al paso que vamos, el Plan Ibarreche puede terminar en un grave conflicto social justamente cuando quizá ya haya acabado la violencia en el País Vasco. Sería una triste paradoja que cuando callen las armas la sociedad siga envuelta en un enfrentamiento profundo que sólo lleve a la división y al enfrentamiento civil.
Me parece obvio, en primer lugar, que cualquier proyecto social para el Pais Vasco necesita debate, como solicitan los nacionalistas. Pero también ellos han de entender que es muy difícil debatir cuando suenan los percutores y la amenza pesa constantemente sobre una de las partes. Es verdad, como están argumentando los nacionalistas, que desde un tiempo a esta parte ETA no ha matado y que sólo se está dedicando a lo que llaman acciones de mantenimiento, pero es que la violencia no es sólo el estallido material de una bomba o el tiro en la nuca sino el miedo y la inseguridad que suponen la amenaza constante, la incertidumbre y el peligro de que en cualquier instante se pueda decidir arbitrariamen que las vidas vayan a empezar a caer de nuevo.
Pero el problema que puede estar larvándose es independiente de ese asunto, por muy importante que sea.
La actitud que se está planteando frente a los nacionalistas está consistiendo en algo así como pedirles que no lo sean. Me explico. Los nacionalistas no están engañando a nadie. Su proyecto político en Cataluña o el Pais Vasco es la independencia y van a tratar de conseguirla sin cesar. Diga lo que diga la Constitución es un completo absurdo pedirles que renuncien a ese objetivo. Lo que quieren es constituir un Estado propio porque el nacionalismo consiste precisamente en creer -con mayor o menor intensidad- en cuatro ideas principales: que la nación es el origen de todo poder político, que la lealtad más importante de los individuos es con su nación, que la nación tiene intereses propios que no pueden satisfacerse si no se convierte en Estado propio y, por ultimo, que todos los Estados deben estar formados por pueblos homogéneos linguística, cultural e históricamente, que son precisamente las naciones.
Los que no somos nacionalistas creemos que eso es una barbaridad, o incluso sencillamente insostenible. Algunos han calculado que si los estados tuvieran que tener esa mínima homegeneidad habría más de mil en todo el planeta, o incluso cinco mil según otras estimaciones.
Pero los nacionalistas tienen esa aspiración permanente a convertirse en Estado y, queramos o no, a la postre no hay más que dos alternativas: o exterminarlos o negociar y tratar de encajar y combinar sus aspiraciones con las del resto. Y nadie crea que la primera de ellas es mera retórica pues buena parte de las guerras del último siglo se han originado en conflictos nacionalistas.
Sé que es una simplificación pero para abordar el asunto de los que ocurre en Cataluña o el País Vasco hay que partir de una constatación: allí hay muchas personas que no se sienten españolas. Así de sencillo y así de complicado. No se trata de algo objetivo porque no viene dado por el dni o el pasaporte, sino por un sentimiento íntimo de pertenencia singular al territorio. A veces, el ejercicio que el resto de los españoles deberíamos hacer es imaginarnos por un momento que, sin sentirnos portugueses o franceses, nos obligaran a formar parte del Portugal o Francia.
Lo que ocurre a veces, y me temo que eso es lo que está pasando en España, es que frente al nacionalismo secesionista lo que se levanta en realidad es otro tipo de nacionalismo, a la postre tan excluyente aunque sea más mayoritario.
Al nacionalismo le pasa como a las religiones: todos creen que la razón está de su parte y que es el otro quien está equivocado. Por eso hay guerras por su causa, por eso cada uno valora de manera distinta a sus muertos de los del otro. Y por eso la solución no puede venir de imponer un sentimiento nacional o religioso sobre los demás. De hecho, una de las paradojas más dramáticas del discurso nacionalista es que demonizan y consideran enemigos no sólo a los que están en otro territorio sino, lo que es peor, a una parte grandísima de sus propios connacionales que no tienen por qué sentirse nacionalistas.
La evidencia histórica que estamos contemplando día a día es que en España hay varias naciones y que si queremos vivir en paz debemos construir un espacio estatal en donde convivan libremente todas ellas. La única forma de conseguir eso en paz es evitando las imposiciones de cualquiera de los nacionalismos en liza, entre los que se encuentra, no lo olvidemos, el nacionalismo español que es el que se ha mostrado a lo largo de la historia como más prepotente.
Desgraciadamente, el problema se está agudizando, además, por la impostura con que se llevó a cabo la transición democrática tan falsamente alabada. Para evitar el continuo triunfo electoral de la izquierda (y el propio PSOE fue cómplice de esto) se hizo una ley electoral que primaba artificialmente a los nacionalistas que, al fin y al cabo, era socios en los negocios y con quienes siempre se habían llevado bien las clases adineradas españolas. Eso permitió que vascos y catalanes nacionalistas hayan tenido y estén teniendo un peso político en el conjunto del estado tan desproporcionado como sencillamente antidemocrático. Pero ahora pagamos las consecuencias de esa prepotencia.
En definitiva, el asunto que está sobre la mesa, una vez que se logre terminar para siempre con la violencia en el País Vasco, es bastante complicado pero no puede ir más que en una dirección. Lamentablemente, decir que hay que garantizar la unidad de España no es suficiente si se parte del supuesto de que algunos de los que, con todo derecho, están en nuestro territorio, no se sienten parte de esa unidad si no es en determinadas condiciones que reconozcan su independencia. Cualquier proyecto de unidad es contradictorio consigo mismo si se impone unilateralmente. Hace falta paz pero también diálogo y mucha inteligencia y cordura para no creer que sólo una parte tiene razón.
Aunque hace ya unos años, recuerdo que haciendo el servicio militar un capitán de academia trataba de convencerme para que hiciera no sé qué curso para ser cabo de primera. Para no reconocer que mi negativa se debía solamente a la indolencia con que asumía mis obligaciones militares, le decía que no porque no le veía utilidad. El oficial enseguida reaccionó y me dijo, sí hombre, te puede ser muy útil en la reserva en caso de que haya una guerra contra los vascos y te movilicen. Desde luego que eso ya no va a pasar, espero, pero no estoy seguro de que el subconsciente haya dejado de traicionarnos.