Los datos económicos que vienen registrándose en las últimas semanas indican cada vez más a las claras que la economía mundial está al borde de una nueva recesión económica.
La coincidencia de esta circunstancia con los atentados de Nuevas York lleva a provocar una confusión muy interesada y de escasa justificación, según la cual han sido los atentados la causa del nuevo y deteriorado escenario económico. Y eso permite, a su vez, que las respuestas económicas y militares que vienen dándose para salvaguardar los intereses de la gran industria se presenten como las técnicamente más convenientes para mejorar el clima económico y para combatir el terrorismo.
Sin embargo, las causas reales del cambio en el ciclo económico son otras y vienen de más lejos, por mucho que los atentados hayan contribuido a agudizar sus efectos.
La expansión que durante el último decenio ha vivido la economía estadounidense, y de la que se ha alimentado el resto de las economías, se ha basado, fundamentalmente, en una regulación ultraliberal de los mercados laborales, que ha permitido una rápida y continuada adaptación de la fuerza de trabajo a las demandas empresariales, a costa naturalmente de una gran pérdida de bienestar y de calidad en los puestos de trabajo y, por otro lado, en la inflación de expectativas favorecedoras con que ha querido revestirse la llamada, y hoy casi olvidada, “nueva economía”.
Pero en esas dos grandes bases de la expansión se encerraban también las limitaciones de ese modelo de crecimiento.
La regulación liberal del trabajo garantiza un ajuste rápido y adecuado a las necesidades empresariales que acelera los ritmos de acumulación de capitales, pues permite que las empresas dejen de soportar los costes laborales casi como una inevitable carga de costes fijos. Pero, al mismo tiempo, hace a la economía en su conjunto mucho más dependiente de los ciclos de la demanda y, en general, de aquellas variables que se soportan más en la confianza o en la certidumbre.
Por su parte, la sobrecapitalización de todo el sector de la nueva economía trajo consigo una verdadera flatulencia financiera, toda vez que se basaba en una hipertrofia artificial de los valores empresariales y en un endeudamiento masivo que no se correspondía con las posibilidades de expansión reales de la economía en su conjunto.
Lo que se estaba provocando en la economía estadounidense era una especie de sobrecalentamiento del centro de la misma, en los sectores tecnológicamente más avanzados, sin que en su alrededor, o lo que es igual, en la mayoría del sistema económico, se pudiera ir absorbiendo la energía que se creaba.
Se trata del gran problema que hace insostenible el régimen económico de nuestros días: una inmensa capacidad de crear valor pero una imposibilidad real de hacerlo efectivo porque sólo
una parte muy reducida de la economía puede acercarse al plato donde se reparte.
El cambio de registro que venían anunciando los datos económicos del segundo trimestre del año advertían del decaimiento de la economía estadounidense justamente por esas causas. Y si los atentados han sido tan influyentes no es sólo por su magnitud, sino porque han afectado a las circunstancias que más directamente venían debilitando a la economía: la pérdida de confianza y la incertidumbre.
El deterioro tan inmenso que van a registrar las estadísticas posteriores a los atentados no puede explicarse solamente por el solitario efecto de estos últimos, máxime si se tiene en cuenta que va a afectar a una gama demasiado variada de actividades y sectores y que el gobierno norteamericano intervino muy activa y decisivamente a corto plazo amortiguando así sus efectos de choque inmediatos. Se calcula, por ejemplo, que la tasa de crecimiento estimada del comercio internacional bajará del cinco o seis por ciento al dos por ciento en 2002, o que en los próximos meses se registrarán veintiseis millones de nuevos desempleados en la OCDE.
Puede decirse, pues, que los atentados despertaron unos vientos que soplaron en la misma dirección de la tempestad que ya había empezado a levantarse, fortaleciendo la tendencia a la recesión que traía consigo un modelo de crecimiento intrínsecamente inestable e insostenible.
De hecho, la propia Administración Bush había empezado a hacer frente a esta deriva desde hacía meses (e incluso podría decirse que su propia y controvertida elección fue ya el primer paso en ese sentido) poniendo en marcha el sistema de regulación macroeconómica más reaccionaria que se conoce pero, al mismo tiempo, más efectivo y rentable para la gran industria norteamericana. Efectivamente, la declaración de guerra no hizo sino formalizar la solución que los grandes capitales habían escrito en el cuaderno de bitácora con el que Bush entró en la Casa Blanca: el recurso al gasto militar como forma de regular la economía en periodos de desequilibrio macroeconómico. Otra vez, o como siempre, el keynesianismo reaccionario. No es casualidad que la fase de expansión que ahora se cierra se iniciara justamente con la guerra del Golfo.
Los efectos de las medidas económicas de Bush ya se empiezan a conocer: subvenciones y contratos a las grandes compañías de la industria militar y una generosa pedrea para todas aquellas que financiaron su campaña electoral, así como sensibles rebajas fiscales que afectan sobre todo a los niveles de rentas más elevados. Y todo ello, al mismo tiempo que se niegan aumentos del gasto que estén vinculados a subsidios de desempleo y, en general, a otros objetivos sociales. Los bomberos neoyorkinos, antes proclamados como héroes y ahora detenidos por la policía cuando protestan por la reducción de personal, son una muestra realmente palmaria de lo que es en realidad el neoliberalismo.
Es muy posible, en fin, que todo esto no sea solamente una solución coyuntural, que la Administración Bush haya aprendido la lección de periodos anteriores y que, en consecuencia, no se limite a adoptar estas medidas como solución a corto plazo. Más bien parece que se trata de una auténtica opción estratégica para consolidar a la estructura militar como una base de crecimiento económico mucho más estable y segura que la volátil nueva economía que sólo avanza a golpe de sobresalto y financierización.
Es preciso hacer finalmente una mención singular sobre el contexto internacional. Esta estrategia estadounidense va a poder llevarse a cabo no sólo por su capacidad demostrada de liderazgo mundial, sino por la crisis ya patológica de Japón y gracias a un fenómeno que debería merecer una reflexión singularizada: la desgraciada esclerosis con la que la Unión Europea está haciendo frente a la situación mundial. Silenciada en lo político y encorsetada por un Plan de Estabilidad concebido en épocas expansionistas no puede sino limitarse a dar el visto bueno a las directrices imperiales mientras se encomienda pasivamente a los hados para evitar que el zarparzo de la crisis no le coja de lleno en pleno paso al euro, que podría llegar a ser verdaderamente caótico.
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