Capítulo del libro VENEZUELA, CONTRA CORRIENTE. Los orígenes y las claves de la revolución bolivariana. Editorial Icaria. Barcelona 2006
Se ha dicho a menudo que cuando la izquierda llega al poder se enfrenta a una inevitable disyuntiva en el plano económico: fracasar o traicionar.
La cuestión no es baladí porque las transformaciones económicas son seguramente las que más directamente garantizan que la sociedad en su conjunto disfrute de mejores condiciones de vida. Es importante, pues, que nos preguntemos si la revolución bolivariana ha fracaso, si ha traicionado o si, por el contrario, ha sido capaz de avanzar en las transformaciones sociales que ofreció a la población con cuyo apoyo se sostiene.
Como estamos analizando en este libro, la revolución bolivariana tiene muchos contrastes, muchas paradojas y contradicciones pero yo creo que es en el terreno económico en donde se dan algunas de sus singularidades más relevantes.
Desde algunos puntos de vista sus resultados se califican de catastróficos. En algunos momentos el Producto Interior Bruto ha llegado a caer casi el 30%, la inflación ha llegado a ser la más alta de América Latina y el trabajo informal o la pobreza alcanzan cifras realmente dramáticas. Los adversarios del proceso recurren a estos hechos para descalificarlo y mostrar que no puede tener otro futuro que el fracaso económico y la miseria.
Sin embargo, incluso los datos más negativos de la actividad económica durante el proceso revolucionario palidecen cuando se contemplan dos hechos no menos esenciales: la situación de partida, mucho peor que la actual en términos objetivos para la mayoría de la población y la catastrófica agresión que ha sufrido a través de sabotajes, cierres patronales y una constante y poderosa movilización contra el gobierno.
Cuando Hugo Chávez fue elegido por primera vez se encontró, como veremos enseguida, con una economía en situación calamitosa. Sólo el 25% de los trabajadores cotizaban a la seguridad social, el salario medio era solo un 20% mayor que el ya reducidísimo salario mínimo. En 1998 los salarios reales eran el 56,8% de los de 1990, el 20% hogares no tenían ingreso fijo, el 50% hogares no recibía agua potable diariamente, el 89% de los niños entre 4 y 15 estaban en situación de pobreza. Venezuela era el octavo productor de petróleo y había sido el primero durante muchos años pero era el tercer país más desigual del mundo. De 1990 a 1998 el 70% de los puestos de trabajo creados habían sido en el sector informal y en 2000 había 4,7 millones de trabajadores en esa situación. Durante los años 90 el PIB por persona tuvo un crecimiento del 0% y el PIB por persona cuando Chávez llegó al poder era el 75% que el de 1977. La tasa de pobreza de 1980 era del 22% y en 2000 diferentes estimaciones la cifraban del 54% al 70%.
Los gobiernos anteriores nunca se habían preocupado por establecer instrumentos fiscales eficaces que permitieran alcanzar equilibrio macroeconómico y justicia social. La recaudación del impuesto sobre la renta en Venezuela representaba aproximadamente el 0,2% PIB cuando Chávez comenzó a gobernar. En países como Brasil o México (no precisamente ejemplares en este sentido) era del 2,6% y del 3,2% respectivamente.
A todo ello hay que añadir, como he señalado, que el gobierno de Chávez ha tenido que soportar una agresión de magnitud económica inestimable. El Producto Interior Bruto llegó a bajar casi un 30% en los meses en que se produjo el sabotaje petrolero. En cualquier manual de economía se explica algo obvio: la estabilidad política es una condición esencial para que la economía pueda marchar adecuadamente. Es por ello que para poder evaluar el desempeño económico de la revolución bolivariana hay que tener en cuenta lo que ha hecho con independencia de esas agresiones.
Los hechos, como trataré de poner de relieve enseguida, muestran que incluso a pesar de todo ello, los sucesivos gobiernos del presidente Chávez han logrado más estabilidad macroeconómica que la que había en los años anteriores a su llegada al poder o de la que tienen otros países que han ido aplicando obedientemente las recetas neoliberales que imponen los organismos internacionales como supuesta garantía para conseguirlos. Y, por supuesto, bastante más satisfacción y justicia social.
De la manera más breve y clara posible analizaré a continuación la naturaleza de la economía que trata de transformar la revolución bolivariana, los procesos emprendidos, sus resultados y, finalmente, los problemas que tiene por delante. Que no son pocos.
La economía que encontró la revolución
En la teoría clásica del subdesarrollo se concede un papel explicativo primordial al uso que una sociedad da al excedente. Paul Baran decía que el principal obstáculo para un rápido crecimiento económico en los países subdesarrollados (y no se olvide que la economía venezolana creció el cero por ciento en la década de los noventa a pesar de ser una potencia petrolera) es la forma en que se utiliza el excedente.
Venezuela es seguramente el caso más paradigmático del mal uso de las rentas y de las capacidades potenciales de una economía.
Para entender lo que pasó en ese país y el titánico esfuerzo de transformación al que necesariamente se enfrenta la revolución se puede tener en cuenta lo que sucedió con tres factores principales: la población, el aparato productivo y las rentas generadas.
En 1970 Venezuela tenía 10,7 millones de habitantes. En 2000 24,1. La población se había más que duplicado. En ese periodo las clases medias y altas vivían con un extraordinario privilegio y no eran consciente de que, a su lado aunque sin verla, crecía una masa de desfavorecidos que poco a poco fueron siendo muchísimos más de aquellos pobres de tiempos atrás, que casi eran parte de la familia y a los que atendían con caritativa atención. Sin mirarlos, sin ser conscientes de su existencia, desatendieron los servicios, las instituciones e incluso los mecanismos políticos de participación que les permitieran integrarse en la vida social (de hecho, la inmensa mayoría de ellos, habitantes del campo o de los barrios o ranchitos, no tenían ni siquiera documento de identidad, la «cédula» venezolana).
El segundo elemento a tener en cuenta es que, durante todo ese periodo, los gobiernos y las empresas se dedicaron a vivir de la renta petrolera sin modernizar el aparato productivo. Eso dio lugar a que la industria tradicional venezolana sufriese un declive progresivo y a que se rompieran las cadenas y los lazos entre los diversos sectores productivos. Según datos que proporciona el profesor Gastón Parra, la edad media de los bienes de capital era de 8,19 años en 1999, casi el doble que la de otros países con quienes competía la economía venezolana como Estados Unidos (5,01 años) o Chile (4,54). La formación bruta de capital privada que en 1978 representaba el 24% del PIB bajó al 8% en 1998, y la pública pasó del 18% al 9%. Y un caso aún más llamativo de la extraordinaria dejadez de las clases empresariales y dirigentes venezolanas es que, a pesar de disponer de inmensos recursos agrarios potenciales cuando Chávez llegó al gobierno se importaban el 70% del consumo de alimentos del país, algo lógico si se tiene en cuenta que el régimen de propiedad latifundista llevó a que sólo se cultivara una parte ínfima de las tierras utilizables.
Lo anterior demuestra, por último, que los ingentes ingresos petroleros de los que disfrutó el país en todos esos años no se dedicaron a mejorar o incrementar la capacidad productiva del país sino todo lo contrario. Venezuela se convirtió en un país rentista en el peor sentido del término, que repartía los ingresos de la explotación petrolera entre los sectores privilegiados y los consumía sin más, confiados en que los pozos no iban a parar nunca de dar oro negro a los mercados.
Para colmo, los todavía ingentes recursos que sobraban después del consumo compulsivo de las clases medias y altas ni siquiera se dejaban en el país para que se produjera el famoso efecto del «derrame» hacia las clases pobres. Los venezolanos ricos, las empresas y bancos evadían capital sin miramiento alguno.
Con un comportamiento más que inmoral sencillamente criminal, la oligarquía venezolana, como la de otros países, colocó la mayor parte de sus fortunas fuera del país. Entre otras cosas, eso obligaba a aumentar el endeudamiento exterior, generando una deuda externa muy gravosa para el país pero sumamente rentable para los bancos (o para las empresas que los solicitaban y que ni siquiera llegaban a ingresarlos en el propio país). Diferentes cálculos han establecido que desde que empezó a generarse la deuda externa venezolana se había fugado del país entre tres y seis veces más dinero de lo que se debía al exterior.. Entre 1974 y 2000 se calcula que los bancos, empresas y las personas más ricas de Venezuela evadieron entre 80.000 y 100.000 millones de dólares. Una gigantesca y continua sangría de recursos a las que la revolución sólo ha podido hacer frente en una escasa medida, como veremos más adelante.
Ese comportamiento rentista y desigual de la economía se tradujo en un empobrecimiento continuado de la población, de la población trabajadora explotada y mucho más de los que, como decía Joan Robinson, tenían peor suerte y no eran explotados por nadie: la legión de empleados en actividades informales o miserables que se iban incorporando a los barrios de Caracas sin ningún tipo de oficio ni beneficio. Los salarios reales promedio habían bajado un 22% entre 1990 y 2000 y un 48% desde 1980, y la renta de los empleados y obreros representaba en 1999 solo un 35% del total de las rentas generadas (en España en ese año representaba algo más del 50%). Como consecuencia de ello, el consumo real per capita había bajado un 25% en los últimos veinte años
Como consecuencia de la ausencia de una política petrolera nacional y de la corrupción en la gestión de su actividad ni siquiera se había conseguido frenar la caída de los ingresos petroleros que pasaron de ser un 18,3% del PIB en 1991 al 3,9% en 1999. Siendo suficientes para satisfacer las necesidades de la oligarquía y de las clases altas y medias no excluidas los gobiernos se despreocupaban de lograr políticas internacionales de precios más beneficiosos, algo que constituyó uno de los primeros y más exitosos propósitos de Hugo Chávez.
Cuando éste tomaba posesión había que dedicar el 30% del gasto del gobierno central al servicio de la deuda pública y el déficit fiscal era del 7,8% del PIB (en España por esa época era aproximadamente del 1%). Los precios habían aumentado más de un 130% en los últimos quince años.
Como he señalado antes, la inversión privada se había desplomado, el desempleo femenino era del 25% en 1998 y el empleo informal prácticamente del 50%.
Algunos estudios llegaban a establecer que la pobreza afectaba a más del 70% de las familias (en 1980 a menos del 20%), la extrema al 39% y que un 14% de la población estaba en la indigencia. Uno de cada tres niños escolarizados dejaba la escuela antes de terminar y la mortalidad infantil era de las más elevadas de los países de su entorno.
Esta era a grandes líneas la situación económica que había en Venezuela cuando Hugo Chávez asumió el poder y que habitualmente y con mucha facilidad olvidan quienes critican la gestión de su gobierno.
Las pretensiones económicas de la revolución bolivariana
Una segunda cuestión que hay que dilucidar es qué pretendía la revolución en el terreno económico pues solo de esa forma se puede valorar objetivamente si ha sido un fracaso, si ha traicionado o si, efectivamente, avanza hacia el cumplimiento de sus compromisos.
Como acabamos de ver, ante una situación heredada como la que dejó la IV República no cabía sino lo que con mucha moderación se fue diseñando desde mediados de los años noventa: incorporar la democracia a las relaciones económicas y lograr que la economía en su conjunto recobrase los equilibrios esenciales.
Lo que en el campo económico se proponía la revolución democrática que encabezaba Hugo Chávez eran objetivos bastante elementales y moderados, aunque esenciales para una economía que había llegado a ser ineficaz y desigual a pesar de generar recursos ingentes procedentes del petróleo.
En el llamado Programa Económico de Transición se hablaba de «corregir la mano invisible del mercado con la mano visible del Estado, en un espacio donde exista tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario», de modo que de ninguna manera se trataba de realizar un salto en el vacío que implicara, como luego se ha querido interpretar, una amenaza a la propiedad privada.
Sin embargo, sí es cierto que la revolución manifestó desde el primer momento la voluntad de hacer cristalizar un espacio productivo de carácter social y la necesidad de privilegiar los rasgos solidarios y alternativos de la vida económica.
En ese mismo Programa se apuntaba hacia la conformación de una economía humanista, autogestionaria y competitiva en el marco de una estrategia global que perseguía lograr cinco equilibrios fundamentales: el económico, el social, el político, el territorial y el mundial.
Por un lado, se reconocía que el mercado debía ser un «mecanismo fundamental de la asignación de recursos y factores» pero, al mismo tiempo, desde su inicio se establecía la necesidad de crear formas de organización económica complementarias a la propiedad privada cuya función se concebía muy específicamente: incorporar a la vida económica a los sectores excluidos, crear o potenciar el mercado interno que habían destruido las políticas neoliberales de los años ochenta y noventa y, a partir de ahí, impulsar nuevas actividades capaces de favorecer la generación de consumo y ahorro y la creación de empleo.
El objetivo principal de la estrategia económica era sencillamente recobrar la capacidad de crear ingreso real y lograr que su distribución fuese justa y mucho más igualitaria.
El Presidente Chávez, y otros miembros de su gobierno, establecieron claramente a lo largo de los primeros años del proceso sus objetivos preferentes que no eran sino aquellos que podían convertir una economía desarticulada, rentista y desigual en otra capaz de crear más riqueza y distribuirla mejor.
Las medidas económicas que se iban tomando apuntaban en esa dirección y el Presidente Chávez reiteraba periódicamente sus principales líneas estratégicas: fomentar la economía productiva logrando su diversificación, hacer frente a la volatilidad que había sufrido siempre la economía venezolana como consecuencia de su dependencia del precio del petróleo y de la evasión de capitales, estimular el desarrollo de la economía social, alcanzar la sostenibilidad fiscal y aumentar el ahorro y la inversión para frenar el largo proceso de descapitalización que se venía padeciendo economía.
Las primeras medidas económicas del proceso se dirigieron a recobrar el pulso productivo mostrando, al mismo tiempo, su expreso y rotundo compromiso popular. Se decretaron subidas de sueldos y salarios tanto en el sector público como en el privado, de modo que solo entre 1998 y 2001 se produjo un incremento del 12% en los salarios reales promedio (que, recordemos, habían bajado un 20% en los últimos diez años).
En 2000 se puso en marcha el llamado Plan Bolívar que contenía medidas orientadas a recobrar los cinco equilibrios mencionados y que, como digo, eran una inequívoca señal del compromiso social del gobierno.
A pesar de que el Gobierno adoptó medidas severas de contención del gasto público, el Plan permitió, por ejemplo, vacunar a 2 millones de niños contra el polio, ingresar a más de 600.000 niños en el sistema educativo y proporcionar atención medica general a más de 1,5 millones de personas.
En el terreno más específicamente económico se abordó la creación y puesta en marcha de más 700 mercados populares que fueron utilizados por más de dos millones de personas, la inmensa mayoría pobres o muy pobres.
Se comenzó muy pronto a crear fuentes de financiación alternativas como el Fondo Único Social o el Banco del Pueblo y, un año después, el Banco de la Mujer.
Todo esto se pudo realizar al mismo tiempo que el gobierno aplicaba medidas orientadas a lograr el equilibrio elemental de las variables económicas convencionales, básicamente el control de la inflación, la progresiva reducción de las tasas de interés, la estabilidad cambiaría y el aumento de las reservas internacionales.
Sin embargo, el cambio económico más sintomático e importante de los primeros años del proceso se tradujo en la promulgación de las Leyes Habilitantes que se encaminaron a corregir los desajustes esenciales de la economía venezolana y que, a pesar de su moderación y cauta puesta en práctica, estuvieron en el origen de la revuelta empresarial y de las clases acomodadas.
Las más criticadas fueron la de Hidrocarburos, cuya problemática se analiza en otro capítulo, y la de Tierras. Esta última contemplaba la posibilidad de realizar expropiaciones en grandes explotaciones en las que se diera infrautilización. Algo que escandalizaba a quienes, por el contrario, daban como normal que el 5% de los propietarios (los latifundistas) fueran dueños del 75% de las tierras y el 75% de los propietarios (los pobres) sólo lo fueran del 6% de las tierras (a pesar de que la ley de la IV república era mas punitiva con el latifundio en cuanto extensión territorial que la habilitante). Un sistema de propiedad que, además de ser inequívocamente injusto, era ineficiente (a finales de 1998 el 60% de las tierras potencialmente dedicables al cultivo agrícola estaban inutilizadas) y ambientalmente insostenible (entre 1990 y 1995 se taló una media de una hectárea de bosque por minuto).
En general, estas leyes se orientaron a abordar cuestiones que se habían ido dejando en los años anteriores, a apoyar a sectores nacional muy descuidados o a facilitar directamente la actividad productiva garantizando financiación más asequible. Eso fue lo que se hizo, por ejemplo, con la regulación de las cajas de ahorros, o con la Ley de Pesca que permitió reestructurar el sector pesquero (en donde la ausencia de medidas favorecía la acción depredadora de la pesca de arrastre a 3 millas de la costa a las grandes empresas, principalmente extranjeras en perjuicio de la pequeña flota nacional que puede proporcionar fuentes alimentarias a la nación).
La elaboración de la mayoría de las Leyes Habilitantes requirió un análisis muy profundo, riguroso y participativo de los problemas de los diferentes sectores, mucho de los cuales -como el pesquero- llevaban años sin ser abordados, de modo que la legislación que los regulaba era anticuada y constituía un obstáculo insalvable, no sólo para proporcionar bienestar a quienes vivían de esas actividades sino para la preservación del ambiente marino, modernización y eficiencia del sector.
Paralela o posteriormente a esas Leyes se fueron promulgando otras normas de menor rango pero que permitieron completar un marco normativo que fuera capaz de impulsar el crecimiento y romper con la inercia rentista de años anteriores.
En unas circunstancias que diversos desastres naturales hicieron aún más difíciles el Gobierno se planteaba, en realidad, dar cierta normalidad a una economía que se había convertido en una simple maquinaria de reparto desigual de las rentas petroleras. En los documentos oficiales se insistía en la naturaleza normalizadora de este proceso: «En este contexto hemos reducido el gasto fiscal a niveles nunca antes visto, estamos reorganizando el Estado, imponiendo disciplina y prioridades en el mismo. Ordenamos la producción petrolera y reubicamos a Venezuela en el mundo de la OPEP, al nivel de un país que cumple sus compromisos. Y el efecto positivo de esto ya lo hemos conocido: la mantención de un precio estable del petróleo y el aumento de la recaudación tributaria por la vía de neutralizar y disminuir las redes de la corrupción, medidas que permiten estabilizar las reservas internacionales y la economía interna».
La Constitución vendría a corroborar esta voluntad democratizadora de las relaciones económicas, respetuosa de las relaciones de mercado y de la propiedad privada, aunque al mismo tiempo abierta (necesariamente en un país en donde el mercado y las relaciones capitalistas dejaban fuera de juego casi a la mitad de la población) a la creación de un nuevo sector gobernado por la lógica de la cooperación y la ética de la solidaridad y el humanismo.
Ni siquiera la privatización de empresas y actividades públicas, que ya había sido definida como una de las «políticas públicas fundamentales» en el Programa Económico de Transición, se rechazaba como un posible instrumento de reforzamiento de las relaciones de mercado.
Este planteamiento que contempla y refuerza la convivencia entre relaciones de mercado y otras de tipo cooperativo es uno de los rasgos a mi modo de ver más interesantes de la nueva economía que está tratando de construir el proceso revolucionario, que lo es justamente por eso.
Durante muchos años se había criticado en Venezuela que los gobiernos no fueran capaces (o simplemente no quisieran porque no interesaba a los grupos oligárquicos) de utilizar el ingreso petrolero para generar más industria y nueva actividad productiva. Lo que ha pretendido el gobierno de Hugo Chávez es convertir al petróleo en una industria industrializante, «sembrar el petróleo» para que sus rentas no sólo beneficien a una parte minúscula de la sociedad.
Para ello se han elaborado estrategias que diferencian expresamente varios ámbitos de actuación que tienen lógicas, tratamientos y resultados económicos, financieros y sociales distintos.
En primer lugar y de forma destacada el de la seguridad alimentaria y la industria de la construcción. Es natural y obligado que sea así en un país en donde al finalizar el siglo un 37% de los niños sufrían desnutrición y en el que había un déficit de más de un millón y medio de viviendas. Ha sido una evidencia histórica que el mercado no es capaz de resolver estos problemas en Venezuela (como en muchos otros países) y por ello la revolución ha recurrido a crear otro tipo de actividades para garantizar el suministro alimentario básico a la población o para construir viviendas sociales: la creación de mercados administrados, de cooperativas, de redes solidarias, espacios o comedores populares… Y como muchas veces ni siquiera eso ha sido suficiente, al propio Ejército.
Desgraciadamente, las necesidades en este campo son aún inmensas, los recursos limitados, la ineficacia grande y la corrupción demasiado generalizada. Esa es la causa de que los avances hayan sido notables pero no los suficientes para que los problemas de partida hayan desaparecido por completo.
Un segundo ámbito ha sido el de los servicios esenciales en donde el sector público también ha tenido una presencia importante a lo largo de estos años, si bien no tan directa como en el anterior. Se ha procurado fortalecer la presencia de nuevos tipos de empresas, también la creación de cooperativas y, de forma significativa, la apertura de nuevas actividades, como el turismo, que tradicionalmente habían gozado de muy poco peso a la hora de articular las estrategias públicas de desarrollo.
Un tercer ámbito ha sido el de la banca y las finanzas. Puede decirse que, con independencia de algunas medidas encaminadas a aumentar los ingresos fiscales del sector, este apenas si ha quedado afectado por la intervención pública. En lugar de las estrategias de nacionalización, el proceso bolivariano ha optado por ir canalizando inteligentemente -aunque no con completa eficacia- los recursos públicos hacia nuevos bancos o fondos de financiación (los bancos del pueblo, de la mujer, etc.,). No es necesario señalar la importancia que tiene esta estrategia pues la posibilidad de asentar definitivamente los nuevos sectores de economía social o alternativa depende de que dispongan de una financiación asequible y continuada, y no solamente inicial o esporádica, que lógicamente no va a ser fácil que provenga siempre del sector privado.
En este sentido hay que destacar el gran impulso que han tenido los microcréditos y todos los sistemas de financiación al minoreo o vinculadas a la creación de nuevas actividades.
Por último, un ámbito completamente diferenciado es el de la gran industria, en el que predomina la iniciativa privada, salvo en la petrolera lógicamente, aunque el Estado está abriendo vías de actuación muy interesantes, en el campo de las infraestructuras o de las energías alternativas.
Todas estas medidas de mayor alcance económico, formuladas con una rapidez realmente ejemplar en los primeros años del proceso, fueron acompañadas de un abanico de intervenciones de gran contenido social. Desde otros países y contempladas desde la comodidad del bienestar se han calificado de populistas pero quien conozca la realidad de los pueblos que sufren las carencias más básicas sabrá apreciar su verdadero valor. Me refiero, por ejemplo, a campañas tan diversas como «Todo a mil» (para la venta de carne de res a precios populares), «Combo Pabellón» (proporcionando diversas combinaciones de productos básicos a bajo precios), los programas de atención a las mujeres embarazadas, o los de reactivación de cadenas agroproductivas.
El acoso político y el sabotaje económico
Los resultados de estos primeros años del proceso bolivariano fueron real y objetivamente exitosos. Frente a los datos de crecimiento negativo del PIB a finales de los años noventa, en 2000 ya se alcanzó un crecimiento positivo del 3,2%. En 2001 el PIB no petrolero (más significativo de la evolución del total de la economía y no sólo del «tirón» del petróleo) aumentó el 4%, la construcción el 12,5%, las comunicaciones el 13,2, las manufacturas el 4,2. La consecuencia de ello fue que el PIB per capita aumentó un 1% en 2001.
La inflación había sido del 30% en 1998, pero subió al 20% en 1999, al 13,4% en 2000 y al 12,3% en 2001.
El saldo positivo de la balanza de pagos por cuenta corriente casi se multiplicó por cuatro entre 1999 y 2001 y las reservas internacionales aumentaron en casi 5.000 millones de dólares.
La ocupación aumentó en casi 550.000 personas, de ellas, más de 315.000 empleadas en el sector privado. El paro juvenil bajó solo entre 1990 y 2000 del 28% al 22,3%.
En contra de lo que suelen decir los economistas ortodoxos y los organismos internacionales que imponen las políticas neoliberales para favorecer a los grandes intereses privados, esta creación de empleo se produjo a pesar de que el gobierno de Chávez disminuyera la jornada laboral de 40 a 35 horas, declaraba inembargables los salarios, prohibiera la discriminación en la oferta de trabajo, garantizara el derecho al trabajo de los discapacitados, aumentara los derechos laborales, las garantías de empleo y los salarios (un 20% el salario mínimo y un 12% los promedio reales de 1998 a 2001). Y también a pesar de que, incluso controlando el gasto total (para poder hacer frente a la deuda que habían dejado los gobiernos anteriores), el gasto público social aumentó considerablemente y pasó de ser el 7,8% del PIB en 1998 al 11,8% en 2001.
Una expresión evidente de esta mejora, incluso desde la perspectiva de los parámetros más ortodoxos, era que la inversión extranjera casi se había doblado desde 1998 a 2001.
A finales de 2001 se podía decir, por lo tanto, que la evolución de la economía venezolana era realmente positiva. La revolución bolivariana lograba combinar algo que no se había dado en otros procesos políticos liderados por la izquierda: lograba equilibrio macroeconómico o, al menos, lo mejoraba sustancialmente y, al mismo tiempo, proporcionaba de forma evidente y tangible más bienestar a los sectores más desfavorecidos.
Es significativo, por ejemplo, que el 14 de febrero (noticia de agencias) el portavoz principal del Fondo Monetario Internacional, Thomas Dawson, se refiriera a las medidas del gobierno diciendo «creo que son medidas que van en la dirección correcta y estamos dispuestos a facilitarles el asesoramiento que puedan desear». Y una de las analistas de Standard and Poor´s, Graciana del Castillo, afirmaba que el control de la inflación había sido «uno de los grandes logros del gobierno de Chávez». Al mismo tiempo señalaba que «lo fundamental es que la situación de confrontación política ceda porque esto está creando una incertidumbre que ninguna medida económica puede contrarrestar».
Pero, como hemos analizado en otros capítulos, la agresión política no dejaba de disminuir hasta el punto de que los sectores que pueden denominarse con total evidencia oligárquicos preparaban un golpe de Estado que culminaría en abril con el secuestro del Hugo Chávez. El Presidente fue rápidamente repuesto gracias a la movilización popular con la que la oposición golpista no contaba, convencida como estaba de que todo iba fatal para todos e incapaz como era de entender que los cambios que se estaban produciendo proporcionaban confianza y mejor situación a la población mayoritaria.
Esto último es un factor relevante para poder entender la crítica que se viene haciendo desde la oposición a la situación económica de Venezuela. Es habitual oír a quienes se oponen al proceso revolucionario que este ha creado millones de pobres que antes no había. Basta con consultar estadísticas elementales para comprobar que existían, como he dicho, en proporciones que algunos han estimado el 70% de la población. Lo que ocurría era que los acomodados venezolanos no «veían» a los pobres que estaban creando y lógicamente no crearon ni las instituciones ni los servicios que hubieran podido garantizar una mínima integración y legitimación social. Se los encontraron de repente cuando la revolución les dio voz y derechos. Y, sobre todo, cuando salieron a la calle a pedir la vuelta de su presidente.
Lo cierto, sin embargo, fue que el golpe de abril provocó un impacto muy negativo en la economía venezolana por varias razones.
En primer lugar porque, como sabe cualquier estudiante de economía, la estabilidad política es un factor fundamental para el crecimiento económico, sobre todo, en un país tan vinculado a capitales e intereses extranjeros.
En segundo lugar, porque obligó al Gobierno a dejar de mirar en horizontes de medio y largo plazo para tener que contemplar situaciones de excepcionalidad que a partir de entonces se iban a generar cada vez más habitualmente.
Finalmente, porque el golpe, la incertidumbre, el miedo y también la total carencia de patriotismo del dinero, dieron lugar a una costosa salida de capitales a lo largo de todo el año 2002.
Se calculó que en los meses próximos al golpe salieron de Venezuela unos 1.600 millones de dólares lo que dificultaba el pago de la deuda y el mantenimiento de la cotización del bolívar.
Además, y como era de esperar, la agresión no terminó en el golpe sino que más adelante se produjo el cierre patronal y el sabotaje petrolero, una agresión política a la economía de un país que ninguna otra nación ha sufrido en la historia reciente.
Del desastre que produjo da cuenta que en el primer trimestre de 2003 el PIB bajó más del 27%, la tasa de paro se disparó hasta el 20,7%, el nivel más alto desde 1967, y la inflación, que se había ido conteniendo, superó el 31% en 2002. En pocas semanas se destruyeron más de 700.000 puestos de trabajo.
Los costes materiales directos del sabotaje fueron altísimos, valorados entre 6.000 y 7.500 millones de dólares pero los indirectos y sus efectos a medio plazo fueron más graves.
La situación económica se deterioró rápidamente en pocos meses. La fuga de capital era constante y a finales de 2002 se registraba un déficit fiscal billonario y una constante merma en los ingresos que lógicamente se fue agravando a medida que avanzaba el cierre patronal y el sabotaje petrolero.
El gobierno debió renegociar la deuda externa y finalmente adoptar un sistema de administración y control de los movimientos de divisas (control de cambios) que evitara la sangría constante y la depreciación continuada del bolívar.
Esta fue una medida positiva y que evitó muchos daños mayores en los meses siguientes gracias a que se instrumentó con eficacia. Hay que tener en cuenta que el control de cambios es selectivo, en el sentido de que trata de evitar la salida indeseable de divisas pero de proporcionarlas a quien necesita de ellas para la actividad productiva. Si no es ágil o eficiente o si hay corrupción en su administración los efectos pueden ser nefastos y mucho peores. Afortunadamente, en la mayor medida no fue así y se demostró que incluso en ese país puede darse una administración eficaz y honesta de los recursos públicos, algo que, como comentaré más adelante, aún está muy lejos de generalizarse a pesar de los esfuerzos de la revolución.
Junto al control de cambios se introdujeron controles de precios en bienes y servicios básicos que aunque no tuvieron un efecto completo al menos contribuyeron a aliviar (no del todo, porque a pesar de estar controlados siguen teniendo una fuerte tendencia alcista) la tensión inflacionista que se adueñó de los mercados después de los meses de convulsión política.
Hay que tener en cuenta que una vez derrotado el sabotaje se abrió el nuevo periodo de convulsión política e incertidumbre económica previo al referendum revocatorio. Sólo resuelto a favor del Presidente Chávez se puede decir que el país recobró cierta normalidad política y el Gobierno pudo afrontar de nuevo la situación económica con una perspectiva que sobrepasara la pura acción coyuntural.
En ese contexto de conflicto desbordado la economía volvió a mostrar desequilibrios básicos y una fuerte paralización. 2003 terminó con una caída del 9,4% en el PIB y una inflación del 27,1%, que más que doblaba el mejor registro que se había logrado años antes. A pesar de ello, se produjo una subida salarial del 30% que impidió que los asalariados no perdieron poder adquisitivo. Aunque, claro está eso no le ocurrió ni al nivel record del 52,7% de los empleados en el sector informal ni a los parados que no percibieron salario alguno.
La recuperación reciente y la mirada, de nuevo, en el medio y largo plazo
Ahora bien, lo que volvió a ser aún más significativo que esta interrupción de la fase de expansión y reequilibrio que se había alargado hasta finales de 2001 fue que a partir de los últimos meses de 2004 la economía volvió a dar muestras de vitalidad. La revolución bolivariana volvía a manifestar una sorprendente capacidad regenerativa de la actividad productiva que, si bien no ha mostrado aún toda su fortaleza, comenzó a mostrar un vigor renovado.
En el primer trimestre de 2004 ya se había registrado un incremento del 13% en el PIB de los sectores no petroleros y en el primer semestre del 23,1% respecto al mismo periodo del año anterior. Ese año, las familias más pobres incrementaron su ingreso medio mensual en un 33% gracias, sobre todo, a las diferentes Misiones que proporcionan ingresos o servicios.
Esta recuperación económica no fue solamente el resultado de haber partido de cotas muy bajas como consecuencia del sabotaje petrolero, como lo demuestra que durante los primeros meses de 2005 se haya seguido manifestando. En el primer trimestres de este último año el PIB creció un 7,9% (9,3% el no petrolero). La demanda interna creció un 20,3% respecto al mismo periodo del año anterior. Dentro de ella, el consumo privado aumentó un 12,5%, el público un 8,5% y la inversión bruta fija el 38,8%.
En definitiva puede decirse que cerrado este largo periodo, primero de cierta estabilidad y luego de inmensa convulsión y crisis continuas, lo verdaderamente llamativo de la evolución económica de la revolución venezolana es que se haya logrado recuperar el equilibrio macroeconómico al mismo tiempo que se han recuperado y fortalecido las propuestas y las políticas de transformación estructural.
En un contexto tan problemático como el que se ha dado no cabe esperar avances estructurales profundos o radicales (aunque, en realidad, no hay cambio estructural más radical y revolucionario que dar alimento, salud y educación a la gente y, sobre todo, devolverle su dignidad). Primero, porque, como he señalado, la agitación política permanente concentra la atención del gobierno en los aspectos coyunturales. Segundo, porque la naturaleza de las tareas esenciales que debe llevar a cabo la revolución es muy primaria: alimentar a la población, construir viviendas, proporcionarle los servicios sanitarios o educativos básicos. Y, como diré enseguida, ni siquiera eso se puede conseguir en toda la medida necesaria.
A pesar de todo este largo periodo no se puede considerar perdido, ni mucho menos, en el terreno económico. Se han alcanzado logros fundamentales no sólo en esa satisfacción primaria sino, lo que es más importante, en el entramado estructural de la economía.
Entre ellos, cabe destacar la recuperación de la cadena petrolera y su vinculación a los intereses generales del país, la consecución de una política de precios internacionales del petróleo más favorable a los países productores, el establecimiento de la administración de divisas que ha permitido mantener una política cambiaria menos costosa, la favorable refinanciación de la deuda, el incremento de las reservas internacionales, la generación y fortalecimiento del sector social de la economía y del microcrédito, la puesta en marcha de un germen de banca nacional vinculada a la economía social y alternativa, las reestructuración de sectores claves a través de las Leyes Habilitantes, las políticas de descentralización y desconcentración y la puesta en marcha de planes nacionales de desarrollo.
Gracias a la mayor estabilidad política se ha podido recapitular con mayor serenidad y, sobre todo, volver de nuevo la mirada hacia el medio y largo plazo que es lo que realmente puede garantizar la realización de cambios profundos en la actividad económica.
Tal y como el gobierno plantea la cuestión fundamental a la que se enfrenta la revolución bolivariana en el plano económico se trata de realizar una transformación desde una economía rentista en otra productiva rompiendo la tendencia secular hacia la concentración y la descapitalización. Para eso es preciso reinvertir el excedente con equidad y eficiencia, lo que no es fácil porque el mercado interno es muy débil, como consecuencia de la desigualdad y la evasión del ahorro interno. Por eso, la revolución económica en Venezuela se está basando fundamentalmente en generar procesos sumamente elementales pero que implican una gran dificultad debido a la situación de atraso y de exclusión de la que se parte: recuperar el tejido interindustrial, generar cadenas entre las actividades y, sobre todo, incorporar a la creación de riqueza a toda la población.
Todo este planteamiento se viene soportando en una idea que no es nueva pero que se aplica con cierta originalidad: lograr endogeneidad en la utilización de los recursos. Es una estrategia completamente diferente a la extraversión que ha favorecido el neoliberalismo (para facilitar de esa forma que los intereses privados más poderosos se adueñen más fácilmente de los recursos). Sin caer en los planteamientos autárquicos que son completamente extemporáneos, se trata de forjar cadenas productivas y redes de actividad soportadas en el uso de los recursos propios y procurando la utilización más intensiva posible de trabajo.
Es una idea potente e interesante pero que, en Venezuela se enfrenta básicamente a tres tipos de problemas: la carencia de población trabajadora con capacidad y formación suficiente para constituir empresas eficaces, la carencia de tecnología moderna y la inexistencia de redes que faciliten la interconexión, única forma de evitar que el desarrollo endógeno que se propone se limite a conformar islotes de actividad de muy poco alcance y sin futuro alguno.
Lógicamente, esos no son los únicos problemas que atenazan a la economía venezolana. La ausencia de un auténtico mercado interno, la falta de suficiente financiación (al menos en toda la magnitud necesaria) para la actividad productiva, la concentración de la actividad productiva se añaden a todo lo anterior. Y, para colmo, todavía se da el cáncer más sangrante que sufre la economía y la sociedad venezolana: la corrupción que paraliza la administración en muchas ocasiones y que impide que los recursos se puedan utilizar eficazmente, que los proyectos culminen y que los ciudadanos confíen en sus gobernantes. El proceso que encabeza Hugo Chávez tiene muchos problemas a los que hacer frente pero en mi opinión este último es el más peligroso, el que realmente puede echar por alto lo que se ha conquistado y el futuro de la revolución.
Superar con mucho pragmatismo estos problemas seguramente sea mucho más eficaz y socialmente útil que tratar de adelantar sólo en el campo de la retórica, una tentación de la que nunca están del todo exentos los procesos políticos tan convulsos como el venezolano.
Con la mitad de la población malempleada en el sector informal, con niveles de formación todavía muy escasos y con un sistema productivo que se dejó envejecer o que sencillamente fue destruyéndose poco a poco no sirve de mucho creer que se está en la antesala del socialismo. Lo que ocurre es que el capitalismo ha llegado a un nivel de perversión moral e ineficacia productiva tan inmensas que ni siquiera es capaz ya de crear la acumulación y el mínimo bienestar que difundió en otras épocas históricas. Por eso, la primera paradoja de una revolución que quisiera ser socialista es que debe empeñarse en crear y fortalecer mercados, que debe garantizar estabilidad macroeconómica para los capitales y que debe ser muy productivista para poder utilizar hasta el último bolívar en lograr bienestar para un pueblo al que le fue negado todo. La segunda paradoja es que incluso eso lo está haciendo mejor que los que con tanto ahínco como falta de fundamento dicen que el capitalismo es lo mejor.
Para saber más
El Ministerio de Planificación y Desarrollo tiene en su página web los documentos oficiales para poder conocer las propuestas políticas y las medidas que se han ido adoptando. están en la dirección http://www.mpd.gov.ve/prog-gob/ind_docofi2.htm. La información más estrictamente macroeconómica se encuentra en la web del Ministerio de Finanzas: http://www.mf.gov.ve/
En la web del Banco Central de Venezuela se encuentran así mismo muchos documentos e informes esenciales para conocer la evolución económica.
En la del Instituto Nacional de Estadística de Venezuela se encuentran todos los datos para seguir la evolución económica y comprobar los resultados económicos de los últimos años con los del periodo político anterior.
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