Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Neoliberalismo y política económica de izquierdas. Reflexiones para una alternativa necesaria

En  Papeles de la FIM, nº 18, 1997.

 


«El reconocimiento de las posibilidades destruidas para siempre nos inspira un sentimiento de urgencia. La demora es costosa para nosotros y más aún para nuestros descendiente y para las otras especies con las que compartimos el planeta. Ya es muy tarde. Resulta difícil evitar la amargura por lo que podría haberse hecho y por las oportunidades adicionales que se pierden cada día. Resulta difícil evitar el resentimiento hacia quienes continúan obstruyendo con tanto éxito los cambios necesarios».

H.E. DALY y J.B. COBB, jr., «Para el bien común. Reorientando la economía hacia la comunidad, el ambiente y un futuro sostenible». Fondo de Cultura Económica. México 1.993,p. 365

INTRODUCCION

1. El corto y el largo plazo, lo posible y lo necesario.

En las páginas que siguen me propongo plantear algunas reflexiones que pudieran contribuir como mimbres a urdir una política económica alternativa y de izquierdas a la que, de manera más o menos generalizada, están aplicando los gobiernos europeos en los últimos años.

Esta es una reflexión muy difícil de encajar en pocas páginas porque obliga a tomar en consideración perspectivas muy plurales y extraordinariamente complejas.

Las políticas neoliberales al uso, por ejemplo, han renunciado explícitamente a la creación de empleo, en aras de favorecer la recuperación del beneficio y aplicando para ello una estrategia deflacionista basada, entre otras cosas, en los altos tipos de interés y en el control del gasto, tal y como señalaré con detalle más abajo.

Sin embargo, esa estrategia ha sido necesaria, y al mismo tiempo ha sido posible, porque las economías han transitado en los últimos años por un auténtico cambio en la estructura del sistema productivo que ha ido acompañado de modificaciones sustanciales de las disponibilidades tecnológicas, de los regímenes institucionales, de la cobertura de los mercados, de los propios valores sociales, de las formas de sociabilización, etc.

Eso quiere decir que la respuesta a una política neoliberal que genera desempleo no puede limitarse, desgraciadamente, a ser una inversión lineal en los objetivos o en la pura instrumentación de las decisiones. Seguramente, una política basada simplemente en dar la vuelta a la estrategia deflacionista mediante la relajación del gasto, la disminución de los tipos de interés,…, pero que no tenga en cuenta esas otras circunstancias «generales», institucionales, medioambientales, sociales o sencillamente políticas, llevaría con toda probabilidad a un estrepitoso fracaso.

Soy consciente, pues, de que hablar de política económica alternativa al discurso neoliberal dominante requiere considerar un abanico de problemas contextuales muy importantes: desde la propia comprensión de la naturaleza de las necesidades humanas a la reconversión de la base energética del planeta, pasando por la reforma global del orden institucional internacional, por el problema de la democracia, de la violencia y el poder…

Sin embargo, en este trabajo (o al menos a la altura en la que estamos de su redacción definitiva) voy a prescindir conscientemente de plantear estos problemas contextuales con el detalle que seguramente hubiera sido necesario, dando por hecho que es preciso que «la alternativa» se inserte en una ecuación de cambio que trasciende el nivel de la inmediatez y lo puramente económico.

Aquí voy a centrarme fundamentalmente en un aspecto más concreto del asunto: el análisis de propuestas alternativas desde la izquierda en el ámbito de lo que convencionalmente se denomina «política macroeconómica». Esto es, el conjunto de decisiones relativas al funcionamiento global de la actividad económica adoptadas con el fin de influir no sólo sobre el comportamiento de individuos, segmentos concretos o sectores de la actividad económica, sino sobre todos ellos de manera agregada.

Y, además, debo hacer este planteamiento más concreto con una restricción añadida. A la hora de plantear alternativas se puede caer fácilmente en dos errores bastante simétricos a los que debo hacer una breve mención a fuer de ser mal entendido.

Uno es el adoptar lo que podríamos llamar una actitud nominalista y limitarse a formular que los problemas de cualquier planteamiento alternativo se resuelven en el cambio radical de las condiciones en que se formula el problema. Yo sostendría sin dificultad que la solución a la insatisfacción y al dolor humano que provoca un sistema económico injusto y basado en la desigualdad sería instaurar una sociedad en donde hubiera quedado erradicada la explotación y la institucionalización de la injusticia, es decir, lo que convencionalmente podemos denominar una sociedad socialista. Pero, qué contribuye a resolver por sí sólo el establecimiento de ese desideratum?. Para que sirva efectivamente como referencia para la transformación es necesario que aquello que se ha concebido como abstracto se vincule a las experiencias concretas en que se desenvuelven las realidades sociales y posiblemente eso obliga a considerar a los abstractos de referencia como objetos en continuo proceso de rediseño. Cuando no se hace así, cuando el abstracto resulta el elemento sobredeterminante es cuando se cae en el nominalismo, un empeño tan inútil como enjundioso.

El otro error consiste, por el contrario, en despreciar el establecimiento de horizontes, lo que, en aras de la inmediatez, se suele resolver en una renuncia efectiva a modificar las inercias dominantes, impregnándolas tan sólo de ligeros matices que a la postre sólo podrán diferenciarse muy tenuamente.

Mi pretensión es contribuir a generar respuestas cuya aplicación fuese posible mañana mismo, porque entiendo que esas son las que son necesarias. Pero, al mismo tiempo, con la seguridad de que sólo traerían frustración si no se encajan en una perspectiva, a plazo más largo, de transformación radical de la sociedad capitalista.

Otra cuestión previa que ha de tenerse en cuenta es que las políticas neoliberales, y muy específicamente las económicas, han logrado afianzarse con éxito en nuestras sociedades, a pesar de sus contradicciones evidentes y de sus efectos tan negativos sobre el bienestar humano, precisamente porque constituyen una expresión muy acertada de lo que el sistema capitalista necesitó en un momento dado, tanto en lo relativo a la pura actividad de acumulación como en lo que respecta a la necesaria legitimación del sistema. Se puede decir entonces que son verdaderamente radicales, tanto porque han conseguido redefinir las condiciones estructurales en que se resuelven los problemas económicos de nuestra época, como por el hecho de haberlo conseguido generando y aplicando una estrategia omnicomprensiva que, sobre todo, vincula de manera indisoluble el problema económico con los del poder y la legitimación, es decir, con la política.

De esa forma, el discurso neoliberal ha sido capaz de autoidentificarse plenamente, y hacer que sea identificado, con el orden del sistema, con el equilibrio de las cosas y con el principio de la razón; de manera que todo aquello que le es diverso tiende a ser percibido como la expresión de un disenso tan profundo que no puede llevar más que al lugar de la nada.

Pero, no en vano, la época del neoliberalismo es la de las realidades virtuales. Nada más irreal que esa aparente confusión entre la política actual, el orden y el equilibrio. Y mucho menos, entre la economía y la satisfacción.

El neoliberalismo ha podido configurarse como una estrategia tan exitosa gracias a que ha ocultado con eficacia la realidad frustrante que le ha sido intrínseca en los últimos años, a que realiza auténticos juegos malabares para evitar que la ciudadanía perciba de manera patente sus pretensiones implícitas, y gracias a que ha hilvanado un velo de elementalidades (libertad, mercado, responsabilidad, yo…) suficientemente aparentes para convertirse en un suficiente lenguaje común, incluso para muchos de aquellos cuya voluntad sincera fue la de situarse fuera del discurso neoliberal.

Precisamente por ello, me parece que una tarea previa esencial es la de desnudar al discurso neoliberal, quitarle el velo que cubre las vergüenzas de la insatisfacción que provoca, de la destrucción física, del desorden social que se ha larvado y del conflicto reprimido que no se podrá ocultar por todos los tiempos.

Entiendo, pues, que es más precisa que nunca la crítica radical de la política económica neoliberal, no como un simple ejercicio intelectual, sino procurando que de ella se nutra una conciencia ciudadana distinta, capaz de revolverse y resolver frente al bienestar virtual que aquella toma como bandera.

El neoliberalismo triunfa como estrategia capaz de recuperar el beneficio y la capacidad de gobernabilidad de los intereses económicos más poderosos, y fracasa a la hora de satisfacer con generalidad las necesidades sociales. Pero es capaz de evitar que la sociedad perciba esto último.

Justamente por ello, hay que ser conscientes de que la alternativa empezará cuando los ciudadanos comiencen a echar cuentas de las frustraciones que trae consigo la incoherencia de la política neoliberal. Esto es, será posible sólo cuando las mayorías sociales se percaten de que es absolutamente necesaria frente a la realidad existente.

PRIMERA PARTE. EL INDESEABLE ESTADO DE LAS COSAS.

2. La política económica neoliberal

Las políticas conservadoras predominantes en los últimos años han tenido cuatro ejes o presupuestos fundamentales.

En primer lugar, la reivindicación del menor protagonismo del Estado en todos los ámbitos de la actividad económica.

En segundo lugar, la idea de que, como consecuencia de la enorme expansión del Estado del Bienestar, se habría alcanzado ya un grado de igualitarismo en las sociedades que no sólo es suficiente sino incluso contraproducente para alcanzar la deseada eficiencia del sistema.

En tercer lugar, la necesidad de reducir la presión salarial sobre los costes empresariales.

Finalmente, y como corolario de lo anterior, una nueva formulación de la regulación macroeconómica, distinta de la típicamente estabilizadora e instrumentalizada preferentemente a través de políticas fiscales, de épocas anteriores.

En particular, este nuevo tipo de regulación tiene tres grandes principios: el privilegio concedido a la política monetaria, el establecimiento del control de la inflación como objetivo prioritario y la pretensión de que el equilibrio de las grandes magnitudes económicas constituye la referencia fundamental hacia la que deben orientarse todas las decisiones de los gobiernos.

Lo que se presentó inicialmente como una «revolución conservadora» se arropó teóricamente con los postulados monetaristas. Se afirmaba que si la autoridad monetaria es capaz de gobernar con acierto y prudencia la masa monetaria se lograría contener las tensiones en los precios y aumentar el producto nacional y la actividad económica.

La justificación de este principio implica, en consecuencia, que otras políticas más intervencionistas -principalmente la política fiscal- deben ser minimizadas, de manera que, como efecto adicional, se conseguiría que el mercado actuase mucho más libremente, y sin la ingerencia indeseable de la burocracia pública que termina por generar desincentivos a la asignación más eficiente de los recursos.

Puesto que se considera que el principal problema de las economías es la inflación, resulta entonces necesario adoptar una política monetaria claramente restrictiva que debe consistir en la limitación del crecimiento de la oferta monetaria. Para ello, los tipos de interés jugarán un papel fundamental. Tipos que habrá que procurar mantener suficientemente altos para desanimar la demanda de dinero y hacer posible que la autoridad monetaria lograse su objetivo de controlar la cantidad de dinero sin generar desequilibrios financieros.

Los gobernantes y los economistas que les proveen de discurso teórico han proclamado, de manera harto reiterada, que la solución de los problemas económicos está condicionada a que «cuadren» las grandes cifras de los agregados macroeconómicos. La retórica al uso en estos años ha consistido en la definición de lo que técnicamente se llama el «cuadro macroeconómico» y que se presenta como el único y predefinido campo de juego en el que pueden discurrir las decisiones económicas. Por eso, que una de las expresiones más utilizadas en estos años ha sido que la política adoptada era «la única posible», pues sólo esa podía cumplir los requisitos de equilibrio previamente establecidos.

Unos cuantos principios sin demasiada contrastación empírica, o de contrastación muy controvertida (el concepto de tasa natural de paro que permitía resolver que no era bueno que el paro se redujese por debajo de determinado nivel, el «efecto expulsión» de inversión privada achacado al gasto público, la idea de que los déficits públicos siempre provocan subidas de precios, o que la deuda es siempre condenable, por no hablar de la famosa «curva de Laffer») han constituido una demasiado escasamente fundamentada batería de hipótesis sobre las que se ha hecho descansar la política neoliberal.

3. Más allá de la retórica: las inconsistencias del neoliberalismo.

Desgraciadamente, detrás de la pretensión retórica de los neoliberales tan sólo se encuentra el intento de recobrar la tasa de beneficio aun a costa, precisamente, del equilibrio de la economía. Una formulación como la anterior brevemente expuesta no podía llevar sino al conflicto entre objetivos, a la deflación y al desempleo generalizado.

Veamos esto con algún detalle.

Detrás del velo monetario

Casualmente, la política monetaria genera dos principales consecuencias: por un lado, que con tipos de interés más altos los propietarios de activos financieros puedan percibir retribuciones más altas, es decir, una mayor rentabilidad. Eso ha permitido una redistribución ingente a favor de los poseedores de capital financiero.

Por otro lado, al aumentar los tipos de interés se encarece la inversión -sobre todo en un momento en que las empresas están empeñadas en una reestructuración productiva- y se desanima el consumo de bienes duraderos por las familias, lo que provoca lógicamente la caída del empleo (aunque esto será una circunstancia favorable para lograr la reducción salarial y, en general, para debilitar el espíritu reivindicativo de los movimientos sociales).

Sin embargo, ambas circunstancias -mayor rentabilidad y disminución de los salarios- tienen un elevado coste de oportunidad, pues provocan una deflación importante y una caída brutal en la actividad económica.

Rigurosamente hablando, pues, no puede decirse que el objetivo perseguido en realidad por la política monetaria haya sido aumentar la actividad y el empleo. Incluso, habiéndolo perseguido o no, lo cierto es que ha provocado todo lo contrario.

Esa es la razón de que un economista al que puede considerarse bastante ortodoxo haya afirmado que, en el fondo, el monetarismo no era sino una «hoja de parra», una «justificación ideológica de las medidas antisociales».

Cuadros macroeconómicos escritos en el aire

El apego contumaz a la formulación nominalista del equilibrio macroeconómico (de manera paradigmática en el caso de los programas europeos de convergencia entre las distintas economías, que no toman en consideración el desempleo o su capacidad productiva real) lejos de constituir un intento de simplificar la realidad para intervenir sobre ella, se convierte en la generación de un auténtico corsé, una restricción artificial, y por lo tanto ideológica, al abanico de alternativas posibles de política económica.

La mejor prueba de ello es la penosa reiteración con que las propias políticas gubernamentales se saltaban a la torera todas las previsiones iniciales y los límites preestablecidos, la redefinición permanente, según el interés político del momento, de los cuadros macroeconómicos que meses, o incluso semanas antes, se habían presentado a la población como las únicas posibilidades de actuación.

Este fenómeno es indicativo, por un lado, de que el manejo de la política económica carece, desde hace ya algunos años, de un fundamento teórico riguroso capaz de explicar con acierto las perturbaciones que originan los problemas que vengo analizando y de sobreponerse a ellas. Como alternativa, ha predominado sobre todo un discurso ideologizado que tan sólo pretendía cubrir las vergüenzas de una política que principalmente se orientaba a recuperar las ganancias privadas.

Pero, además, indica que para conseguir ese objetivo los gobiernos navegan demasiado a la deriva, sin un rumbo cierto y sin poder controlar la situación, tanto desde el punto de vista de evitar la inestabilidad como de lograr el necesario convencimiento social. De ahí, que el discurso oficial no haya podido ofrecer, la mayoría de las veces, más que la creencia de que las deficiencias se arreglarían solas y, como siempre, que la recesión será «breve y superficial». Al revés, justamente, de lo que ha ido sucediendo.

La deflación como estrategia, el paro como solución

La definición de la inflación como enemigo principal del equilibrio macroeconómico ha traído consigo igualmente importantes efectos perversos, además de otros de carácter distributivo de los que no me ocuparé aquí.

Para estimular la actividad económica deberían reducirse los tipos de interés reales. Pero la autoridad monetaria sólo puede controlar los tipos de interés nominales. Para lograr que se reduzcan los reales, una alternativa posible es provocar una situación deflacionaria.

Puesto que esta lleva consigo una caída en la actividad económica (disminución de la inversión, aumento del paro,…) el Gobierno se verá obligado antes o después a estimular la economía para evitar que ésta se hunda y, además, tendrá que hacer frente a más gastos sociales (subsidios de desempleo, por ejemplo) si es que no desmantela antes el sistema de protección social.

Para tratar de evitar la deflación, podrá aumentar el gasto público, bien sea en partidas de gasto social, militar o en infraestructuras; o podrá reducir la presión fiscal que recaiga sobre los beneficios (intentado que éstos afloren y se destinen a la inversión) o sobre el consumo privado; o conceder subsidios a las empresas. En definitiva, provocará déficits públicos que habrán que financiarse con posterioridad.

Si lo financia el Banco Central se producirá un aumento de la masa monetaria, que es lo que se quería evitar. Si lo financian los bancos comerciales adquiriendo los títulos de la deuda estarán reduciendo sus recursos disponibles para conceder créditos que financien la actividad productiva. Si lo financian agentes económicos externos (como en gran medida sucede en España, pues la mayor parte de la deuda del Estado la suscriben extranjeros), no hay tampoco seguridad de que los intereses que reciben se dediquen a impulsar la actividad en el interior. En cualquier caso, para que pueda colocarse la deuda del Estado será necesario que haya tipos de interés suficientemente atractivos, lo que a su vez repercute negativamente sobre la magnitud de los déficits públicos.

En suma, resultará que el intento (de la política fiscal) de frenar el estancamiento a que da lugar el objetivo de reducir los tipos de interés reales no garantiza que aumente la demanda efectiva, termina por presionar al alza los tipos de interés para buscar una financiación estable del déficit y, para colmo, puede generar subida de precios como consecuencia del aumento en la masa monetaria.

La opción seguida por la política económica ha sido la de optar claramente por la deflación. No tanto para evitar la presión inflacionista como por el efecto de freno que provoca sobre los movimientos obreros organizados (en la actualidad, el crecimiento de los precios es ya extraordinariamente bajo y se sigue, sin embargo, provocando una permanente tensión deflacionista que aumenta el desempleo).

La complicación creciente de las condiciones internacionales

La segunda gran contradicción que afecta a las políticas económicas en la actualidad deriva de la difícil y confusa situación en que se encuentra la economía internacional.

Mientras que la tónica dominante es la de una creciente internacionalización los problemas, sin embargo, no dejan de plantearse a nivel nacional.

Puesto que las economías tienden a integrarse, y ello significa que asumen compromisos y reglas de actuación que les vienen impuestas desde fuera, resulta que su margen de maniobra se ve reducido de esta forma.

Si hay libertad de movimientos de capitales entre varios países, por ejemplo, ninguno de ellos tiene realmente autonomía para diseñar su política de tipos de interés (que es un eje central de las políticas dominantes), pues los capitales se mueven buscando la mayor rentabilidad, y eso implica que para fijar los tipos de interés nacionales haya que depender permanentemente de lo que sucede en los demás países.

En definitiva, resulta que el proceso de internacionalización deja enormes secuelas en los países que se desindustrializan o que llevan a cabo -como todos- una notable reestructuración productiva, secuelas que requieren tratamientos de choque en cada uno de ellos. Pero como, al mismo tiempo, para hacerse fuertes en ese proceso se tiende a generar bloques que imponen condiciones a los integrantes (justamente porque están dominados a su vez por grandes potencias y son de composición desigual), la capacidad para aplicar políticas económicas que afronten la situación interna es progresivamente menor.

Salvo que existiesen instituciones internacionales que gobernasen de manera global los problemas económicos, subsumiendo toda la problemática de las naciones, resulta que las políticas económicas que pueden adoptar los gobiernos se enfrentan, de manera inevitable, a limitaciones extraordinarias que reducen su eficacia para abordar el estancamiento e, incluso, para dirigir en el sentido deseado los momentos de reactivación económica.

Todo, menos mostrar la carta del reparto

Por último, hay que hacer referencia a una tercera contradicción.

Si el protagonismo concedido a la regulación monetaria origina tantas dificultades (incluso desde el punto de vista de la necesaria estabilidad que desearía la economía capitalista) y si lo que se desea es impulsar la actividad económica, por qué no acudir a otro conjunto de estímulos?.

La respuesta es sencilla: porque eso implicaría operar desde el lado de la demanda, hacer explícita la intervención pública y la decisión colectiva y poner al descubierto la pretensión real de la política económica conservadora.

Veamos el asunto con algún detalle.

En primer lugar, se renunciaría a la idea de que en economía las cosas pueden ocurrir solas. Como hemos visto, la política monetaria tiene la ventaja de que opera, podríamos decir, desde la sombra; sin grandes discusiones en los parlamentos, sin que aparentemente nadie tenga que discutir dónde ha de destinarse cada peseta.

Puesto que toda política económica necesita un soporte ideológico que cale en el ciudadano y le proporcione una razón que le lleve a aceptarla, renunciar al monetarismo vigente significaría que hay que abandonar también la filosofía del mercado que le es consustancial, el principio del orden natural que aparentemente el dinero respeta (puesto que se le hace aparecer precisamente como parte indisoluble del mismo) y sobre el que no interfiere. Los ciudadanos «saben» (porque se les ha hecho creer así) que quienes elaboran los presupuestos públicos son políticos y que quienes deciden sobre política monetaria son técnicos. Y puesto que la economía se presenta como una especie de mecanismo de relojería, que no debe manipular más que quien conoce bien sus difíciles entrañas, lo justo y deseable es, entonces, que la economía no esté en manos de políticos, sino de técnicos asépticos.

Por el contrario, operar sobre el lado de la demanda implica que debe haber un pronunciamiento explícito acerca de quién debe gastar y en qué, y sobre quién debe contribuir a sufragar el gasto y en qué proporción. Y aquí empezarían de nuevo los problemas.

La cuestión, sin embargo, es que para evitar el estancamiento y la crisis es inevitable la inyección por la vía del gasto o de la demanda. Así sucedió con el gasto militar de Reagan, con los grandes programas de sanidad o infraestructuras de Clinton o con las «autopistas de la información» que proponía el Informe Delors.

Ahora bien, en el estado de cosas actual, cuando se trata fundamentalmente de salvaguardar el beneficio privado como resorte principal y sustentador de la actividad económica, la inyección en la demanda no puede consistir, bajo ningún concepto, en una redistribución que no vaya a su favor.

Por eso, estas políticas son imprescindibles, pero no pueden llevarse a cabo sino de una manera vergonzante, generando una gran tensión, pues pueden dar lugar a que el ciudadano comience de nuevo a hacerse las mismas preguntas. Si hay que invertir recursos masivos procedentes de los sectores públicos, por qué no destinarlos directamente a aumentar el bienestar social para que no sea preciso desmantelar las conquistas logradas por el Estado del Bienestar?. Por qué siendo el déficit público perjudicial y el gasto público necesario, se facilita al mismo tiempo que paguen menos impuestos los que más tienen?. No sería mejor sufragarlo estableciendo fórmulas que garanticen la contribución efectiva de todos los agentes sociales, pues ese, al fin y al cabo, fue el pacto que da origen al Estado democrático?. Y si no se establecen esas fórmulas, puede hablarse de estado democrático?, le vale la pena al ciudadano aceptar el orden existente?.

Cae la máscara: retórica del equilibrio, mecánica del empobrecimiento.

Cuando se consideran globalmente los resultados que han proporcionado las políticas neoliberales en los últimos años, la conclusión no puede ser más evidente.

El triunfo sobre el fantasma inflacionista muestra, efectivamente, que se han impuesto en la batalla por el reparto. Todos los datos relativos a la evolución de la distribución de la renta en este periodo, que omito en este trabajo, muestran bien claramente el deterioro de las rentas salariales y la ventaja recobrada por las retribuciones al capital.

Igualmente exitosa ha sido, a escala internacional, la reducción conseguida en los niveles de precios correspondiente a los productos importados del tercer mundo (al que además, ha llegado a convertirse en importador de los productos subsidiados procedentes de los países ricos), lo que ha agudizado el problema del su endeudamiento y deteriorado, en muchos casos, quizá de forma definitiva, su menguada capacidad productiva, consiguiendo también que la distribución de las ganancias del comercio internacional se volcara de manera cada vez más clara a favor de las empresas multinacionales y la banca internacional.

Significativamente, cuando el crecimiento de los precios es tan extraordinariamente bajo para el común de las mercancías, el precio del dinero, los tipos de interés, es decir la retribución que perciben los poseedores de recursos financieros, son los más altos, en términos reales desde 1.850.

Esto es lo que ha ocasionado el incentivo permanente del que disfrutan las actividades especulativas en los mercados financieros, auténticos pozos sin fondo de donde no paran de saciar su sed de ganancia las grandes fortunas, las empresas multinacionales y los bancos, a costa de la actividad real, y de una permanente amenaza de inestabilidad que, habiendo dado ya muestras de su peligro, no se ha expresado todavía con toda la contundencia con que seguramente terminará estallando.

El desempleo generalizado y la generación de masas ingentes de desahuciados en todo el mundo son las consecuencias inevitables de la opción neoliberal que han asumido, con igual convencimiento, las derechas de todo el mundo y dirigentes gubernamentales reformistas, éstos a veces con más furor, como sucede siempre a los recién conversos.

4. Maastricht como paradigma.

El Tratado de la Unión Europea contiene un diseño del futuro europeo típicamente ejemplar de la retórica neoliberal y que para España tiene una especial trascendencia, pues representa el marco en donde ineludiblemente debe incardinarse nuestra política económica.

Voy a limitarme aquí a destacar solamente los elementos que me parecen determinantes desde el punto de vista del problema del equilibrio macroeconómico sobre cuya alternativa trataré más abajo.

Una cuestión previa, sobre la que volveré con más detalle más adelante no puede dejar de ser considerada. Me refiero al proceso en virtud del cual se establecen objetivos y se programan plazos en un proceso de integración con tanta significación histórica como el emprendido por los principales países europeos.

Parecería lo lógico, que un trámite histórico de tal característica se basara en una cuidadosa evaluación de los costes y beneficios que lleva consigo, especialmente en relación con problemas de gran trascendencia social como el paro, la desigualdad o la protección colectiva.

Sin embargo, es fácilmente detectable que, justamente a pesar de las dudas sobre sus pretendidos efectos positivos, el diseño de integración económica y monetaria se realiza precisamente en términos contrarios a esa lógica y sobre la base de un razonamiento tan circular como perverso: se lleva a cabo porque hay que llevarla a cabo, y el país que no lo asuma debe asumirlo porque, si no lo hace ahora, deberá hacerlo más tarde o más temprano. Y ello, con independencia de los costes que comporte.

Podrá parecer que el razonamiento anterior es burdo y caricaturesco, pero léase lo escrito por un asesor del ex-presidente González:»Una cosa es la discusión acerca de si la moneda única para un país en desarrollo medio como España es positivo o negativo, y en tal caso cuáles deberían ser las compensaciones adecuadas, y otra muy distinta quedar excluido cuando existe un núcleo de países que caminan esa dirección y tarde o temprano debe participarse en el proceso e incorporarse al mismo».

Efectivamente, ha venido sucediendo que el diseño previamente pactado por las grandes empresas europeas se da como un presupuesto de partida ineluctable, con independencia de los costes sociales y de desequilibrio económico que lleva consigo.

Eso quiere decir, en suma, que cualquier planteamiento alternativo en la senda del mayor bienestar social y en relación con la política macroeconómica debería fundamentarse, al contrario de lo que viene sucediendo, en la propia reconsideración de los objetivos, instrumentos e ineluctabilidad de los plazos y procesos, única forma de que los ciudadanos puedan tomar en consideración algo que los propios macroeconomistas reconocen como inherente a cualquier decisión de política económica: los costes y beneficios que se derivan de ellas.

Pero, con independencia de este problema, el diseño de Maastricht implica una serie de principios y de propuestas que llevan consigo la inestabilidad y el desequilibrio permanente, la imposibilidad de hacer frente a las tensiones macroeconómicas con la suficiente eficacia y, en suma, unos planteamientos tan irrealistas como poco apropiados para lograr, incluso, los objetivos que allí mismo se proponen.

La desinflación competitiva

Con independencia de las ilusas proclamas sobre el libre mercado y de la retórica de la eficiencia, la integración económica y monetaria se basa en una concepción teórica según la cual se supone que los problemas (verdaderamente inevitables) de competitividad entre las diferentes economías se resolverán a través del mecanismo de los precios.

El discurso no es nada novedoso, pues rememora casi literalmente los presupuestos que sustentaron el régimen de patrón oro entre los años 1880 y 1914. La desventaja competitiva de un país provocará déficits en su Balanza de Pagos que originan salidas de reservas, lo que llevará consigo la disminución de la masa monetaria. Esto último será inevitablemente seguido por una reducción en el nivel de precios y de costes (especialmente salariales) que devolverán a la economía la competitividad perdida.

En realidad, lo que se viene a provocar de esta forma es una serie de oleadas recesivas que echan por los aires cualquier atisbo de equilibrio y estabilidad económica. Los momentos de crisis y de «boom» en la actividad se suceden de manera recurrente y sin solución de continuidad, aunque entre ellos se va larvando una inercia que delata una situación a largo plazo de recesión permanente y de crisis con fases cíclicas cada vez más cortas.

Puesto que la evolución y manipulación de los tipos de interés queda preferentemente ligada a las condiciones generales de los mercados exteriores y/o a la evolución de los tipos de cambio, resulta que tampoco terminan siendo un instrumento plenamente operativo, sometidos a la discrecionalidad suficiente. Entonces, desencadenada la recesión, no hay apenas manera de controlarla.

El mantenimiento del control de precios como objeto principal de las decisiones macroeconómicas, en suma, no puede llevar sino a largas ondas de depresión económica.

De hecho, si se contempla la evolución de las tasas de crecimiento económico a largo plazo puede comprobarse fácilmente hasta qué punto la reiteración de este tipo de políticas deflacionistas provocan, como ya sucedió en aquella época del patrón oro, un auténtico enquistamiento de la actividad que, inevitablemente, va a terminar en una crisis tan definitiva como profunda de la pauta de crecimiento adoptada.

El privilegio de la moneda

De entre todo lo previsto en Maastricht (aunque en verdad tampoco era mucho más), puede decirse que tan sólo lo relativo a la moneda mantiene el privilegio de ir saliendo efectivamente hacia delante.

La instauración del entramado institucional bancario goza de absoluta preminencia a la hora de la construcción europea, y la implantación de la moneda única resulta a la postre el único proyecto en torno al cual parece que pueda o deba nuclearse la creación de una Europa supranacional.

Como señalé anteriormente, ello se ha asumido con independencia de cualquier tipo de consideración profunda de los efectos devastadores que puede llevar consigo.

Tanto ha sido así, y con tanta celeridad se ha querido llevar acabo, por encima de hecho de las divergencias entre las diferentes economías, que, hoy día, el proyecto está francamente desfigurado.

Los efectos perversos, a los que más adelante me referiré, que provocaba lo establecido en Maastricht terminan por impedir que sus propias condiciones de llegada se puedan alcanzar. Eso es lo que lleva a Krugman a calificar el diseño como «una solemne tontería». Hasta el ex-ministro de Economía M. Boyer debió reconocer, después de «despertar de un sueño dogmático» según sus propias palabras, que «la moneda única es una trampa política de alto coste».

Merece una mención particular el reconocimiento legal de la autonomía de los bancos centrales, y la prevista instauración de una autoridad monetaria supranacional en el futuro, con el objetivo d disminuir la capacidad de maniobra de los gobiernos -expresión mucho más directa de la soberanía popular- y, al mismo tiempo, evitar que éstos tuvieran que asumir el alto coste político de renunciar explícitamente al objetivo de creación de empleo que implican las políticas deflacionistas asumidas.

La concepción nominal de la convergencia

Para la consecución del objetivo de moneda única es imprescindible que las diferentes economías tengas una mínima homologación, pues, en otro caso, el desequilibrio se hace permanente y, en lugar de servir para incrementar el volumen de comercio y la actividad económica con menor coste de transacción, termina convirtiéndose en un corsé que nunca podría llegar a impedir que las divergencias la hicieran saltar.

Esta idea llevó a diseñar, en los términos concretos que son bien conocidos y que no voy a señalar de nuevo aquí, los programas de convergencia que deberían ser asumidos y aplicados por los distintos gobiernos.

Lo que tan sólo me interesa destacar ahora es que la convergencia que aparentemente se deseaba alcanzar no era tal, sino tan sólo la coincidencia aproximada en ciertas variables que no son todas las que tienen que ver con las características estructurales de cada país, y que lógicamente son las que en un momento dado pueden poner en cuestión la utilidad o la propia existencia de una unidad monetaria.

Valga solamente un ejemplo sencillo. En condiciones de unión monetaria es fundamental que quede garantizado el movimiento de personas (además de mercancías y capitales). Supongamos que en un espacio nacional determinado se produce el cierre simultáneo de empresas y provocan allí una recesión económica. Puesto que ese país no puede intervenir por las vías tradicionales (tipo de cambio o tipos de interés, por ejemplo) para conseguir atraer de nuevo actividad económica, y puesto que ya ni tan siquiera podría aprovecharse sustancialmente de la deflación competitiva, porque se supone que los precios han tendido a aproximarse en la zona monetaria supranacional, resulta que la única forma de restaurar el equilibrio en la producción y el empleo, sería a través (como puede suceder por ejemplo en Estados Unidos) del desplazamiento de la mano de obra.

En la Unión Europea no sólo existe una restricción a la convergencia de esta naturaleza motivada, por ejemplo, por el idioma, lo que al fin y al cabo puede resolverse con el tiempo y la formación cultural más plural, sino que existiría una barrera quizá insuperable originada por algo tan real como los diferentes regímenes de oferta o acceso a la vivienda en los diferentes países.

Este ejemplo creo que puede servir para poner de manifiesto que proclamar que se desea alcanzar la unión monetaria sin que antes se hayan establecido las condiciones para la convergencia real de la economía y la sociedad, sin considerar también en primer plano los desniveles existentes en la estructura en donde verdaderamente se llevan a cabo los intercambios, termina por ser, sencillamente, una quimera tan irrealizable como sumamente perversa.

Puede adelantarse sin temor a errar en demasía que a través de los programas de convergencia ni se podrá llegar a la unión monetaria, en su sentido explícito y riguroso, ni se podrá conseguir algo muy diferente de un pseudo sistema monetario, a lo sumo, asentado sobre la base de anclajes en torno a las monedas más fuertes.

Cabe, pues, preguntarse cuál ha sido entonces el sentido y la pretensión de estos programas, al margen de su pura retórica.

En realidad, y descartando que algo tan trascendente sea el resultado de la «novatada» a la que se refiere Krugman, no han constituido más que la excusa para aplicar en los países europeos el tipo de ajuste neoliberal que era preciso para reconducir la distribución de las rentas claramente a favor, de nuevo, al beneficio. Esto es lo único que puede explicar su completa inoperancia como instrumentos efectivos de convergencia para la unión económica y monetaria, el incumplimiento de los plazos, la falta de credibilidad y, además, su absoluta falta de sintonía con las aspiraciones ciudadanas.

Pero, por último, los programas de convergencia han provocado un efecto que cabría denominar de perverso sobre la actividad económica si no fuese porque, en realidad, es lo que los denota como típico instrumento de la deflación competitiva arriba comentada.

Los programas de ajuste macroeconómico basados en la convergencia nominal ni comen, ni dejan comer: puesto que son deflacionarios, requieren un alto crecimiento para que la actividad no se paralice y eche por alto la consecución de los objetivos de convergencia, pero el intento de ajustarse a éstos es justamente lo que provoca la ralentización del crecimiento económico.

La renuncia a las políticas económicas discrecionales

Es una evidencia harto conocida que la utilización de políticas fiscales adecuadas es el medio más adecuado para llevar a cabo programas de redistribución de cierta envergadura y, además, de contribuir a mantener la estabilidad macroeconómica, especialmente necesaria, sobre todo, en épocas de oscilaciones permanentes en la actividad como la que provocan las políticas neoliberales en la actualidad.

Ya señalé arriba que, de hecho, los propios gobiernos de inspiración neoliberal han utilizado sin más remedio políticas de demanda para poder hacer frente con pragmatismo a estos problemas.

Sin embargo, la concepción macroeconómica que gobierna el proceso de integración europea renuncia explícitamente a disponer de instrumentos fiscales con esos propósitos.

Además, la autonomía de los bancos centrales, vinculada precisamente al privilegiado objetivo deflacionista, comporta de hecho una limitación de extraordinaria trascendencia para los propios parlamentos que, en casos extremos, podrían quedar limitados a hacer presupuestos generales sujetos a la restricción monetaria impuesta por el banco central.

Consustancialmente con ello, no sólo se repudia la política social como garante de bienestar colectivo, sino que se renuncia a su extraordinario alcance estabilizador. Pasan a ser, si acaso, un conjunto de decisiones de carácter cauterizador, solamente llamadas a paliar las heridas que deja abierta la gravosa aplicación de la política monetaria deflacionista.

Igualmente, y como resultado de la retórica dominante sobre el régimen más adecuado para garantizar los pagos relativos al comercio supranacional, el diseño neoliberal que se impone a Europa conlleva otra renuncia esencial: la referida a la utilización de los tipos de cambio como instrumento de política económica.

La realidad más elemental, y que en mi modesta opinión es indiscutida, es bastante simple: la realidad del comercio y de los intercambios entre las naciones que conforman la Unión Europea, así como sus características estructurales y el contexto internacional en el que se desenvuelven impide, de hecho, que pueda existir un sistema de tipos de cambios fijos, ni tan siquiera en los términos de fijación corregida prevista en Europa.

La mejor y definitiva constatación de esto último es lo que ha venido ocurriendo en los últimos treinta años. A pesar del avance del proceso integrador, en todos sus sentidos, a pesar de que las instituciones y las directivas comunitarias han atado cada vez más en corto a las diferentes economías y a las políticas de los Estados miembros, lo cierto es que las oscilaciones en los tipos de cambio son más grandes que nunca. En los ya viejos años sesenta, la llamada entonces «serpiente monetaria europea» admitía oscilaciones del 2,5 por cien arriba y abajo. Desde 1993, las monedas pueden moverse en el Sistema Monetario Europeo en la banda del 15 por cien, y algunas monedas, como la libra o la lira tuvieron que saltar, mientras que otras, como la peseta, tuvieron que ser devaluadas muy por encima de esos márgenes.

Aunque después volveré sobre ello, lo que aquí hay que destacar es que la macroeconomía del proceso de integración se

sustenta en un principio de fe absoluta en el automatismo y de renuncia a la maniobra macroeconómica de los diferentes estados. Pero sólo de manera retórica: la realidad muestra que terminan interviniendo, aunque de manera oscura, imparcial y desequilibrada, pues la inestabilidad económica es un hecho más tozudo que la fantasía sobre el mercado libre y los ajustes automáticos que proclaman los políticos y economistas neoliberales.

Las variables superfluas de la unión monetaria

Como acabo de señalar, la estrategia de la macroeconomía neoliberal se limita a ser un reduccionismo simplista, en virtud del cual se cree que el dominio restrictivo de las variables nominales vinculadas preferentemente al ámbito monetario tienden a proporcionar suficiente estabilidad y que ésta es el único prerequisito válido para incrementar la producción y, según se afirma, el empleo.

Ya he mencionado en qué medida este principio contrasta severamente con la realidad de las cosas y cómo termina siendo inoperante incluso para los restringidos propósitos estabilizadores que se proponen.

Pero es necesario añadir para terminar este breve repaso una consideración adicional sobre las implicaciones reales de todo ello sobre la economía real.

Al mismo tiempo que los políticos y economistas neoliberales se han desenvuelto con alegría manejando (verdaderamente de manera contradictoria a lo largo del tiempo, pero de ello no puedo ocuparme aquí) los cuadros macroeconómicos, han despreciado de manera así mismo evidente los efectos que todo ello provocaba sobre la riqueza efectiva y el tejido productivo.

La crónica del ajuste deflacionista tan empecinadamente impuesto coincide, como no podía ser de otra manera, con una pérdida de recursos reales, con una dilapidación de medios financieros y, literalmente hablando, con la desaparición de la base material de la agricultura y la industria.

Las políticas neoliberales han traído consigo una disminución sin precedentes en la base real de las economías, la única que puede proporcionar la riqueza y el empleo suficiente para satisfacer las necesidades de la mayoría de los ciudadanos.

La perspectiva de la unión monetaria no sólo ha sido utilizada como un metro que fuese de goma, para medir en cada momento la cantidad deseada, para justificar gracias a ella el ajuste distributivo, sino que además ha erigido la contención de las variables más deflacionistas en un fin en sí mismo, sin miramiento alguno de las consecuencias que ello provocaba en los sectores productivos y en el empleo.

Frente al paulatino deterioro de las variables reales, la Unión no ha hecho sino confirmarse simplemente en la estrategia paliativa, procurando aliviar (lógicamente siempre de manera insuficiente) con la delicada mano de la subsidiación el daño que el puño de hierro de la deflación venía provocando; y de hecho, no ha tenido empacho de reconocerlo así: «a pesar de la evolución macroeconómica favorable, el número de indigentes ha seguido aumentando en los diez últimos años en la mayor parte de los países de la Comunidad…se observa claramente que el número de personas que dependen de la asistencia social se ha incrementado desde el principio de la década de los setenta; este número se ha duplicado incluso en varios Estados miembros…No obstante (la ampliación del campo de cobertura social) la tendencia de fondo sigue siendo el aumento del número de indigentes».

La encrucijada europea de la economía española

Qué condicionantes para la política macroeconómica española se siguen de éste contexto?. Esta es, desde luego, la pregunta previa que es menester plantearse cuando se quiere dilucidar qué tipo de decisiones pueden contribuir a generar mayor bienestar para nuestros ciudadanos, que efectos tendrá la política macroeconómica vigente y por dónde puede discurrir otra alternativa.

Globalmente, nuestra economía y nuestra política económica hacen suyos los fenómenos y procesos que anteriormente he señalado, aunque su condición de menor desarrollo implica que aquí se manifiesten de manera más agudizada.

Las cuestiones que tienen que ver con la política macroeconómica que me parecen más destacables son las siguientes.

En primer lugar, la pérdida de impulso de la actividad económica real y la destrucción de tejido productivo. Puede hablarse verdaderamente de un auténtico desmantelamiento de los que habrían de haber sido, por el contrario, los auténticos motores de la producción y el empleo.

En segundo lugar, el especial y agravado efecto que tienen en nuestro país las estrategias de deslocalización competitiva llevadas a cabo por las grandes empresas al socaire de un mercado único en donde, ante la insuficiencia de las políticas reguladoras, se multiplican los procesos de desequilibrio y se incrementan las desigualdades territoriales y personales.

En tercer lugar, y teniendo en cuenta que los impactos que históricamente han tenido mayor trascendencia sobre nuestra han sido de carácter externo, resulta que la pérdida de capacidad de maniobra a la hora de elaborar la política económica la dejan singularmente desguarecida. Tanto es así, que a pesar de la fe de carbonero mostrada por el gobierno español en el proceso de convergencia no ha podido impedir, por ejemplo, acudir a devaluaciones, única forma por demás de hacer frente a desequilibrios que han sido, son y van a seguir siendo irremediablemente patentes en nuestra economía.

La contumaz intención de frenar el gasto público, en lugar de plantear consecuentemente su racionalización; la estricta observancia de las reglas del sistema monetaria europeo en momentos en que una mayor autonomía hubiera llevado a manejar los tipos de interés con mayor miramiento de la economía real; la perseverancia con que se mantiene que la inflación, en lugar de un adecuado tratamiento estructural, requiere medidas restrictivas de política monetaria, son ejemplos todos ellos de la ejemplar observancia del credo neoliberal predominante en la construcción europea pero que han impedido lograr que la economía española se homologue en bienestar, empleo y calidad de vida con los países europeos más adelantados. El esfuerzo deflacionista aplicado a una economía estructuralmente debilitada como la española sólo consigue, por el contrario, que ésta vaya a rastras de las potencias europeas sin estar lo suficientemente guarecida en cuanto a protección social, y cada vez más desarmada en términos de impulsos endógenos para el crecimiento económico.

Finalmente, y aunque es cierto que la Unión Europea constituye, de momento, una notable fuente de recursos para la economía española, su carácter principal de subsidio pone sobre el tapete, no sólo el problema de su posible continuidad en los niveles actuales, sino el efecto desincentivador que inevitablemente lleva consigo sobre la actividad económica. Y ésta es una circunstancia de gran importancia, pues debería resultar preocupante que el horizonte que se contemple no sea otro que el de la pasividad, la atonía productiva y el apocamiento a la hora de movilizar los recursos productivos que la subsidiación generalizada siempre lleva consigo.

En resumen, pues, los problemas principales que afectan a la economía española desde el punto de vista de las grandes decisiones de carácter macroeconómico se pueden resumir en dos: la incidencia especialmente negativa de la estrategia neoliberal en la capacidad de movilizar recursos productivos, por su condición estructural más debilitada, y la pérdida sustantiva de capacidad de maniobra que limita, o incluso puede llegar a impedir, la utilización de instrumentos absolutamente imprescindibles cuando la producción y el empleo en una economía deprimida se encuentran sometidos a impactos de carácter externo.

5. Lo que no tiene en cuenta la macroeconomía neoliberal

La primera característica de la ideología neoliberal es su autoconvencimiento de que nada es posible ni realizable fuera de los presupuestos que defienden sus partidarios. La lamentable época del pensamiento único ha tenido su reflejo también en la reflexión y la política económica: nada es eficaz más allá del mercado, los objetivos marcados son los categóricamente inamovibles y los instrumentos que se utilizan ineluctables.

Verdaderamente, la fuerza del neoliberalismo ha sido tal y su capacidad de segregar convencimiento y legitimación tan alta (gracias a la perfecta imbricación que las nuevas tecnologías han permitido de los capitales industriales y financieros con la cultura y la comunicación mercantilizadas) que apenas si se ha dejado resquicio a los discursos alternativos. Y cuando éstos se han pronunciado, aunque fueran de hecho extraordinariamente moderados, no han recibido más que la mirada displicente de quien los considera completamente ajenos al mundo real.

Pero ni tan siquiera esa enorme influencia del neoliberalismo ha podido impedir que queden al descubierto las contradicciones implícitas en su discurso y la debilidad con que se sustentan sus propuestas. Máxime, cuando las realidades sociales revelan cómo hacen aguas por demasiadas partes.

Es importante tener en cuenta estos resquicios de la macroeconomía neoliberal, los que reflejan que de ahí puede derivarse no solamente una grandísima pérdida de bienestar, sino también un permanente desequilibrio y una continua falta de operatividad de las políticas económicas.

Me referiré a los más importantes.

El primero de ellos es la insostenibilidad de las políticas deflacionarias. Aún en el supuesto de que pudieran mantenerse a lo largo del tiempo sin provocar una depresión generalizada, llevan consigo de manera inevitable un fenómeno de frustración colectiva. Y será muy difícil evitar (sólo seguramente a costa de debilitar la democracia y fortalecer en demasía los mecanismos de control ideológicos) que llegue a expresarse en un cuestionamiento radical de la renuncia continuada que comportan el desempleo y la pérdida de protección social.

En segundo lugar, que la combinación de libertad de movimientos de capital e hipertrofia de la circulación financiera constituye un cóctel imposible de digerir a la larga por instituciones reguladoras de lo monetario, cuya capacidad de intervención se debilita en términos relativos cada vez más acusadamente. En tales condiciones, la inestabilidad monetaria, con sus elementales efectos sobre la actividad productiva real, será el estado habitual que frustrará cualquier intento de estabilidad macroeconómica.

En tercer lugar, que tratar de combatir la inflación con medidas exclusivamente monetarias puede ser eficaz a corto plazo, y a costa, como he señalado, de la ralentización de la actividad productiva y del crecimiento económico, pero no dejará de ser un tratamiento y que no podrá impedir que antes o después se vuelva a desencadenar la presión al alza sobre los precios. Sucede sencillamente que la inflación suele ser principalmente el resultado de la pérdida de competencia en mercados que en las condiciones del capitalismo actual tienden a la imperfección, así como del conflicto social tendente a conquistar posiciones en la distribución de la renta. Ambas circunstancias provocan una tensión estructural en el régimen de fijación de precios que para ser tratada con eficacia a medio y largo plazo requiere actuar por vías que poco tienen que ver con el control de la masa monetaria.

En cuarto lugar, que incluso si se aceptara la bondad de actuar con preferencia desde el ámbito monetario, las condiciones actuales de los mercados de dinero impedirían poder operar con la necesaria precisión, como la experiencia vienen demostrando. La enorme volatilidad de los activos financieros, la rapidez de las operaciones, su versatilidad a la hora de transformarse en nuevas formas de débito financiero, su misma variedad que lleva incluso a tener que considerar definiciones del dinero cada vez más sutiles, hacen que la intervención reguladora en los mercados monetarios produzca efectos que son más bien resultados del azar de los mercados que de las previsiones de gestión efectuadas.

En quinto lugar, que la evidencia empírica demuestra que es literalmente imposible mantener al mismo tiempo libertad comercial, de movimientos de capital, políticas monetarias autónomas y tipos de cambio fijos. La realidad nos enseña que en condiciones de política monetaria autónoma los tipos de cambio tienden a saltar si no se controlan los movimientos de capital. Y cuando esto último empieza a ocurrir sólo se estará a un paso de plantear la restricción del comercio.

En sexto lugar, que el establecimiento de tipos de cambios fijos, con compromiso de su mantenimiento, ineludiblemente lleva consigo la especulación sobre las monedas comprometidas con las condiciones de fijación. Y, dada la abundancia actual de recursos financieros liberados para la especulación financiera, no puede esperarse otra cosa, en tales condiciones, que la inestabilidad y la crisis cambiaria recurrente.

En séptimo lugar, y en referencia particular al caso europeo, que aunque se pudiera conseguir una suficiente convergencia y un auténtico mercado único, sería imposible evitar que las diferentes economías quedaran excluidas de cualquier impacto de carácter exterior. Ante cualquiera de ellos, el sistema de cambios fijos, del que sería expresión suprema el régimen de moneda única, lo que hace no es sino sustituir la fluctuación del tipo de cambio como respuesta al impacto por cambios en el nivel de empleo. De esa manera, y puesto que la convergencia real de las economías ni tan siquiera se contempla, el resultado de la andadura desigual sería que unos países, los más débiles como España, tendrían que pagar permanente su debilidad en términos de mayor desempleo. Con independencia de otras consideraciones, es realista pensar que los gobiernos de las economías que permanentemente se vean afectadas de forma negativa renunciarán (o podrán renunciar) a dar respuesta a incrementos continuados del paro?.

En octavo lugar, que la contumacia con que se persigue reducir el endeudamiento y el déficit público, además de que no podrá evitar la aparición de déficits ocultos (derivados de la falta de previsión financiera o de la descapitalización) no puede llegar a provocar sino efectos perversos sobre el propio proceso de convergencia, puesto que la desactivación productiva que lleva consigo comportará menores ingresos fiscales e impulsos más débiles de los que son, si embargo, necesarios para impulsar la propia convergencia en condiciones generales de política deflacionaria.

En noveno lugar, que los elevados tipos de interés reales no son la consecuencia de la deuda y el déficit, sino más bien su prerequisito, el resultado, por el contrario, de la hipertrofia financiera (que encuentra en ellos buena remuneraciones) y de la voluntad política de mantener estrategias deflacionarias. Por lo tanto, y en la medida en que éstas se consideren un presupuesto de partida, los tipos reales tenderán a mantenerse al alza encareciendo la deuda y aumentando el déficit, esto es volviéndose contra la deseada convergencia.

En décimo lugar, que sea cual sea el diseño establecido de la política macroeconómica, a medio y largo plazo sólo se podrá disfrutar de una necesaria estabilidad y de los mínimos episodios de crisis si se consigue galvanizar adecuadamente la economía real, si se logra gobernar adecuadamente los incrementos de productividad. O dicho de otra manera, si se consigue poner en funcionamiento de manera efectiva y permanente las actividades económicas reales que crean empleo generando bienes y servicios productivos. En otras condiciones, sea cual fuere la estrategia pergueñada, no podrá evitarse que las estructuras económicas también se deserticen y depauperen, que las economías sufran un progresivo agotamiento.

Ni más ni menos que lo que viene sucediendo.

SEGUNDA PARTE: PENSAR DE OTRA FORMA, CONSTRUIR UN MUNDO MAS SALUDABLE

6. Políticas alternativas: las inevitables restricciones.

Las decisiones económicas que toman los gobiernos son de muy distinta naturaleza. Unas veces se adoptan sobre parcelas muy restringidas de la actividad económica, pero de notable trascendencia; otras afectan a gran número de personas, lo que dificulta su instrumentación, aplicación y seguimiento. Unas requieren laboriosos trámites parlamentarios, otras un complejo análisis técnico para evitar efectos perversos. No siempre, además, las medidas de política económica que afectan a la actividad se adoptan desde los mismos niveles de gobierno, o dicho de otra forma, puede ser que desde cada uno de ellos se actúe de manera contradictoria, anulando unas medidas a otras.

Todo esto quiere decir que es preciso que las decisiones que en conjunto conforman lo que conocemos como política económica respondan a un diseño previo y homogéneo, en donde esté bien delimitado cuál es el alcance que se pretende dar a cada una de ellas, los objetivos que persiguen, la naturaleza de los medios más adecuados para alcanzarlos, etc.

En definitiva, e incluso en la sociedad más liberal, es siempre preciso una cierta regulación macroeconómica, es decir una intervención sistemática sobre todas las circunstancias que globalmente influyen sobre los principales problemas económicos que se desea resolver.

Igualmente, eso quiere decir también que las decisiones de política económica no pueden ser el resultado de un designio caprichoso. Hoy día sabemos ya con precisión que determinadas actuaciones llevan consigo determinado tipo de efectos o que medidas de una determinada naturaleza originan cambios en uno u otro sentido.

Por lo tanto, no sólo es necesario tener un diseño previo, sino que éste debe ser, a su vez, viable, rigurosamente realizable. La escasez a la que sin duda nos enfrentamos, o los límites energéticos, los poderes diferentes que vienen dados por una específica definición del haz de derechos de los que pueden disfrutar los diferentes agentes, por ejemplo, no siempre permiten que cualquier medida, de cualquier modo formulada, sea viable.

También sabemos que la actividad económica está sujeta a algunas leyes, aunque no siempre podamos tener perfecta constancia de cuáles son, y con qué expresión vamos a encontrarlas en un determinado momento histórico.

Conocemos, igualmente, que de los distintos instrumentos de intervención que pueden utilizarse para hacer efectivas las diversas decisiones de política económica se derivan efectos muy distintos. Pero quizá no tengamos plena seguridad sobre cuál va a ser su diferente magnitud. Es decir, que será necesario evaluar previamente cada uno de ellos y optar de manera discrecional, en virtud de los objetivos que preferentemente deseemos alcanzar.

En otras ocasiones, quizá ni tan siquiera se pueda saber a ciencia cierta qué efectos provocarán las decisiones.

En definitiva, pues, cuando se plantea un diseño determinado de la política económica es preciso disponer de un análisis previo lo más riguroso posible sobre el «marco global» en el que se insertan las decisiones. La improvisación o la falta de fundamento serán siempre errores que terminarían pagándose caros por la sociedad.

Esto justifica por sí solo que en estas páginas me limite a proponer algunas ideas directrices, sobre las cuales, y de manera mucho más rigurosa y singularizada, habrá que volver en el futuro.

Ahora bien, además de las determinantes analíticas a las que hecho sucinta referencia arriba, y de las que trataré de ocuparme más abajo, hay un asunto previo que me parece preciso abordar aunque, significativamente, no suele ser objeto preferente de consideración en los análisis ortodoxos o convencionales.

La macroeconomía y la democracia

He adelantado que las decisiones de política económica que se adopten deben ser consecuentes con los objetivos formulados y, además, viables y adecuadas.

Ahora bien cómo se definen los objetivos que va a perseguir la política económica?.

Aunque me ocuparé en el siguiente epígrafe del asunto de la definición de los objetivos, debe ahora quedar claro que su establecimiento, que al fin y al cabo es lo que determina los instrumentos que deben luego aplicarse y el tenor concreto de las medidas distintas de política económica que se adoptan, no pueden ser más que el resultado de una preferencia social.

En los manuales convencionales más al uso se definen siempre los objetivos que persigue la política macroeconómica.

Se suele coincidir señalando que éstos son: producción (elevado nivel, rápida tasa de crecimiento), empleo (lograr elevar el nivel de empleo o bajar el nivel de desempleo involuntario), estabilidad del nivel de precios con libertad de mercados, equilibrio exterior (equilibrio entre las exportaciones y las importaciones y estabilidad del tipo de cambio).

Por qué estos y no otros?, qué prioridad se establece y por qué cuando uno de ellos pueda conseguirse sólo limitando la consecución de otro?, quién es el agente o la institución que debe o puede dar respuesta a estas preguntas?.

Cualquiera que hojee un libro de macroeconomía convencional, o simplemente una introducción ortodoxa a la economía, podrá comprobar que los objetivos descritos de tal forma se consideran como algo intrínseco a la propia macroeconomía y, en consecuencia, indiscutibles. Se presentan como algo tan elemental y lógico que no parece que tengan que ser puestos en cuestión.

El asunto sin embargo, tiene bastante trascendencia.

Los objetivos de la política económica nunca son el resultado de una decisión neutral, sino el resultado de que algún agente o colectivo social ha estado en condiciones de establecer con prioridad una determinada preferencia que le es genuinamente propia.

Piénsese, por ejemplo, en un caso paradigmático.

Por qué la equidad, la justicia en la distribución de la renta, no se considera un objetivo esencial de la macroeconomía?.

En puridad, no puede argumentarse su dificultad a la hora de conseguirla por los medios que están a nuestro alcance, puesto que la realidad muestra, precisamente que la pauta distributiva se está modificando permanentemente, en un sentido u otro, como consecuencia del funcionamiento de los mercados o de la intervención de los gobiernos. Sabemos, por ejemplo que determinadas figuras impositivas son más igualitarias que otras, o que todo lo que afecte, en un sentido o en otro, a los salarios monetarios influye también de una manera u otra en la distribución de los ingresos.

Tampoco hay razones rigurosamente fundadas para sostener que avanzar hacia soluciones más equitativas implique mayor dificultad para lograr la consecución de los demás objetivos que se fijan convencionalmente, salvo que lo que se desee efectivamente sea distribuir asimétricamente a favor del beneficio.

La respuesta entonces a esas preguntas no puede ser otra que considerar que la exclusión de la equidad como objetivo de la macroeconomía es el resultado de una determinada opción. Y que ha sido adoptada sólo en virtud de que quienes la sustentan han estado en condiciones de imponer su preferencia particular, o de establecerla como si fuera una preferencia «general».

La actividad económica no es más que una lucha permanente por el reparto. No cabe pensar que nadie sea indiferente a cuál sea el resultado del reparto. Y puesto que cada agente económico tiene un interés en ello, tiene también una estrategia y una preferencia sobre el resultado distributivo que pueda alcanzarse.

En sentido riguroso, como decían ya los primeros economistas clásicos, ese es el asunto esencial de la economía.

Es cierto que a los economistas no les interesa, en el sentido de que no es el objeto de su estudio, cómo se forman las preferencias en la sociedad, cómo puede un determinado grupo social conseguir que su preferencia aparezca como mayoritaria para imponerla a los demás.

Pero eso no quiere decir, sin embargo, que la economía, y especialmente la política económica, sean independientes de ello.

La actividad económica es una dimensión singular de las estrategias humanas de cara a hacer frente a la necesidad (y ésta no es sólo la de tener, sino también la de ser o relacionarse) y, en consecuencia, se subordina a esa estrategia general.

Esto quiere decir que a la política económica los objetivos le vienen dados por las preferencias sociales, no son definidos con independencia de ellas.

Por consiguiente, cualquier planteamiento sobre política económica debería partir de hacer referencia a las condiciones en que se establecen esas preferencias.

O dicho de otra manera; puesto que el diseño de toda política económica nace de la definición de unos objetivos que responden a unas determinadas preferencias, es justo que la sociedad resuelva previamente la fórmula que permita que los objetivos se definan de manera que sean un fiel reflejo de los mayoritaria y efectivamente deseados.

Nuestra sociedad vive en una lamentable esquizofrenia. Basada en el reconocimiento de que la democracia es la única mecánica que permite salvaguardar la libertad de los individuos, deja de utilizarse cuando se trata, sin embargo, de abordar el problema fundamental de los seres humanos: a saber, la satisfacción incluso más elemental de sus necesidades materiales.

No puede haber, pues, una política económica orientada al bienestar general si sus definiciones más esenciales no respetan el deseo mayoritario de los ciudadanos. No puede haber política económica que satisfaga preferentemente las necesidades de la mayoría de la población si no hay una auténtica democracia.

Se podría argumentar que determinado tipo de relaciones económicas no dependen de la voluntad ciudadana, lo que impide que su determinación sea democrática.

Pero este es un tipo de argumentación que responde a una definición circular de lo que debe considerarse como opción de política económica. Se definen unos determinados objetivos que de suyo implican un tipo específico de relaciones y, en consecuencia, no pueden admitirse variantes puesto que se salen de los objetivos predeterminados: es deseable una economía de mercado, los capitales fluyen libremente, luego no puede admitirse que los capitales no fluyan libremente porque dejaría de darses, entonces, una economía de mercado.

Los economistas ortodoxos olvidan con demasiada facilidad que están hablando de la elaboración o puesta en práctica de estrategias sociales, no de la contemplación de fenómenos naturales que queden fuera del control de los demás seres humanos y que sólo aquellos pueden llegar a conocer y darle respuesta. Por eso asumen con generalizada frecuencia que las hipótesis de partida son inamovibles.

Por el contrario, afirmar que puede haber formulaciones alternativas, de cualquier tipo que éstas sean, es el resultado lógico y más realista de admitir que pueden variar las preferencias sociales, como de hecho han ido cambiando a lo largo de la historia, que quiérase o no, está todavía inacabada.

Sintomáticamente, el ascenso de las políticas neoliberales ha ido acompañado de un debilitamiento de la democracia. No necesariamente entendida ésta como mecánica para la representación social (que puede haberse extendido), sino como procedimiento para el planteamiento de los problemas sociales y para la resolución de los conflictos que naturalmente conlleva. Así, se ha multiplicado la influencia de los organismos o fuentes de decisión que se sitúan fuera o más allá de los institutos sometidos habitualmente al control democrático (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, bancos centrales autónomos…), en donde la decisión no está sujeta a procedimientos institucionales democráticamente preestablecidos (G-5), o, sencillamente, bloqueando el propio desarrollo institucional que podría servir de contrapeso a las decisiones ejecutivas (Parlamento frente a Comisión europeos).

Este debilitamiento de la democracia ha ido acompañado de una creciente capacidad de intervención ideológica y de la conformación de un sistema de valores que lo han hecho posible y han permitido la asunción del propio discurso neoliberal por sectores sociales de elevado peso específico en el sistema de representación social. Sin necesidad de beneficiarlos específicamente, la política neoliberal ha tenido la capacidad de gratificarlos virtualmente gracias al sistema de referencias morales creadas, sobre todo, en torno a una pauta social de consumo que permite que los individuos identifiquen preferentemente la satisfacción con la aspiración y la expectativa.

En consecuencia, entiendo que el requisito previo para hacer viable una alternativa de izquierda a la política económica neoliberal es precisamente «la democratización de la democracia», en palabras de A. Guiddens, que permita entonces plantear órdenes de objetivos diferentes y sostener las decisiones en las preferencias que se hayan revelado efectivamente mayoritarias a través de experiencias de «democracia dialogante», también en expresión del mismo autor, y no sólo como resultado de sortear con habilidad la mecánica representativa.

El contexto internacional: globalización y poder supranacional

Una segunda restricción condiciona de manera fundamental la posibilidad de aplicar políticas alternativas y, de hecho, estará determinando cualesquiera de los planteamientos a los que voy a rferirme más abajo. Me refiero al marco y a las circunstancias internacionales en el que se inserta cualquier economía y de las que dependen en una buena medida las decisiones de política económica que allí se adopten.

Al menos hay que tener en cuenta cuatro fenómenos que hoy día constituyen restricciones de primer orden a la hora de poner en práctica políticas encaminadas a fortalecer principalmente intereses nacionales y, a su vez, de los más desfavorecidos.

El primero de ellos es que nuestra época se caracteriza por un extraordinario grado de interrelación entre las economías y las sociedades. Como suele ser decirse, vivimos en un mundo globalizado, en donde lo que sucede o se realiza en un lugar concreto condiciona y está condicionado por lo que sucede en el resto del planeta.

Bien es cierto que la mundialización no se da cuando se trata hacer frente a las necesidades humanas, de garantizar una pauta de satisfacción generalizada, sino que se limita más bien a expresarse como la constitución de un mismo territorio para el capital. Pero, con independencia de ello, lo cierto es que hoy día el régimen de intercambios se desenvuelve sin entender de fronteras; lo que implica una dificultad, que puede llegar a ser absoluta, a la hora de incidir en él desde un ámbito espacial concreto y singularizado.

Los movimientos planetarios de capital, el comercio internacional de mercancías y servicios, incluso la propia circulación de personas, el marco exterior como referencia y condicionante permanente de la eficacia interna, el entramado institucional de caracter supranacional cada vez más amplio, por no hablar de la omnipresencia de las empresas multinacionales, son realidades que no se pueden soslayar cuando se diseña una política económica nacional, porque los resultados que ésta pueda alcanzar dependerá siempre de todos ellos.

Un segundo fenómeno, muy vinculado al anterior, es la consolidación de procesos de integración regional que termina por absorber una buena dosis de soberanía, especialmente en el campo de la política económica, lo que provoca, cuando se está integrado en ellos, que la capacidad de maniobra que pueden llegar a tener las políticas nacionales sea a veces extraordinariamente reducida.

Un tercer factor a considerar es que la internacionalización no se produce en condiciones de simetría y poder repartido, sino, por el contrario, bajo estructuras imperialistas asociadas a una enorme dependencia comercial, tecnológica, cultural o sencillamente militar, de tal forma que cualquier política económica nacional no sólo debe pasar el test nacional y someterse además a un juego complicado de equilibrios a nivel internacional, sino, lo que es peor, también a la posibilidad de que llegue a cuestionar el orden en el que se resuelve el conflicto de intereses a nivel mundial; situación que suele provocar respuestas que van más allá del simple ajuste económico.

Sucede, por último, que nuestra época, quizá como cualquier otra pero ahora de forma mucho más agudizada, se caracteriza porque el poder que permite aplicar o neutralizar las decisiones sociales es internacional.

Desde mi punto de vista, cuando se comprueba hasta qué punto el planeta se deteriora como consecuencia de la pervivencia del orden socio-económico en el que vivimos, cuando se constata el sufrimiento y la insatisfacción crecientes que padece la mayor parte de los seres humanos y cuando además es claramente comprobable que todo ello convive con el despilfarro y la opulencia, la necesidad de replantear el modelo de crecimiento global y hacer frente a los núcleos de poder que lo sostienen constituye un auténtico imperativo ético; que habrá que asumir antes de que sea demasiado tarde y si es que se quiere evitar una conmoción de aspectos y consecuencias inimaginables.

Pero además de ser un puro imperativo moral, la transformación hacia el bienestar y la sostenibilidad del actual orden internacional resulta una condición inexcusable para avanzar, no ya en políticas radicales (que en mi opinión son igualmente tan deseables como necesarias), sino incluso para tratar de galvanizar mínimamente la actividad productiva en las naciones, para evitar la destruccción masiva de empleos o, sencillamente, para frenar una dinámica depresiva y de inestabilidad permanente a la que es imposible que ni las economías capitalistas más liberalizadas puedan acostumbrarse sin trauma.

En consecuencia, hay que reconocer que para que pueda llegar a ser posible cualquier política alternativa al neoliberalismo, y me temo que incluso en sus versiones más edulcoradas, es necesario haber forzado un marco diferente de relaciones internacionales que permita la efectiva protección de los espacios y las economías más débiles, una regulación global orientada a re-nacionalizar los flujos financieros y el establecimiento de una autoridad mundial para el comercio internacional que reconduzca el gravísimo proceso de empobrecimiento que ha sido causado a la mayoría de las naciones del planeta.

Sin embargo, la necesidad de ese horizonte de cambios en el contexto internacional no debe contemplarse como una hipoteca definitiva para la ejecución de políticas económicas de izquierda a nivel nacional. Todo lo contrario. Entre esas dos dimensiones existe una dialéctica esencial de la cual depende el ritmo de los cambios sociales en nuestro mundo. Porque si bien el actual estado de fuerzas mundial puede con razón considerarse como un potentísimo corsé de la política nacional, no es menos cierto que sólo haciendo real por necesaria a ésta última se podrán poner en movimiento las mutaciones imprescindibles en el orden internacional.

7. Los objetivos de una política económica democrática

Una de las connotaciones más significativas de la política neoliberal ha sido la definición de los objetivos e instrumentos de política económica sin hacer referencia expresa a las condiciones de la economía real, a los costes o beneficios sociales o productivos que originan, de manera cierta o previamente estimada. Se trata, pues, de un planteamiento puramente nominal de la política económica, gracias al cual se ha podido diluir la naturaleza real de las políticas neoliberales y disociar su formulación retórica de los efectos que provoca en la realidad social.

Los gobiernos de inspiración neoliberal articulan la política macroeconómica, y en general el conjunto de sus decisiones políticas de trascendencia económica, como si fuese posible transformar las condiciones reales actuando tan sólo en escenarios que no lo son, creando así una auténtica realidad virtual en donde se pretende que se hagan efectivas las políticas económicas. Se gobierna para los mercados, como si éstos fueran seres de carne y hueso que reaccionan con la alegría o el dolor del maestro que vigila la tarea que deben realizar sus pupilos.

Lo cierto es, sin embargo, que detrás de ese nominalismo se esconde una pérdida tremenda de bienestar social, una auténtica andanada contra las rentas salariales y los derechos sociales, pues al socaire de una expectativa que no es más que una obsesión inconquistable, lo que se persigue es el sacrificio y la renuncia a la satisfacción de las clases menos favorecidas.

En consecuencia, es una tarea primordial conseguir que se haga explícito el objetivo mediato de las políticas económicas, lo que sólo puede conseguirse a través de una doble estrategia: repudiando con contundencia democrática las políticas que lleven consigo el empeoramiento en las condiciones de vida, y reclamando que la política económica recobre el norte de las condiciones reales en que se desenvuelve actualmente el bienestar ciudadano.

Esto último requiere establecer objetivos finales de la actividad económica que se traduzcan de manera efectiva en un mayor bienestar, determinar su expresión inmediata que se corresponda con cada coyuntura, y fijar los instrumentos que pueden permitir acercarse a ellos evaluando sus posibilidades, alcance y limitaciones.

Un necesario «triángulo mágico»: empleo, igualdad y sostenibilidad

En mi opinión, los tres grandes objetivos a los que debe plegarse en cualquier caso la acción gubernamental deberían ser los siguientes. En primer lugar, la creación de empleo, pues no de otra forma se garantiza que los ciudadanos dispongan de los ingresos que le garantizan una vida digna. En segundo lugar, la consecución de una distribución de las rentas más igualitaria, puesto que del incremento de la desigualdad se sigue no sólo mayor malestar, sino también la menor eficiencia derivada del despilfarro que supone la pobreza y la marginación en un mundo con recursos suficientes para erradicarlas. Finalmente, la sostenibilidad medioambiental ya que, siendo éste un requisito imprecindible en todo sistema cerrado, su incumplimiento por un modelo de crecimiento dilapidador ha llevado a una situación cercana a los límites de admisibilidad.

Naturalmente, la asunción de estos objetivos comportan problemas serios si es que no se desea limitarse a reproducir postulados meramente nominalistas y abstractos. Es preciso avanzar en la definición concreta de cada uno de ellos y abordar cuestiones como la naturaleza de los requisitos de sostenibilidad que deben ser adoptados, el análisis de las condiciones y mecanismos necesarios para llevar a cabo la evaluación de los impactos de las medidas que pretenden alcanzarlos; por ejemplo, para poder determinar el efecto sobre la desigualdad de una política económica concreta, o cuándo se aumenta o disminuye la igualdad interpersonal. Y, de manera primordial, avanzar en el diseño de magnitudes, índices y criterios relativos a las connotaciones cualitativas del bienestar, o simplemente que permitan cuantificar los fenómenos económicos reales con más precisión de la que hace gala la economía convencional.

Puesto que, además, se trata de objetivos mediatos, es decir que se pueden lograr en la medida en que se articulen decisiones más concretas que los respeten, es necesario también singularizar sus expresiones más cercanas, en cada coyuntura concreta.

En relación con el empleo creo que se deben tener en cuenta tres grandes cuestiones: productividad, crecimiento y naturaleza del trabajo en las sociedades que deseen avanzar hacia el pleno empleo en sociedades desarrolladas.

En las economías capitalistas, el control de las condiciones en que pueden lograrse incrementos en la productividad se convierte en una piedra de toque esencial para la consecución del beneficio. En las condiciones actuales, quienes están en condiciones de ejercer dicho control pueden desenvolverse con mucha mayor facilidad en los mercados y, en particular, ubicarse geográficamente con mucha mayor ventaja. Puesto que esa capacidad no está al alcance de todos los agentes y empresas, sino que se reparte muy asimétricamente, ha provocado y hecho necesaria la generalización de estrategias de relocalización que llevan consigo la desindustrialización selectiva que provoca regueros ingentes de desempleo y empobrecimiento allí donde se produce. Sin embargo, este proceso no sólo es indeseable por sus consecuencias sobre el bienestar y la actividad económica, sino que sería incluso innecesario si la estrategia predominante no consistiera preferentemente en la salvaguarda de los conglomerados industriales cuya dimensión y estructura les lleva inevitablemente a situarse en niveles de beneficios extraordinarios. De esa forma, se produce uno de los efectos perversos más típicos de nuestras economías: mientras que se fortalecen esas estrategias conducentes a multiplicar la oferta, se detriora la demanda, lo que provoca de manera inevitable la sobreproducción y la saturación de los mercados y la crisis permanente, a la que sólo se puede hacer frente en un proceso de expansión ininterrumpida que sólo conlleva un agravamiento del mismo problema.

Pero el grado de insatisfacción existente hoy día en el planeta, e incluso en el seno de los países más desarrollados, permitiría realmente que se llevara a cabo un uso más intensivo (y respetuoso con el medio ambiente) de los recursos, por lo que no sólo no tendría que disminuir la oferta global, sino que incluso requeriría impulsos más potentes.

Para ello sería necesario regular de manera efectiva el régimen de competencia imperfecta que imponen las empresas multinacionales, para erradicar el sistema generalizado de recursos dilapidados y mantener niveles de rentabilidad en las franjas no oligopolizadas, generadoras de más empleo y respetuosas con el principio de sostenibilidad.

La evaluación más conservadora de la balanza actual entre necesidades y recursos potencialmente utilizables lleva a considerar plenamente factible la potenciación de las actividades productivas intensivas en mano de obra sin que de ello se derive un perjuicio insalvable incluso para los intercambios que se realizan desde la óptica capitalista.

Naturalmente, eso sólo podría suceder si, al mismo tiempo, la regulación macroeconómica actúa fundamentalmente para generar impulsos a la actividad económica, en lugar de frenarla como actualmente sucede.

Por lo tanto, en las condiciones de recursos inutilizados, de desempleo y depresión de la demanda, no sólo es deseable, sino que constituiría la estrategia más adecuada, el impulso de políticas de carácter expansivo, siempre que no se conciban sencillamente como una imagen vicaria de las políticas conservadoras y que se sujeten al principio de sostenibilidad: es decir, que no se limiten a lograr la expansión expresada a través de variables nominales y ajenas a la dimensión cualitativa del crecimiento económioc, sino que consistan en la dinamización de las nuevas actividades productivas que encajan en el triángulo empleo-igualdad-sostenibilidad.

Para que ello sea posible, es necesario que se realice una comprensión radicalmente distinta de la productividad. No debe tratarse, linealmente, de plantear si se limita o si se favorece su crecimiento. Hoy día, la productividad viene determinada principalmente por la aplicación de tecnologías de la información y ésta última se caracteriza porque se incorpora de manera transversal en el sistema productivo. Eso quiere decir que la productividad no se alcanza de manera homogénea en el sistema y que su dinámica tiene efectos muy diversos en las diferentes actividades económicas.

Se soslaya con demasiada frecuencia que los niveles de productividad alcanzados o alcanzables no son ineluctables sino auqellos que han sido deseados. De hecho, hoy día (como siempre, aunque en mayor medida que en otras épocas pues nunca se tuvo tecnología con tanta capacidad para intervenir sobre la propia tecnología) en nuestra economía se «gobierna» la productividad, pero sucede que eso se realiza en función, exclusivamente, de aumentar el nivel de beneficio.

Debe tratarse, pues, de reconducir el uso realizable de la tecnología para que los niveles de productividad alcanzables, en cada actividad o en cada momento, sean los preferidos, por contribuir de mejor manera al bienestar general, por la sociedad en su conjunto.

Puesto que la actividad económica y el nivel de empleo de los que depende el bienestar social estarán siempre determinados por la productividad, si se quiere que se modifique la actual pauta desigual de satisfacción social será necesario poner sobre el tapete la cuestión de los usos sociales de la tecnología, reconociendo definitivamente que el progreso técnico es un abstracto cuyas expresiones concretas también hay que hacerlas depender de las preferencias ciudadanas.

En relación con el empleo es también necesario plantearse adicionalmente que, pese a todo, la disponibilidad (que no tiene que ser, sin embargo, apresurada) de una base tecnológica más avanzada permite ahorros de tiempo de trabajo, prácticamente en cualquier actividad productiva. Esto implica que mantener el objetivo de pleno empleo requiere «reinventar» el propio concepto de trabajo, o quizá más concretamente, el de puesto de trabajo, aunque esto último nunca puede llevar a hipotecar el principio de que el empleo debe ser la fuente del ingreso suficiente. Los empleos vinculados a llamada producción ecológica, a unidades productivas pequeñas y descentralizadas, a los contextos comunicativos entre productores y consumidores, y con preponderancia de la actividad humana o incluso artesanal, los relacionados con relaciones económicas exógenas al intercambio puramente mercantil y orientados más bien hacia la producción de valores de uso, entre otros, tendrán que ser objeto de un nuevo tipo de estrategias de empleo cuando la técnica (a la que no tiene sentido renunciar) permite un régimen de producción de los valores de cambio con menos presencia del trabajo.

Aunque es conocida la dificultad inherente a definir como objetivo global de la política económica a la igualdad hay un principio que me parece esencial: debe conseguirse desde allí donde se inician los procesos que dan lugar a la desigualdad, mejor que a través de mecanismos compensadores o simplemente re-distributivos.

Con esta idea, creo que es posible (y desde luego necesario) avanzar en el sentido de determinar las condiciones que, generadoras precisamente de desigualdad, deben ser en cualquier caso sorteadas.

Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de evitar con el mayor rigor el poder de mercado que origina la quiebra de la competencia que resulta ser habitual en economías oligopolizadas. Tiendo a pensar que los discursos progresistas (en donde tampoco es difícil encontrar buenas dosis de convencionalismo esterilizante) han reaccionado muy mecánicamente en relación con el problema de la competencia. Aunque tengo el convencimiento de que, en cualquier caso, no puede tratarse de reivindicar el marco idealizado e irrealizable que proclama la economía ortodoxa, entiendo, sin embargo, que debería considerarse un planteamiento alternativo que entendiera el marco de competencia como la expresión de un régimen general en donde se garantizara y defendiera el intercambio en condiciones del más alto grado posible de simetría, como expresión de la difuminación de los poderes privilegiados de actuación que hoy día predominan en los mercados.

Finalmente, también el objetivo global de sostenibilidad debe ser matizado y concretado, entiendo que sobre todo en la línea de lo que podríamos llamar el principio de «limpiar, para producir y consumir con limpieza»; esto es, procurando de forma prioritaria la eliminación de los costes sociales actualmente soportados y la generación de los beneficios que llevaría consigo un régimen de producción respetuoso con el medio ambiente y una pauta general de consumo no despilfarrador.

Los instrumentos, o más claramente, el reto de un nuevo reparto

Naturalmente, la consecución de objetivos generales como los que he señalado o de sus expresiones más concretas, requiere disponer de instrumentos adecuados que, además, se utilicen de manera que no desencadenen una desestabilización más profunda que la que ahora provoca el desaguisado de la macroeconomía neoliberal.

Habría, pues, que maniobrar en cuatro campos específicos.

– Políticas de recursos financieros

Es evidente que no puede abordarse la regulación macroeconómica en el sentido que propongo si no hay capacidad de financiar la dinamización de la actividad productiva que constituye el punto de partida de cualquier política alternativa.

En las condiciones actuales, la estructuración de los sistema financieros responde a una lógica en gran medida divorciada de la que, aparentemente, es su función, la de servir para la movilización de los recursos desde la circulación monetaria a la real. En lugar de ello, constituyen auténticos enquistamientos en el universo de lo monetario y su vinculación con la actividad industrial, agraria o productiva es más bien de carácter patrimonial. El grado de privilegio y poder del que disfruta la banca, su inveterada propensión a la mayor ganancia con el menor riesgo y su tendencia inmiscuir su poder en todos los resquicios sociales constituyen hoy día la rémora más pesada que debe soportar la actividad productiva y la creación de riqueza.

A fuer de ser realistas, no cabe pensar sino que cualquier política (y ahora no estoy pensando necesariamente en opciones radicales) que quiera hacer frente al deterioro inconmensurable que provoca el privilegio que el neoliberalismo ha concedido a lo financiero, deberá plantear una reconsideración del papel y función de la banca y del conjunto de los intermediarios financieros.

Hay que pensar no sólo en términos de régimen de propiedad, sino también en los modos posibles y necesarios de regulación y control, y que no tienen por qué considerarse irrealizables toda vez que existen experiencias de este tipo en casos en los que la proyección contradictoria de las políticas neoliberales ha generado situaciones de emergencia o inestabilidad profunda.

Algo muy parecido hay que establecer, en general, con los movimientos de capital.

Ya señalé más arriba hasta qué punto es incompatible el régimen de plena libertad con la estabilidad que se reclama para los mercados. Pero, además de ello, hay que tener en cuenta que se trata de un fenómeno que en nuestras economías repercute de una forma absolutamente determinante como freno a la actividad y estímulo de la especulación y el endeudamiento.

También en este caso autoridades neoliberales han llegado a establecer controles mostrando con ello que no se trata tampoco de una medida irrealizable, no siempre condenable; aunque es cierto, desde luego, que su efectividad es más escasa en la medida en que no responda a una estrategia general en el conjunto de los mercados.

La situación en que se desenvuelven actualmente las operaciones especulativas a las que principalmente se orientan los movimientos de capitales, sin estar sujetas a tributación alguna en la mayoría de los casos, indican también hasta qué punto el sistema es tan respetuoso con la ganancia como indiferente a la creación efectiva de riqueza. Y, justamente por ello, es necesario su control, así como el establecimiento de regímenes fiscales que desincentiven la especulación en favor del uso racional de los recursos.

Las actuaciones en el ámbito de los recursos financieros no pueden ser tampoco ajenas a la intervención sobre el gasto público, los ingresos públicos y los déficits. Lejos de lo que no puede calificarse sino como la demagogia predominante, que demoniza el gasto y además rehuye plantear la realidad del paro, del fraude y la evasión fiscales, un economista ortodoxo como R. Dornsbush afirma que «no es tan urgente el equilibrar las cuentas como recuperar la productividad del trabajo y la confianza de los consumidores».

Es preciso reafirmar que no hay razones ineluctables que obliguen a renunciar al impulso de la actividad a través del gasto cuando la economía se encuentra lejos de la plena utilización de los recursos, como igualmente hay que comprender que mayor problema que el déficit es su encarecimiento provocado por la política monetaria restrictiva y deflacionista.

Sin embargo, esto tampoco debe entenderse de ninguna manera en el sentido de que no sean precisas políticas específicas de racionalización del gasto, e incluso de su disminución allí donde no se contribuya a lograr los objetivos establecidos.

Incluso, como ya apunté más arriba, debe considerarse que las políticas de demanda que no estén vinculadas a propuestas muy eficaces de cambios en la estructura de la oferta pueden llevar directamente al fracaso, tal y como sucedió en varias experiencias socialdemócratas.

– Políticas de reparto

En este ámbito habría que analizar y diseñar de manera singular todo un conjunto de actuaciones encaminadas, como he señalado antes, a lograr mayor igualdad y que creo deben operar principalmente a través de intevenciones sobre la oferta.

Me parece que los instrumentos más significativos en este caso son los relativos a las políticas de ingresos públicos, de reparto de trabajo, de política salarial y mercado laborales, y en general todas las que tengan una incidencia específica sobre el empleo, toda vez que éste puede ser considerado como el principal instrumento para lograr, si bien sea como estrategia de mínimos, reducir la desigualdad.

– Políticas de transformación estructural

Me refiero aquí a las políticas industriales, agrarias y en general a todas aquellas que, como las anteriores, requieren un tratamiento específico y que inciden sobre las condiciones generales en que se desenvuelve el régimen de intercambios. Procurarían tanto el logro de los objetivos apuntados, como evitar la aparición de desajustes que incidan luego sobre el equilibrio macroeconómico.

– Políticas de estricta gestión macroeconómica

Me refiero en este caso a todas aquellas medidas que deben ir destinadas a procurar que la búsqueda de los objetivos finales o intermedios no desencadene efectos perversos sobre el conjunto de la actividad económica.

Se trata de algo que puede ya haberse deducido que es esencial, a pesar de que los gobiernos de inspiración neoliberal renuncian a ello cada vez en mayor medida: la necesaria capacidad de maniobra para hacer frente a los impactos que una economía siempre sufre, principalmente, desde su exterior; aunque también, como consecuencia de fenómenos inadvertidos o excepcionales que se puedan producir en su seno.

No puede pensarse que haya que renunciar a ninguno de los instrumentos habitualmente utilizados pero particularmente mal aplicados, o al menos, aplicados provocando graves costes sociales, como la política monetaria en toda la gama de sus posibilidades, o el manejo de los tipos de interés.

Pero, en particular, es extraordinariamente importante señalar que un elemento esencial para tener capacidad de maniobra mínimamente suficiente en la regulación macroeconómica es la política de tipos de cambio.

Sin disfrutar de este instrumento es literalmente imposible que la política macroeconómica se revuelva para contribuir, al revés de lo que ahora sucede, a la creación de empleos y a la revitalización de las actividades productivas.

El economista inglés F. H. Hahn afirma que «el verdadero motivo para sostener los tipos de cambio fijos es, de hecho, el control de la clase trabajadora». Pues bien, invirtiendo el razonamiento, podemos decir que sólo se puede llevar a cabo una política global de apoyo explícito a la clase trabajadora (que es a lo que se pretende contribuir desde posiciones de alternativas de izquierda), si no es recobrando margen de maniobra en política cambiaria, lo que en román paladino requiere hacer saltar el régimen de tipos de cambio fijos.

A nadie se le puede ocultar que la posibilidad de poder utilizar estos instrumentos no está al alcance de la mano libremente. Cualquiera de ellos implica actuar de manera distinta a como se viene haciendo sobre el régimen distributivo existente. Ni nada más ni nada menos es lo que se está planteando cuando se habla de formular políticas alternativas.

Avanzar hacia la mejora del nivel de vida de los más desfavorecidos, erradicar la miseria y la pobreza, destinar los recursos preferentemente a la creación de riqueza en lugar de a la especulación, etc. son objetivos que implican recobrar recursos que ahora disfrutan las personas o grupos sociales privilegiados, no sólo en lo económico, sino también en el poder de decisión.

Por ello, las propuestas macroeconómicas se dilucidan finalmente en el campo de la ideología y de la política, allí donde los ciudadanos que no forman parte de ese minoritario pero poderosos ejército de satisfechos deben conquistar la capacidad de influir en las decisiones para que las que se adopten sean aquellas que, en lugar de empobrecerlos, satisfagan sus intereses

8. Los márgenes de maniobra, la hipoteca del corto plazo.

Las políticas cuyos grandes principios acabo de apuntar son posibles justamente porque la realidad nos muestra que resultan necesarias.

Sin embargo, cualquier política transformadora, que no se limite a ser un sucesión de inercias, parte de una limitación fundamental por el hecho de que no se inicia ex-novo, sino desde el contexto que desea transformar y que actúa lógicamente como una restricción, a veces insuperable, a la hora de ser aplicada.

Por eso hay que preguntarse también por esas condiciones de partida, por las posibilidades de iniciar una andadura diferente en política macroeconómica, a la cual le afectan restricciones más potentes toda vez que afecta en conjunto a la economía, y no sólo a aspectos parciales de la misma.

Cuáles son, entonces, las posibilidades reales de plantear con éxito una regulación macroeconómica alternativa y progresista?.

Me parece que en el caso española hay dos restricciones principales.

En primer lugar, la dinámica propia de una «economía de mercado» que lógicamente generaría defensas en la medida en que se pusiera en cuestión el nivel alcanzado en la remuneración del capital.

En segundo lugar, el hecho de pertenecer a la Unión Europea, a donde se ha desplazado conjuntamente buena parte de nuestra soberanía y de la capacidad de maniobra que es necesaria para articular este tipo de políticas.

Ambas circunstancias son importantes, pero creo que no necesariamente insuperables.

La reacción posible del capital ante estrategias que van a tener una expresión clara en la tónica de reparto serían principalmente de dos tipos: de carácter inflacionista, puesto que es de esta forma como suele manifestarse todo conflicto distributivo, y como desmovilización de capitales.

Sin embargo, me parece que las dos reacciones podrían ser convenientemente neutralizadas si se tienen en cuenta algunas circunstancias.

En primer lugar, que la composición del capital en España no es ni mucho menos homogénea. De hecho, la estrategia neoliberal hace también estragos en amplias capas del capital vinculado a la pequeña y mediana empresa, a los sectores más nacionalizados y, en general, a los que menos poder de mercado tienen a su alcance. En la medida en que las propuestas que se realizan no significan ni mucho menos una alteración del régimen de propiedad, por ejemplo, sino que se limitan a intentar recobrar y aumentar precisamente las posiciones perdidas en la actividad productiva más vinculada al empleo (como son generalmente las capas anteriores), y en tanto que de todas ellas se deriva una recomposición del poder de mercado, no necesariamente se tendría que producir la desmovilización de capitales. Más bien, se podría lograr una dinamización del ahorro y de la inversión inducida por los incrementos de renta.

Pero es que, además, hay que tener en cuenta que la experiencia histórica demuestra que políticas expansivas, lejos de expulsar capitales constituyen un potente factor de atracción, siempre, naturalmente, que eso no vaya acompañada de otras medidas (como remuneración elevada de activos financieros) que la desincentivan.

La desestabilización inflacionaria, ineludiblemente latente de todas formas, puede ser combatida en virtud de cambios estructurales en los mercados, con la potenciación de la competencia y con la disminución de todo tipo de costes de transacción que ahora son ocasionados, precisamente, por políticas que se desentienden de hecho de las condiciones reales en que se determinan los precios.

La pertenencia de España a la Unión Europea implica también una notable limitación, pero tampoco insuperable a corto plazo, o a medio y largo plazo si se acepta que los cambios que aquí se pudieran producir formarían parte antes o después de tendencias al cambio más generalizadas (o incluso originadas con anterioridad fuera de España).

En este caso, debe considerarse que España puede también contribuir a modificar las tendencias actuales y forzar los cambios de rumbo. Algo que, desde luego, nunca podría conseguirse si no llega a plantearse la necesidad de que eso se produzca y si, por el contrario, se asume el libidinoso papel de estrella en la formulación más reaccionaria de las estrategias europeístas, tal y como ha ocurrido en nuestra historia reciente.

Pese a todo, y a corto plazo, no puede olvidarse que se están planteando cuestiones que están dentro de lo que es posible llevar a cabo en el marco institucional de la Unión Europea, como una eventual salida del mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo, la devaluación, o el control de capitales.

No se olvide que buena parte de los problemas que hoy padece la economía española provienen de que, con la celeridad de todos los villanos, nuestros gobernantes han adelantado en varias ocasiones la fecha de aplicación de determinadas condiciones de la integración, de que asumen las directrices comunitarias con disciplina mucho más espartana que la de otros países, o, sencillamente, de la nefasta negociación que en su día se llevó a cabo para lograr aceleradamente la integración.

En lugar de mantener con irrealismo el empeño de la moneda única y de la convergencia nominal, España debería asumir que en los próximos dos o tres años la Unión Europea se va a convertir en un descontrolado mar revuelto, en donde es muy posible que de nada sirva en su momento el haber mantenido con virginal candor la fidelidad a las reglas de convergencia.

Por el contrario, llegaría entonces mucho más fortalecida si lo hace con la suficiente capacidad de maniobra que impida que los desajustes que van a ir llevando a ese final desbocado no se conviertan en impactos terribles para nuestra economía.

En mi opinión, las circunstancias de la economía española por un lado, y la previsión segura de que la convergencia diseñada pensando en la creación de la moneda única terminará llevando a una crisis institucional y a unos mayores costes para las economías más débiles como la española, permiten considerar que la situación de nuestra economía es casi de emergencia.

Ante eso no puede caber otra solución que diseñar una estrategia a corto plazo que, expresada en un compromiso nacional para la creación de empleo, se plantease la renuncia a la convergencia nominal para desarrollar una clara política de expansión de la actividad y 6el crecimiento, utilizando para ello el mayor margen de maniobra posible en los términos que antes he señalado.

De esa forma, y al contrario de lo que sucede con políticas que han elevado el nivel de paro al 23 por cien de la población activa, España no saldría de Europa; la estaría haciendo entrar en una época diferente que debe estar marcada por menos frustración y más bienestar.

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