Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Reflexiones para una política macroeconómica alternativa

En A. Guerra, M. Soares, M. Rocard, «Una nueva política social  y económica para Europa». Editorial Sistema. Madrid 1.997.

«El reconocimiento de las posibilidades destruidas para siempre nos inspira un sentimiento de urgencia. La demora es costosa para nosotros y más aún para nuestros descendiente y para las otras especies con las que compartimos el planeta. Ya es muy tarde. Resulta difícil evitar la amargura por lo que podría haberse hecho y por las oportunidades adicionales que se pierden cada día. Resulta difícil evitar el resentimiento hacia quienes continúan obstruyendo con tanto éxito los cambios necesarios».

H.E. DALY y J.B. COBB, jr., «Para el bien común. Reorientando la economía hacia la comunidad, el ambiente y un futuro sostenible». Fondo de Cultura Económica. México 1.993,p. 365.

1. INTRODUCCION

En las páginas que siguen me propongo plantear algunas reflexiones que pudieran contribuir a urdir una política económica alternativa a la que, de manera más o menos generalizada, están aplicando los gobiernos europeos en los últimos años.

Se trata de una reflexión muy difícil de encajar en pocas páginas porque obliga a tomar en consideración perspectivas muy plurales y extraordinariamente complejas.

Las políticas neoliberales al uso, por ejemplo, han renunciado explícitamente a la creación de empleo, en aras de favorecer la recuperación del beneficio y aplicando para ello una estrategia deflacionista basada, entre otras cosas, en los altos tipos de interés y en el control del gasto, tal y como señalaré con detalle más abajo.

Sin embargo, esa estrategia no es el resultado de un capricho. Ha sido necesaria, y al mismo tiempo ha sido posible, porque las economías han transitado en los últimos años por un auténtico cambio en la estructura del sistema productivo que ha ido acompañado de modificaciones sustanciales de las disponibilidades tecnológicas, de los regímenes institucionales, de la cobertura de los mercados, de los propios valores sociales, de las formas de sociabilización, etc. Estas condiciones estructurales demandaban respuestas adecuadas, si es que se quería mantener el régimen de apropiación dominante, y el neoliberalismo ha sido su expresión paradigmática.

Eso quiere decir que el neoliberalismo constituye un tipo de estrategia que se corresponde a la perfección con las condiciones sociales e históricas en que se ha desarrollado. O dicho de otra forma, que es la existencia de este tipo de condiciones lo que hacen apropiado un proyecto político como el neoliberal.

Es importante tener eso en cuenta para poder comprender que la respuesta a una política neoliberal que genera desempleo, por ejemplo, no puede limitarse, desgraciadamente, a ser una simple inversión lineal en los objetivos o en la pura instrumentación de las decisiones, sin variar las condiciones contextuales. La respuesta alternativa que quiera ser trascendente y perdurable requiere disponer de un marco general distinto. Seguramente, una política basada simplemente en dar la vuelta a la estrategia deflacionista mediante la relajación del gasto, la disminución de los tipos de interés…, pero que no tenga en cuenta esas otras circunstancias «generales», institucionales, medioambientales, sociales o sencillamente políticas, llevaría con toda probabilidad a un estrepitoso fracaso.

Soy consciente, pues, de que hablar de política económica alternativa al discurso neoliberal dominante requiere considerar un abanico de problemas contextuales muy importantes y de mucho mayor alcance de las que caben en estas páginas: desde la propia comprensión de la naturaleza de las necesidades humanas a la reconversión de la base energética del planeta, pasando por la reforma global del orden institucional internacional, por el problema de la democracia, de la violencia y el poder…

Sin embargo, en este trabajo voy a prescindir conscientemente de plantear estos problemas contextuales con el detalle que seguramente hubiera sido necesario, dando por hecho que es preciso que «una nueva política social y económica para Europa» se inserte en una ecuación de cambio que trasciende el nivel de la inmediatez y lo puramente económico.

Aquí voy a centrarme fundamentalmente en un aspecto más concreto del asunto: el análisis de propuestas alternativas desde la izquierda en el ámbito de lo que convencionalmente se denomina «política macroeconómica». Esto es, el conjunto de decisiones relativas al funcionamiento global de la actividad económica adoptadas con el fin de influir no sólo sobre el comportamiento de individuos, segmentos concretos o sectores de la actividad económica, sino sobre todos ellos de manera agregada.

Y, además, quisiera hacer este planteamiento más concreto con una restricción añadida.

A la hora de plantear alternativas se puede caer fácilmente en dos errores bastante simétricos. Uno es el adoptar lo que podríamos llamar una actitud nominalista y limitarse a sostener que cualquier planteamiento alternativo se resuelve con el cambio radical de las condiciones en que se formula el problema. Yo aceptaría sin dificultad que la solución a la insatisfacción y al dolor humano que provoca un sistema económico injusto y basado en la desigualdad sería instaurar una sociedad en donde hubiera quedado erradicada la explotación y la institucionalización de la injusticia, es decir, qué)lo que convencionalmente podemos denominar una sociedad socialista. Pero,  contribuye a resolver por sí solo la formulación de ese desideratum?. Para que sirva efectivamente como referencia para la transformación es necesario que aquello que se ha concebido como concepto se vincule a las experiencias concretas en que se desenvuelven las realidades sociales y posiblemente eso obliga a considerar a los abstractos de referencia (socialismo, izquierda, progreso, mercado,…) como objetos en continuo proceso de rediseño. Cuando no se hace así, cuando el abstracto resulta el elemento sobredeterminante es cuando se cae en el nominalismo, un empeño tan a menudo enjundioso como siempre inútil.

El otro error consiste, por el contrario, en despreciar el establecimiento de horizontes, lo que, en aras de la inmediatez, se suele resolver con una renuncia efectiva a modificar las inercias dominantes, impregnándolas tan sólo de ligeros matices que a la postre sólo podrán diferenciarse muy tenuamente. Los reformismos de tendencia claudicante son la expresión genuina de este fenómeno y se dilucidan finalmente en la frustrante proposición de que «no hay alternativas».

Mi pretensión es contribuir a generar respuestas cuya aplicación fuese posible mañana mismo, porque entiendo que esas son las que son necesarias. Pero, al mismo tiempo, con la seguridad de que sólo traerían frustración si no se encajan en una perspectiva, a plazo más largo, de transformación radical de la sociedad capitalista.

En suma, se trataría de evitar que, una vez más, la izquierda ante el poder vuelva a tener la misma disyuntiva de siempre: traicionar o perecer.

Otra cuestión previa que ha de tenerse en cuenta es que las políticas neoliberales, y muy específicamente las económicas, han logrado afianzarse con éxito en nuestras sociedades, a pesar de sus contradicciones evidentes y de sus efectos tan negativos sobre el bienestar humano, precisamente porque constituyen una expresión muy acertada de lo que el sistema capitalista necesitó en un momento dado, tanto en lo relativo a la pura actividad de acumulación como en lo que respecta a la necesaria legitimación del sistema. Se puede decir entonces que son verdaderamente radicales, tanto porque han conseguido redefinir las condiciones estructurales en que se resuelven los problemas económicos de nuestra época, como por el hecho de haberlo conseguido generando y aplicando una estrategia omnicomprensiva que, sobre todo, vincula de manera indisoluble el problema económico con los del poder y la legitimación, es decir, con la política.

De esa forma, el discurso neoliberal ha sido capaz de autoidentificarse plenamente, y hacer que sea identificado, con el orden del sistema, con el equilibrio de las cosas y con el principio de la razón; de manera que todo aquello que le es diverso tiende a ser percibido como la expresión de un disenso tan profundo que no puede llevar más que al lugar de la nada.

Pero, no en vano, la época del neoliberalismo es la de las realidades virtuales. Nada más irreal que esa aparente confusión entre la política actual, el orden y el equilibrio. Y mucho menos, entre la economía y la satisfacción.

El neoliberalismo ha podido configurarse como una estrategia tan exitosa gracias a que ha ocultado con eficacia la realidad frustrante que le ha sido intrínseca en los últimos años, a que realiza auténticos juegos malabares para evitar que la ciudadanía perciba de manera patente sus pretensiones implícitas, y gracias a que ha hilvanado un velo de elementalidades (libertad, mercado, responsabilidad, yo…) suficientemente aparentes como para convertirse en la base de un lenguaje común y convincente, incluso para muchos de aquellos cuya voluntad sincera fue la de situarse fuera del discurso neoliberal.

Precisamente por ello, me parece que una tarea previa esencial es la de desnudar al discurso neoliberal, quitarle el velo que cubre las vergüenzas de la insatisfacción que provoca, de la destrucción física, del desorden social que se ha larvado y del conflicto reprimido que no se podrá ocultar por todos los tiempos.

Entiendo, pues, que es más precisa que nunca la crítica radical de la política económica neoliberal, no como un simple ejercicio intelectual, sino procurando que de ella se nutra una conciencia ciudadana distinta, capaz de revolverse y resolver frente al bienestar virtual que aquella toma como bandera.

El neoliberalismo triunfa como estrategia capaz de recuperar el beneficio y la capacidad de gobernabilidad de los intereses económicos más poderosos, y fracasa a la hora de satisfacer con generalidad las necesidades sociales. Pero es capaz de evitar que la sociedad perciba esto último.

Justamente por ello, hay que ser conscientes de que una nueva política sólo podrá desarrollarse cuando los ciudadanos comiencen a echar cuentas de las frustraciones que trae consigo la incoherencia de la política neoliberal. Esto es, será posible sólo cuando las mayorías sociales se percaten de que es absolutamente necesaria frente a la realidad existente.

2. POLITICA ECONOMICA ALTERNATIVA: LAS INEVITABLES RESTRICCIONES.

Las decisiones económicas que toman los gobiernos son de muy distinta naturaleza. Unas veces se adoptan sobre parcelas muy restringidas de la actividad económica, pero de notable trascendencia; otras afectan a gran número de personas, lo que dificulta su instrumentación, aplicación y seguimiento. Unas requieren laboriosos trámites parlamentarios, otras un complejo análisis técnico para evitar efectos perversos. No siempre, además, las medidas de política económica que afectan a la actividad se adoptan desde los mismos niveles de gobierno, o dicho de otra forma, puede ser que desde cada uno de ellos se actúe de manera contradictoria, anulando unas medidas a otras.

Todo esto quiere decir que es preciso que las decisiones que en conjunto conforman lo que conocemos como política económica respondan a un diseño previo y homogéneo, en donde esté bien delimitado cuál es el alcance que se pretende dar a cada una de ellas, los objetivos que persiguen, la naturaleza de los medios más adecuados para alcanzarlos, etc.

En definitiva, e incluso en la sociedad más liberal, es siempre preciso una cierta regulación macroeconómica, es decir una intervención sistemática sobre todas las circunstancias que globalmente influyen sobre los principales problemas económicos que se desea resolver.

Igualmente, eso quiere decir también que las decisiones de política económica no pueden ser el resultado de un designio caprichoso. Hoy día sabemos ya con precisión que determinadas actuaciones llevan consigo determinado tipo de efectos o que medidas de una determinada naturaleza originan cambios en uno u otro sentido.

Por lo tanto, no sólo es necesario tener un diseño previo, sino que éste debe ser, a su vez, viable, rigurosamente realizable. La escasez a la que sin duda nos enfrentamos, o los límites energéticos, los poderes diferentes que vienen dados por una específica definición del haz de derechos de los que pueden disfrutar los diferentes agentes, por ejemplo, no siempre permiten que cualquier medida, de cualquier modo formulada, sea viable.

También sabemos que la actividad económica está sujeta a algunas leyes, aunque no siempre podamos tener perfecta constancia de cuáles son, y con qué expresión vamos a encontrarlas en un determinado momento histórico.

Conocemos, igualmente, que de los distintos instrumentos de intervención que pueden utilizarse para hacer efectivas las diversas decisiones de política económica se derivan efectos muy distintos. Pero quizá no tengamos plena seguridad sobre cuál va a ser su diferente magnitud. Es decir, que será necesario evaluar previamente cada uno de ellos y optar de manera discrecional, en virtud de los objetivos que preferentemente deseemos alcanzar.

En otras ocasiones, quizá ni tan siquiera se pueda saber a ciencia cierta qué efectos provocarán las decisiones.

En definitiva, pues, cuando se plantea un diseño determinado de la política económica es preciso disponer de un análisis previo lo más riguroso posible sobre el «marco global» en el que se insertan las decisiones. La improvisación o la falta de fundamento serán siempre errores que terminarían pagándose caros por la sociedad.

Esto justifica por sí solo que en estas páginas me limite a proponer algunas ideas directrices, sobre las cuales, y de manera mucho más rigurosa y singularizada, habrá que volver en el futuro.

Ahora bien, además de las determinantes analíticas a las que hecho sucinta referencia arriba, y de las que trataré de ocuparme más abajo, hay un asunto previo que me parece preciso abordar aunque, significativamente, no suele ser objeto preferente de consideración en los análisis ortodoxos o convencionales.

La macroeconomía y la democracia

He adelantado que las decisiones de política económica que se adopten deben ser consecuentes con los objetivos formulados y, además, viables y adecuadas.

cómo se definen los objetivos que va a perseguir la)Ahora bien  política económica?.

Aunque me ocuparé en el siguiente epígrafe del asunto de la definición de los objetivos, debe ahora quedar claro que su establecimiento, que al fin y al cabo es lo que determina los instrumentos que deben luego aplicarse y el tenor concreto de las medidas distintas de política económica que se adoptan, no pueden ser más que el resultado de una preferencia social.

En los manuales convencionales más al uso se definen siempre los objetivos que persigue la política macroeconómica.

Se suele coincidir señalando que éstos son: producción (elevado nivel, rápida tasa de crecimiento), empleo (lograr elevar el nivel de empleo o bajar el nivel de desempleo involuntario), estabilidad del nivel de precios con libertad de mercados, equilibrio exterior (equilibrio entre las exportaciones y las importaciones y estabilidad del tipo de cambio).

qué prioridad se establece y por)Por qué estos y no otros?, ) qué cuando uno de ellos pueda conseguirse sólo limitando la consecución de quién es el agente o la institución que debe o puede dar respuesta a)otro?,  estas preguntas?.

Cualquiera que hojee un libro de macroeconomía convencional, o simplemente una introducción ortodoxa a la economía, podrá comprobar que los objetivos descritos de tal forma se consideran como algo intrínseco a la propia macroeconomía y, en consecuencia, indiscutibles. Se presentan como algo tan elemental y lógico que no parece que tengan que ser puestos en cuestión.

El asunto sin embargo, tiene bastante trascendencia.

Los objetivos de la política económica nunca son el resultado de una decisión neutral, sino el resultado de que algún agente o colectivo social ha estado en condiciones de establecer con prioridad una determinada preferencia que le es genuinamente propia.

Piénsese, por ejemplo, en un caso paradigmático.

Por qué la equidad, la justicia en la distribución de la) renta, no se considera un objetivo esencial de la macroeconomía?.

En puridad, no puede argumentarse su dificultad a la hora de conseguirla por los medios que están a nuestro alcance, puesto que la realidad muestra precisamente que la pauta distributiva se está modificando permanentemente, en un sentido u otro, como consecuencia del funcionamiento de los mercados o de la intervención de los gobiernos. Sabemos, por ejemplo que determinadas figuras impositivas son más igualitarias que otras, o que todo lo que afecte, en un sentido o en otro, a los salarios monetarios influye también de una manera u otra en la distribución de los ingresos.

Tampoco hay razones rigurosamente fundadas para sostener que avanzar hacia soluciones más equitativas implique mayor dificultad para lograr la consecución de los demás objetivos que se fijan convencionalmente, salvo que lo que se desee efectivamente sea distribuir asimétricamente a favor del beneficio.

La respuesta entonces a esas preguntas no puede ser otra que considerar que la exclusión de la equidad como objetivo de la macroeconomía es el resultado de una determinada opción. Y que ha sido adoptada sólo en virtud de que quienes la sustentan han estado en condiciones de imponer su preferencia particular, o de establecerla como si fuera una preferencia «general».

La actividad económica no es más que una lucha permanente por el reparto. No cabe pensar que nadie sea indiferente a cuál sea el resultado del reparto. Y puesto que cada agente económico tiene un interés en ello, tiene también una estrategia y una preferencia sobre el resultado distributivo que pueda alcanzarse.

En sentido riguroso, como decían ya los primeros economistas clásicos, ese es el asunto esencial de la economía.

Es cierto que a los economistas no les interesa, en el sentido de que no es el objeto de su estudio, cómo se forman las preferencias en la sociedad, cómo puede un determinado grupo social conseguir que su preferencia aparezca como mayoritaria para imponerla a los demás.

Pero eso no quiere decir, sin embargo, que la economía, y especialmente la política económica, sean independientes de ello.

La actividad económica es una dimensión singular de las estrategias humanas de cara a hacer frente a la necesidad (y ésta no es sólo la de tener, sino también la de ser o relacionarse) y, en consecuencia, se subordina a esa estrategia general.

Esto quiere decir que los objetivos le vienen dados a la política económica por las preferencias sociales, no son definidos con independencia de ellas.

Por consiguiente, cualquier planteamiento sobre política económica debería partir de hacer referencia a las condiciones en que se establecen esas preferencias.

O dicho de otra manera; puesto que el diseño de toda política económica nace de la definición de unos objetivos que responden a unas determinadas preferencias, es justo que la sociedad resuelva previamente la fórmula que permita que los objetivos se definan de manera que sean un fiel reflejo de los mayoritaria y efectivamente deseados.

Nuestra sociedad vive en una lamentable esquizofrenia. Basada en el reconocimiento de que la democracia es la única mecánica que permite salvaguardar la libertad de los individuos, deja de utilizarse cuando se trata, sin embargo, de abordar el problema fundamental de los seres humanos: a saber, la satisfacción incluso más elemental de sus necesidades materiales.

No puede haber, pues, una política económica orientada al bienestar general si sus definiciones más esenciales no respetan el deseo mayoritario de los ciudadanos. No puede haber política económica que satisfaga preferentemente las necesidades de la mayoría de la población si no hay una auténtica democracia.

Se podría argumentar que determinado tipo de relaciones económicas no dependen de la voluntad ciudadana, lo que impide que su determinación sea democrática.

Pero este es un tipo de argumentación que responde a una definición circular de lo que debe considerarse como opción de política económica. Se definen unos determinados objetivos que de suyo implican un tipo específico de relaciones y, en consecuencia, no pueden admitirse variantes puesto que se salen de los objetivos predeterminados: es deseable una economía de mercado, los capitales fluyen libremente, luego no puede admitirse que los capitales no fluyan libremente porque dejaría de darse, entonces, una economía de mercado.

Los economistas ortodoxos olvidan con demasiada facilidad que están hablando de la elaboración o puesta en práctica de estrategias sociales, no de la contemplación de fenómenos naturales que queden fuera del control de los demás seres humanos y que sólo aquellos pueden llegar a conocer y darle respuesta. Por eso asumen con generalizada frecuencia que las hipótesis de partida son inamovibles.

Por el contrario, afirmar que puede haber formulaciones alternativas, de cualquier tipo que éstas sean, es el resultado lógico y más realista de admitir que pueden variar las preferencias sociales, como de hecho han ido cambiando a lo largo de la historia, que quiérase o no, está todavía inacabada.

Sintomáticamente, el ascenso de las políticas neoliberales ha ido acompañado de un debilitamiento de la democracia. No necesariamente entendida ésta como mecánica para la representación social (que puede haberse extendido), sino como procedimiento para el planteamiento de los problemas sociales y para la resolución de los conflictos que naturalmente conlleva. Así, se ha multiplicado la influencia de los organismos o fuentes de decisión que se sitúan fuera o más allá de los institutos sometidos habitualmente al control democrático (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, bancos centrales autónomos…), en donde la decisión no está sujeta a procedimientos institucionales democráticamente preestablecidos (G-5), o, sencillamente, bloqueando el propio desarrollo institucional que podría servir de contrapeso a las decisiones ejecutivas (Parlamento frente a Comisión europeos).

Este debilitamiento de la democracia ha ido acompañado de una creciente capacidad de intervención ideológica y de la conformación de un sistema de valores que lo han hecho posible y han permitido la asunción del propio discurso neoliberal por sectores sociales de elevado peso específico en el sistema de representación social. Sin necesidad de beneficiarlos específicamente, la política neoliberal ha tenido la capacidad de gratificarlos virtualmente gracias al sistema de referencias morales creadas, sobre todo, en torno a una pauta social de consumo que permite que los individuos identifiquen preferentemente la satisfacción con la aspiración y la expectativa.

En consecuencia, entiendo que el requisito previo para hacer viable una nueva política económica social es precisamente «la democratización de la democracia», en palabras de A. Guiddens, que permita entonces plantear órdenes de objetivos diferentes y sostener las decisiones en las preferencias que se hayan revelado efectivamente mayoritarias a través de experiencias de «democracia dialogante», también en expresión del mismo autor, y no sólo como resultado de sortear con habilidad la mecánica representativa.

El contexto internacional: globalización y poder supranacional

Una segunda restricción condiciona de manera fundamental la posibilidad de aplicar políticas alternativas y, de hecho, estará determinando cualesquiera de los planteamientos a los que voy a referirme más abajo. Me refiero al marco y a las circunstancias internacionales en el que se inserta cualquier economía y de las que dependen en una buena medida las decisiones de política económica que allí se adopten.

Al menos hay que tener en cuenta cuatro fenómenos que hoy día constituyen restricciones de primer orden a la hora de poner en práctica políticas encaminadas a fortalecer principalmente intereses nacionales y, a su vez, de los más desfavorecidos.

El primero de ellos es que nuestra época se caracteriza por un extraordinario grado de interrelación entre las economías y las sociedades. Como suele ser decirse, vivimos en un mundo globalizado, en donde lo que sucede o se realiza en un lugar concreto condiciona y está condicionado por lo que sucede en el resto del planeta.

Bien es cierto que la mundialización no se da cuando se trata hacer frente a las necesidades humanas, de garantizar una pauta de satisfacción generalizada, sino que se limita más bien a expresarse como la constitución de un mismo territorio para el capital. Pero, con independencia de ello, lo cierto es que hoy día el régimen de intercambios se desenvuelve sin entender de fronteras; lo que implica una dificultad, que puede llegar a ser absoluta, a la hora de incidir en él desde un ámbito espacial concreto y singularizado.

Los movimientos planetarios de capital, el comercio internacional de mercancías y servicios, incluso la propia circulación de personas, el marco exterior como referencia y condicionante permanente de la eficacia interna, el entramado institucional de caracter supranacional cada vez más amplio, por no hablar de la omnipresencia de las empresas multinacionales, son realidades que no se pueden soslayar cuando se diseña una política económica nacional, porque los resultados que ésta pueda alcanzar dependerá siempre de todos ellos.

Un segundo fenómeno, muy vinculado al anterior, es la consolidación de procesos de integración regional que terminan por absorber una buena dosis de soberanía, especialmente en el campo de la política económica, lo que provoca, cuando se está integrado en ellos, que la capacidad de maniobra que pueden llegar a tener las políticas nacionales sea a veces extraordinariamente reducida.

Un tercer factor a considerar es que la internacionalización no se produce en condiciones de simetría y poder repartido, sino, por el contrario, bajo estructuras imperialistas asociadas a una enorme dependencia comercial, tecnológica, cultural o sencillamente militar, de tal forma que cualquier política económica nacional no sólo debe pasar el test nacional y someterse además a un juego complicado de equilibrios a nivel internacional, sino, lo que es peor, también a la posibilidad de que llegue a cuestionar el orden en el que se resuelve el conflicto de intereses a nivel mundial; situación que suele provocar respuestas que van más allá del simple ajuste económico.

Sucede, por último, que nuestra época, quizá como cualquier otra pero ahora de forma mucho más agudizada, se caracteriza porque el poder que permite aplicar o neutralizar las decisiones sociales es internacional.

Estas circunstancias llevan a veces a pensar, con la colaboración nada gratuita de los grandes medios de difusión cultural y de conformación de la opinión pública, que se trata de un marco exterior inamovible. Sin embargo, cuando se comprueba hasta qué punto el planeta se deteriora como consecuencia de la pervivencia del orden socio-económico en el que vivimos, cuando se constata el sufrimiento y la insatisfacción crecientes que padece la mayor parte de los seres humanos y cuando además es claramente comprobable que todo ello convive con el despilfarro y la opulencia, la necesidad de replantear el modelo de crecimiento global y hacer frente a los núcleos de poder que lo sostienen constituye un auténtico imperativo ético; que habrá que asumir antes de que sea demasiado tarde y si es que se quiere evitar una conmoción de aspectos y consecuencias inimaginables.

Pero además de ser un puro imperativo moral, la transformación hacia el bienestar y la sostenibilidad del actual orden internacional resulta una condición inexcusable para avanzar, no ya en políticas radicales (que en mi opinión son igualmente tan deseables como necesarias), sino incluso para tratar de galvanizar mínimamente la actividad productiva en las naciones, para evitar la destruccción masiva de empleos o, sencillamente, para frenar una dinámica depresiva y de inestabilidad permanente a la que es imposible que ni las economías capitalistas más liberalizadas puedan acostumbrarse sin trauma.

En consecuencia, hay que reconocer que para que pueda llegar a ser posible cualquier política alternativa al neoliberalismo, y me temo que incluso en sus versiones más edulcoradas, es necesario haber forzado un marco diferente de relaciones internacionales que permita la efectiva protección de los espacios y las economías más débiles, una regulación global orientada a re-nacionalizar los flujos financieros y el establecimiento de una autoridad mundial para el comercio internacional que reconduzca el gravísimo proceso de empobrecimiento que ha sido causado a la mayoría de las naciones del planeta.

En mi opinión, y aunque esto pueda sonar a chasquido en los oídos más habituados al discurso neoliberal, hay que perder el miedo a plantear conceptos y estrategias que, reformulados a la luz de las nuevas condiciones sociales y económicas, comportan un sentido mucho más lógico y efectos mucho más beneficiosos sobre el bienestar. Me refiero, por ejemplo, al proteccionismo, o una una nueva regulación del comercio internacional si se desea una expresión más suave, no sólo como fórmula simplemente defensiva (que ya de suyo estaría justificada), sino como expresión de un orden comercial más cuidadoso con la dotación existente de los recursos y más favorable a los intereses generales.

Sin embargo, la necesidad de ese horizonte de cambios en el contexto internacional no debe contemplarse como una hipoteca definitiva para la ejecución de políticas económicas de izquierda a nivel nacional. Todo lo contrario. Entre esas dos dimensiones existe una dialéctica esencial de la cual depende el ritmo de los cambios sociales en nuestro mundo. Porque si bien el actual estado de fuerzas mundial puede con razón considerarse como un potentísimo corsé de la política nacional, no es menos cierto que sólo haciendo real por necesaria a ésta última se podrán poner en movimiento las mutaciones imprescindibles en el orden internacional.

3. LOS OBJETIVOS DE UNA POLITICA ECONOMICA DEMOCRATICA

Una de las connotaciones más significativas de la política neoliberal ha sido la definición de los objetivos e instrumentos de política económica sin hacer referencia expresa a las condiciones de la economía real, a los costes o beneficios sociales o productivos que originan, de manera cierta o previamente estimada. Se trata, pues, de un planteamiento puramente nominal de la política económica, gracias al cual se ha podido diluir la naturaleza real de las políticas neoliberales y disociar su formulación retórica de los efectos que provoca en la realidad social.

Los gobiernos de inspiración neoliberal articulan la política macroeconómica, y en general el conjunto de sus decisiones políticas de trascendencia económica, como si fuese posible transformar las condiciones reales actuando tan sólo en escenarios que no lo son, creando así una auténtica realidad virtual en donde se pretende que se hagan efectivas las políticas económicas. Se gobierna para los mercados, como si éstos fueran seres de carne y hueso que reaccionan con la alegría o el dolor del maestro que vigila la tarea que deben realizar sus pupilos.

Lo cierto es, sin embargo, que detrás de ese nominalismo se esconde una pérdida tremenda de bienestar social, una auténtica andanada contra las rentas salariales y los derechos sociales, pues al socaire de una expectativa que no es más que una obsesión inconquistable, lo que se persigue es el sacrificio y la renuncia a la satisfacción de las clases menos favorecidas.

En consecuencia, es una tarea primordial conseguir que se haga explícito el objetivo mediato de las políticas económicas, lo que sólo puede conseguirse a través de una doble estrategia: repudiando con contundencia democrática las políticas que lleven consigo el empeoramiento en las condiciones de vida, y reclamando que la política económica recobre el norte de las condiciones reales en que se desenvuelve actualmente el bienestar ciudadano.

Esto último requiere establecer objetivos finales de la actividad económica que se traduzcan de manera efectiva en un mayor bienestar, determinar su expresión inmediata que se corresponda con cada coyuntura, y fijar los instrumentos que pueden permitir acercarse a ellos evaluando sus posibilidades, alcance y limitaciones.

Un necesario «triángulo mágico»: empleo, igualdad y sostenibilidad

En mi opinión, los tres grandes objetivos a los que debe plegarse en cualquier caso la acción gubernamental deberían ser los siguientes. En primer lugar, la creación de empleo, pues no de otra forma se garantiza que los ciudadanos dispongan de los ingresos que le garantizan una vida digna. En segundo lugar, la consecución de una distribución de las rentas más igualitaria, puesto que del incremento de la desigualdad se sigue no sólo mayor malestar, sino también la menor eficiencia derivada del despilfarro que supone la pobreza y la marginación en un mundo con recursos suficientes para erradicarlas. Finalmente, la sostenibilidad medioambiental ya que, siendo éste un requisito imprecindible en todo sistema cerrado, su incumplimiento por un modelo de crecimiento dilapidador ha llevado a una situación cercana a los límites de admisibilidad.

Naturalmente, la asunción de estos objetivos comportan problemas serios si es que no se desea limitarse a reproducir postulados meramente nominalistas y abstractos. Es preciso avanzar en la definición concreta de cada uno de ellos y abordar cuestiones como la naturaleza de los requisitos de sostenibilidad que deben ser adoptados, el análisis de las condiciones y mecanismos necesarios para llevar a cabo la evaluación de los impactos de las medidas que pretenden alcanzarlos; por ejemplo, para poder determinar el efecto sobre la desigualdad de una política económica concreta, o cuándo se aumenta o disminuye la igualdad interpersonal. Y, de manera primordial, avanzar en el diseño de magnitudes, índices y criterios relativos a las connotaciones cualitativas del bienestar, o simplemente que permitan cuantificar los fenómenos económicos reales con más precisión de la que hace gala la economía convencional.

Puesto que, además, se trata de objetivos mediatos, es decir que se pueden lograr en la medida en que se articulen decisiones más concretas que los respeten, es necesario también singularizar sus expresiones más cercanas, en cada coyuntura concreta.

En relación con el empleo creo que se deben tener en cuenta tres grandes cuestiones: productividad, crecimiento y naturaleza del trabajo en las sociedades que deseen avanzar hacia el empleo suficientemente generalizado como paraga garantizar medios de susbsistencia a la población.

En las economías capitalistas, el control de las condiciones en que pueden lograrse incrementos en la productividad se convierte en una piedra de toque esencial para la consecución del beneficio. En las condiciones actuales, quienes están en condiciones de ejercer dicho control pueden desenvolverse con mucha mayor facilidad en los mercados y, en particular, ubicarse geográficamente con mucha mayor ventaja. Puesto que esa capacidad no está al alcance de todos los agentes y empresas, sino que se reparte muy asimétricamente, ha provocado y hecho necesaria la generalización de estrategias de relocalización que llevan consigo la desindustrialización selectiva que provoca regueros ingentes de desempleo y empobrecimiento allí donde se produce. Sin embargo, este proceso no sólo es indeseable por sus consecuencias sobre el bienestar y la actividad económica, sino que sería incluso innecesario si la estrategia predominante no consistiera preferentemente en la salvaguarda de los conglomerados industriales cuya dimensión y estructura les lleva inevitablemente a situarse en niveles de beneficios extraordinarios. De esa forma, se produce uno de los efectos perversos más típicos de nuestras economías: mientras que se fortalecen esas estrategias conducentes a multiplicar la oferta, se deteriora la demanda, lo que provoca de manera inevitable la sobreproducción y la saturación de los mercados y la crisis permanente, a la que sólo se puede hacer frente en un proceso de expansión ininterrumpida que sólo conlleva un agravamiento del mismo problema.

Pero el grado de insatisfacción existente hoy día en el planeta, e incluso en el seno de los países más desarrollados, permitiría realmente que se llevara a cabo un uso más intensivo (y respetuoso con el medio ambiente) de los recursos, por lo que no sólo no tendría que disminuir la oferta global, sino que incluso requeriría impulsos más potentes.

Para ello sería necesario regular de manera efectiva el régimen de competencia muy imperfecta que imponen las empresas multinacionales, para erradicar el sistema generalizado de recursos dilapidados y mantener niveles de rentabilidad en las franjas no oligopolizadas, generadoras de más empleo y respetuosas con el principio de sostenibilidad.

La evaluación más conservadora de la balanza actual entre necesidades y recursos potencialmente utilizables lleva a considerar plenamente factible la potenciación de las actividades productivas intensivas en mano de obra sin que de ello se derive un perjuicio insalvable incluso para los intercambios que se realizan desde la óptica capitalista.

Naturalmente, eso sólo podría suceder si, al mismo tiempo, la regulación macroeconómica actúa fundamentalmente para generar impulsos a la actividad económica, en lugar de frenarla como actualmente sucede.

Por lo tanto, en las condiciones de recursos inutilizados, de desempleo y depresión de la demanda, no sólo es deseable, sino que constituiría la estrategia más adecuada, el impulso de políticas de carácter expansivo, siempre que no se conciban sencillamente como una imagen vicaria de las políticas conservadoras y que se sujeten al principio de sostenibilidad: es decir, que no se limiten a lograr la expansión expresada a través de variables nominales y ajenas a la dimensión cualitativa del crecimiento económico, sino que consistan en la dinamización de las nuevas actividades productivas que encajan en el triángulo empleo-igualdad-sostenibilidad.

Para que ello sea posible, es necesario que se realice una comprensión radicalmente distinta de la productividad. No debe tratarse, linealmente, de plantear si se limita o si se favorece su crecimiento. Hoy día, la productividad viene determinada principalmente por la aplicación de tecnologías de la información y ésta última se caracteriza porque se incorpora de manera transversal en el sistema productivo. Eso quiere decir que la productividad no se alcanza de manera homogénea en el sistema y que su dinámica tiene efectos muy diversos en las diferentes actividades económicas.

Se soslaya con demasiada frecuencia que los niveles de productividad alcanzados o alcanzables no son ineluctables sino aquellos que han sido deseados. De hecho, hoy día (como siempre, aunque en mayor medida que en otras épocas pues nunca se tuvo tecnología con tanta capacidad para intervenir sobre la propia tecnología como ahora) en nuestra economía se «gobierna» la productividad, pero sucede que eso se realiza en función, exclusivamente, de aumentar el nivel de beneficio.

Debe tratarse, pues, de reconducir el uso realizable de la tecnología para que los niveles de productividad alcanzables, en cada actividad o en cada momento, sean los preferidos, por contribuir de mejor manera al bienestar general, por la sociedad en su conjunto.

Puesto que la actividad económica y el nivel de empleo de los que depende el bienestar social estarán siempre determinados por la productividad, si se quiere que se modifique la actual pauta desigual de satisfacción social será necesario poner sobre el tapete la cuestión de los usos sociales de la tecnología, reconociendo definitivamente que el progreso técnico es un abstracto cuyas expresiones concretas también hay que hacerlas depender de las preferencias ciudadanas.

En relación con el empleo es también necesario plantearse adicionalmente que, pese a todo, la disponibilidad (que no tiene que ser, sin embargo, apresurada) de una base tecnológica más avanzada permite ahorros de tiempo de trabajo, prácticamente en cualquier actividad productiva. Esto implica que mantener el objetivo de pleno empleo requiere «reinventar» el propio concepto de trabajo, o quizá más concretamente, el de puesto de trabajo y el de tiempo de trabajo, aunque nada de eso puede llevar a hipotecar el principio de que el empleo debe ser la fuente del ingreso suficiente para la población. Los empleos vinculados a llamada producción ecológica, a unidades productivas pequeñas y descentralizadas, a los contextos comunicativos entre productores y consumidores, y con preponderancia de la actividad humana o incluso artesanal, los relacionados con relaciones económicas exógenas al intercambio puramente mercantil y orientados más bien hacia la producción de valores de uso, entre otros, tendrán que ser objeto de un nuevo tipo de estrategias de empleo cuando la técnica (a la que no tiene sentido renunciar) permite un régimen de producción de los valores de cambio con menos presencia del trabajo.

Aunque es conocida la dificultad inherente a definir como objetivo global de la política económica a la igualdad hay un principio que me parece esencial: debe conseguirse desde allí donde se inician los procesos que dan lugar a la desigualdad, mejor que a través de mecanismos compensadores o simplemente re-distributivos.

Con esta idea, creo que es posible (y desde luego necesario) avanzar en el sentido de determinar las condiciones que, generadoras precisamente de desigualdad, deben ser en cualquier caso sorteadas.

Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de evitar con el mayor rigor el poder de mercado que origina la quiebra de la competencia que resulta ser habitual en economías oligopolizadas. Tiendo a pensar que los discursos progresistas (en donde tampoco es difícil encontrar buenas dosis de convencionalismo esterilizante) han reaccionado muy mecánicamente en relación con el problema de la competencia. Aunque tengo el convencimiento de que, en cualquier caso, no puede tratarse de reivindicar el marco idealizado e irrealizable que proclama la economía ortodoxa, entiendo, sin embargo, que debería considerarse un planteamiento alternativo que entendiera el marco de competencia como la expresión de un régimen general en donde se garantizara y defendiera el intercambio en condiciones del más alto grado posible de simetría, como expresión de la difuminación de los poderes privilegiados de actuación que hoy día predominan en los mercados. Es decir, teniendo en cuenta que el «problema» no son los mercados, sino la naturaleza de los derechos de apropiación establecidos en su entorno que son los factores que llevan consigo el privilegio y la condición desigual de acceso a los recursos y resultados del intercambio.

Finalmente, también el objetivo global de sostenibilidad debe ser matizado y concretado, entiendo que sobre todo en la línea de lo que podríamos llamar el principio de «limpiar, para producir y consumir con limpieza»; esto es, procurando de forma prioritaria la eliminación de los costes sociales actualmente soportados y la generación de los beneficios que llevaría consigo un régimen de producción respetuoso con el medio ambiente y una pauta general de consumo no despilfarrador.

Es evidente que, no ya lograr, sino tan sólo encaminarse hacia objetivos de esta naturaleza requiere asumir una orientación muy tajante contra el orden de prioridades hoy día existente, sobre todo, en tres grandes cuestiones. En primer lugar en la defensa y profundización de la democracia. No se trata tan sólo, como apunté más arriba, de salvaguardar las formas de representación, sino de conseguir mecanismos adecuados y efectivos para que se puedan manifestar e incluso galvanizar las preferencias sociales, lo que lleva a pensar en una auténtica «revolución cultural» que aborde problemas como «el control democrático de las politicas científicas, la ampliación de la igualdad de oportunidades en los campos de la información y la comunicación, la generalización del pensamiento crítico de la enseñanza reglada y un uso alternativo (formativo, educativo) de los medios públicos de comunicación que por lo general hoy día actúan como medios de desinformación y como opiáceos para el pueblo».

En segundo lugar, en el orden puramente productivo se hace preciso avanzar justamente en la linea contraria a la marcada en los últimos años por las políticas neoliberales. Es necesario, efectivamente, navegar contracorriente de la universalización de lo mercantil para favorecer, por el contrario, la consecución de un régimen de vida armónico con la auténtica naturaleza humana, la desaparición de las desigualdades lacerantes, el imperio de la banalización, la represión y la droga o las guerras.

En tercer lugar, es necesario también invertir la pauta de consumo prevaleciente en el orden, no sólo de evitar el despilfarro que ocasiona una inestabilidad permanente en la gestión general de los recursos, sino incluso como fórmula de lograr una nueva percepción social de las prioridades económicas y, sobre todo, un nuevo tipo de relación entre el ser humano y el medio.

Todo ello será posible si se avanza hacia la reforma de la contabilidad nacional, hacia la programación y planificación económica de las grandes decisiones de los poderes públicos, hacia la descentralización y reforma de los derechos de apropiación, hacia la disminución efectiva del tiempo de trabajo y, sobre todo, hacia el reparto más igualitario de los ingresos y la riqueza.

4. LOS INSTRUMENTOS

Naturalmente, la consecución de objetivos generales como los que he señalado o de sus expresiones más concretas, requiere disponer de instrumentos adecuados que, además, se utilicen de manera que no desencadenen una desestabilización más profunda que la que ahora viene provocando el desaguisado de la macroeconomía neoliberal preocupada preferentemente por facilitar, mediante las políticas deflacionistas, el desenvolvimiento de las grandes empresas y de las grandes masas de recursos financieros orientados a la ganancia especulativa.

Habría, pues, que maniobrar en cinco campos específicos.

– Políticas de programación económica.

Se quiera o no, la frontera que hoy hay que cruzar para situarse dentro o fuera del paradigma neoliberal dominante en política económica se deja la mayor libertad a los mercados)es bien sencilla de definir:  instituidos en un régimen de derechos de apropiación claramente favorables a quienes ya disfrutan de mayores ventajas en el intercambio, o, por el contrario, se interviene contra ello para reconducir la orientación de los intercambios y favorecer de esa manera una régimen general de apropiación más propicio para quienes en la situación anterior se ven perjuidicados siendo, sin embargo, la gran mayoría de la sociedad?.

Como es obvio, la opción en uno u otro sentido es siempre legítima, y además no responde -a pensar de las prédicas de los apóstoles del pensamiento único- a criterios científicos, sino a preferencias, intereses o valores.

En mi opinión, lo que carece de sentido, por no calificarlo de forma menos benevolente, es tratar de conjugar proyectos o estrategias socialdemócratas o socialistas al mismo tiempo que se asume sin el menor pudor, más bien con la mayor seducción, que es a los mercados capitalistas (léase, mercados desiguales y asimétricos, no competitivos por definición institucional y jurídica) a quienes corresponde determinar el destino de los recursos y los colectivos sociales que serán agraciados.

Si se está pensando sinceramente en el diseño de nuevas políticas económicas alternativas al modelo dominante, una cuestión prioritaria debería ser aceptar la necesidad de que el uso de los recursos sociales esté sujeto a una lógica específica que no puede ser la del lucro de grupos minoritarios, sino aquella que deriva de la ecuación concreta de la satisfacción general de la sociedad en su conjunto en un determinado momento. Se trata, pues, de «economizar» los recursos disponibles no sólo en el sentido crematístico del término (lo que ni tan siquiera el mercado capitalista puede garantizar pues nunca puede llegar a ser de competencia perfecta), sino quizá en el sentido aristotélico mucho más amplio que vincula la actividad económica a la vida y no al dinero, al sentido de la necesidad, en lugar de al beneficio.

Esto implica que se debe disponer de procedimientos adecuados de programación y planificación económica que, solapándose con los demás mecanismos de asignación que es necesario mantener en sociedades tan complejas como las de nuestros tiempos, garanticen que la actividad económica se oriente, de manera prioritaria, a satisfacer la batería mínima de necesidades que se hayan determinado previamente.

Esa no es sólo la fórmula para satisfacer de manera más efectiva y equitativa las preferencia sociales. Además, y tal y como muestran diariamente los propios agentes e instituciones capitalistas, resulta que sólo gracias a la programación se puede alcanzar un uso mucho menos despilfarrador de los recursos y evitar el derroche que paradójicamente caracteriza a nuestras sociedades capitalistas.

– Políticas de recursos financieros.

Es evidente que no puede abordarse la regulación macroeconómica en el sentido que propongo si no hay capacidad de financiar la dinamización de la actividad productiva que constituye el punto de partida de cualquier política alternativa.

En las condiciones actuales, la estructuración de los sistema financieros responde a una lógica en gran medida divorciada de la que debería ser su función: la de servir para la movilización de los recursos desde la circulación monetaria a la real. En lugar de ello, constituyen auténticos enquistamientos en el universo de lo monetario y su vinculación con la actividad industrial, agraria o productiva es más bien de carácter patrimonial. El grado de privilegio y poder del que disfruta la banca, su inveterada propensión a la mayor ganancia con el menor riesgo y su a tendencia inmiscuir su poder en todos los resquicios sociales constituyen hoy día la rémora más pesada y nefasta que debe soportar la actividad productiva y la creación de riqueza.

A fuer de ser realistas, no cabe pensar sino que cualquier política (y ahora no estoy pensando necesariamente en opciones radicales) que quiera hacer frente al deterioro inconmensurable que provoca la agonía de lucro sin fin de la banca y el privilegio que el neoliberalismo ha concedido a lo financiero, deberá plantear una reconsideración del papel y función de la banca y del conjunto de los intermediarios financieros.

Hay que pensar no sólo en términos de régimen de propiedad, sino también en los modos posibles y necesarios de regulación y control, y que no tienen por qué considerarse irrealizables toda vez que existen experiencias de este tipo en casos en los que la proyección contradictoria de las políticas neoliberales ha generado situaciones de emergencia o inestabilidad profunda.

Algo muy parecido hay que establecer, en general, con los movimientos de capital.

Es una evidencia que el régimen de plena libertad es incompatible con la estabilidad que se reclama para los mercados. Pero, además de ello, hay que tener en cuenta que se trata de un fenómeno que en nuestras economías repercute de una forma absolutamente determinante como freno a la actividad y estímulo de la especulación y el endeudamiento.

También en este caso incluso autoridades neoliberales han llegado a establecer controles mostrando con ello que no se trata tampoco de una medida irrealizable, no siempre condenable; aunque es cierto, desde luego, que su efectividad es más escasa en la medida en que no responda a una estrategia general en el conjunto de los mercados.

La situación en que se desenvuelven actualmente las operaciones especulativas a las que principalmente se orientan los movimientos de capitales, sin estar sujetas a tributación alguna en la mayoría de los casos, indican también hasta qué punto el sistema es tan respetuoso con la ganancia como indiferente a la creación efectiva de riqueza. Y, justamente por ello, es necesario su control, así como el establecimiento de regímenes fiscales que desincentiven la especulación en favor del uso racional de los recursos. En particular, me parece que constituye hoy día un planteamiento irrenunciable el «echar arena en las ruedas de la financiación internacional» que contribuiría a ganar estabilidad, a desincentivar la actividad puramente especulativa, a recaudar (incluso con tipos muy reducidos) volúmenes gigantescos de recursos (posibilidad que, por cierto, nunca tienen en cuenta quienes estás tan dramáticamente preocupados por la evolución del déficit público), y sin que nada de ello pudiera llegar a suponer efectos especialmente gravosos para los propios tenedores de recursos financieros.

Las actuaciones en el ámbito de los recursos financieros no pueden ser tampoco ajenas a la intervención sobre el gasto público, los ingresos públicos y los déficits. Lejos de lo que no puede calificarse sino como la demagogia predominante, un economista ortodoxo como R. Dornsbush afirma que «no es tan urgente el equilibrar las cuentas como recuperar la productividad del trabajo y la confianza de los consumidores».

Es preciso reafirmar que no hay razones ineluctables que obliguen a renunciar al impulso de la actividad a través del gasto cuando la economía se encuentra lejos de la plena utilización de los recursos, como igualmente hay que comprender que es un soberbio acto de cincismo intelectual (muy propio por cierto de ciertos economistas neoliberales consagrados) demonizar el déficit público mientras se permanece impasible ante el paro y la pobreza que son los resultados verdaderos e innegables de la política económica restrictiva y deflacionista que se propugna.

Sin embargo, esto tampoco debe entenderse de ninguna manera en el sentido de que no sean precisas políticas específicas de racionalización del gasto, e incluso de su disminución allí donde no se contribuya a lograr los objetivos establecidos. En particular, debería ser en el marco de una nueva política económica y social donde se planteara un compromiso colectivo tendente a la reforma de la función y la administración pública y judicial que evite el actual despilfarro y reoriente los recursos humanos disponibles hacia actividades que repercutan efectivamente en una mayor provisión de bienes y servicios públicos (lo que de hecho sucedería sin incurrir en mayores costes), tendente también a la minimización de la servidumbre militar, e incluso a la proliferación de nuevas formas de ejercicio de los cargos públicos que, aunque quizá con una reducción de costes más bien simbólica, sí llevaría consigo un efecto demostración innegable sobre los ciudadanos y serviría como una imprescindible referencia para la acción colectiva. Y, sobre todo, orientado a la conformación de una sincera conciencia ciudadana sobre la necesidad de establecer con contundencia y eficacia un reparto justo de las cargas fiscales.

De hecho, no puede olvidarse en este ámbito, como ya apunté más arriba, que las políticas de demanda que no estén vinculadas a propuestas muy eficaces de cambios en la estructura de la oferta pueden llevar directamente al fracaso, tal y como sucedió en varias experiencias socialdemócratas.

– Políticas de reparto

En este ámbito habría que analizar y diseñar de manera singular todo un conjunto de actuaciones encaminadas, como he señalado antes, a lograr mayor igualdad y que creo deben operar principalmente a través de intervenciones sobre la oferta.

Me parece que los instrumentos más significativos en este caso son, en primer lugar, los relativos a las políticas de ingresos públicos, cuya concepción quizá debe ser repensada globalmente para lograr que no sólo prevalezca su función recaudadora o la tradicionalmente generadora de incentivos/desincentivos, sino para que, además, constituyan piezas esenciales en la consecución de otro modelo de desarrollo económico sostenible e igualitario. En segundo lugar, las políticas de reparto de trabajo, salariales y, en general, de ordenación de los mercados laborales, que deben estar orientadas no sólo a instaurar condiciones puramente defensivas pra paliar la explotación que por otro lado se consiente, sino a favorecer la cooperación y fomentar nuevas formas de movilización de los recursos y de creación y gestión de la rqueza.

En particular, deben establecer programas que garanticen rentas mínimas obligatorias, procurando que la satisfacción de las necesidades más elementales de la población se encuentren, en cualqueir caso, garantizadas,

– Políticas de transformación estructural.

Me refiero aquí a las políticas industriales, agrarias y en general a todas aquellas que, como las anteriores, requieren un tratamiento específico y que inciden sobre las condiciones generales en que se desenvuelve el régimen de intercambios. Procurarían tanto el logro de los objetivos apuntados, como evitar la aparición de desajustes que incidan luego sobre el equilibrio macroeconómico.

– Políticas de estricta gestión macroeconómica.

Me refiero en este caso a todas aquellas medidas que deben ir destinadas a procurar que la búsqueda de los objetivos finales o intermedios no desencadene efectos perversos sobre el conjunto de la actividad económica.

Se trata de algo que puede ya haberse deducido que es esencial, a pesar de que los gobiernos de inspiración neoliberal renuncian a ello cada vez en mayor medida. En el caso europeo, por ejemplo, se ha dicho con razón que «parecía que los países europeos renunciaban a su autonomía en beneficio de una política macroeconómica comunitaria que en realidad no existe. Las políticas macroeconómicas nacionales no tienen un sustituto europeo. Es, por tanto, hacia un abandono puro y simple de la política económica hacia el que nos encaminamos progresivamente».

En contra de esa tendencia, es preciso recobrarla necesaria capacidad de maniobra para hacer frente a los impactos que una economía siempre sufre, principalmente, desde su exterior; aunque también, como consecuencia de fenómenos inadvertidos o excepcionales que se puedan producir en su seno.

No puede pensarse que haya que renunciar a ninguno de los instrumentos habitualmente utilizados pero particularmente mal aplicados, o al menos, aplicados provocando graves costes sociales, como la política monetaria en toda la gama de sus posibilidades, o el manejo de los tipos de interés.

Pero, en particular, es extraordinariamente importante señalar que un elemento esencial para tener capacidad de maniobra mínimamente suficiente en la regulación macroeconómica es la política de tipos de cambio.

Sin disfrutar de este instrumento es literalmente imposible que la política macroeconómica se revuelva para contribuir, al revés de lo que ahora sucede, a la creación de empleos y a la revitalización de las actividades productivas.

El economista inglés F. H. Hahn afirma que «el verdadero motivo para sostener los tipos de cambio fijos es, de hecho, el control de la clase trabajadora». Pues bien, invirtiendo el razonamiento, podemos decir que sólo se puede llevar a cabo una política global de apoyo explícito a la clase trabajadora (que es a lo que teóricamente se pretende contribuir desde posiciones de izquierda), si no es recobrando margen de maniobra en política cambiaria, lo que en román paladino requiere hacer saltar el régimen de tipos de cambio fijos.

A nadie se le puede ocultar que la posibilidad de poder utilizar estos instrumentos no está al alcance de la mano libremente. Cualquiera de ellos implica actuar de manera distinta a como se viene haciendo sobre el régimen distributivo existente. Ni nada más ni nada menos es lo que se está planteando cuando se habla de formular políticas alternativas.

Avanzar hacia la mejora del nivel de vida de los más desfavorecidos, erradicar la miseria y la pobreza, destinar los recursos preferentemente a la creación de riqueza en lugar de a la especulación, etc. son objetivos que implican recobrar capacidades que ahora disfrutan las personas o grupos sociales privilegiados, no sólo en lo económico, sino también en el poder de decisión.

Por ello, las propuestas macroeconómicas se dilucidan finalmente en el campo de la ideología y de la política, allí donde los ciudadanos que no forman parte de ese minoritario pero poderosos ejército de satisfechos deben conquistar la capacidad de influir en las decisiones para que las que se adopten sean aquellas que, en lugar de empobrecerlos, satisfagan sus intereses

5. LOS MARGENES DE MANIOBRA, LA HIPOTECA DEL CORTO PLAZO.

Las políticas cuyos grandes principios acabo de apuntar son posibles justamente porque la realidad nos muestra que resultan necesarias.

Sin embargo, cualquier política transformadora, que no se limite a ser un sucesión de inercias, parte de una limitación fundamental por el hecho de que no se inicia ex-novo, sino desde el contexto que desea transformar y que actúa lógicamente como una restricción, a veces insuperable, a la hora de ser aplicada.

Por eso hay que preguntarse también por esas condiciones de partida, por las posibilidades de iniciar una andadura diferente en política macroeconómica, a la cual le afectan restricciones más potentes toda vez que afecta en conjunto a la economía, y no sólo a aspectos parciales de la misma.

Cuáles son, entonces, las posibilidades reales de plantear con) éxito una regulación macroeconómica alternativa y progresista?.

Me parece que en el caso española hay dos restricciones principales.

En primer lugar, la dinámica propia de una «economía de mercado» que lógicamente generaría defensas en la medida en que se pusiera en cuestión el nivel alcanzado en la remuneración del capital.

En segundo lugar, el hecho de pertenecer a la Unión Europea, a donde se ha desplazado conjuntamente buena parte de nuestra soberanía y de la capacidad de maniobra que es necesaria para articular este tipo de políticas (cuando no ha desaparecido simplemente, como señalé más arriba).

Ambas circunstancias son importantes, pero creo que no necesariamente insuperables.

La reacción posible del capital ante estrategias que van a tener una expresión clara en la tónica de reparto serían principalmente de dos tipos: de carácter inflacionista, puesto que es de esta forma como suele manifestarse todo conflicto distributivo, y como desmovilización de capitales.

Sin embargo, me parece que las dos reacciones podrían ser convenientemente neutralizadas si se tienen en cuenta algunas circunstancias.

En primer lugar, que la composición del capital en España no es ni mucho menos homogénea. De hecho, la estrategia neoliberal hace también estragos en amplias capas del capital vinculado a la pequeña y mediana empresa, a los sectores más nacionalizados y, en general, a los que menos poder de mercado tienen a su alcance. En la medida en que las propuestas que se realizan no significan ni mucho menos una alteración del régimen de propiedad, por ejemplo, sino que se limitan a intentar recobrar y aumentar precisamente las posiciones perdidas en la actividad productiva más vinculada al empleo (como son generalmente las capas anteriores), y en tanto que de todas ellas se deriva una recomposición del poder de mercado, no necesariamente se tendría que producir la desmovilización de capitales. Más bien, se podría lograr una dinamización del ahorro y de la inversión inducida por los incrementos de renta.

Pero es que, además, hay que tener en cuenta que la experiencia histórica demuestra que políticas expansivas, lejos de expulsar capitales constituyen un potente factor de atracción, siempre, naturalmente, que eso no vaya acompañada de otras medidas (como remuneración elevada de activos financieros) que la desincentivan.

La desestabilización inflacionaria, ineludiblemente latente de todas formas, puede ser combatida en virtud de cambios estructurales en los mercados, con la potenciación de la competencia y con la disminución de todo tipo de costes de transacción que ahora son ocasionados, precisamente, por políticas que se desentienden de hecho de las condiciones reales en que se determinan los precios.

La pertenencia de España a la Unión Europea implica también una notable limitación, pero tampoco insuperable a corto plazo, o a medio y largo plazo si se acepta que los cambios que aquí se pudieran producir formarían parte antes o después de tendencias al cambio más generalizadas (o incluso originadas con anterioridad fuera de España). Es un razonamiento político incaptable afirmar que las alternativas no pueden darse porque en el contexto no se han dado. Más bien se podría considerar que lo progresista es definir proyectos que conlleven un incremento del bienestar social y procurar que cambie el propio contexto (que ya de suyo está sujeto a las mismas tensiones). Así se ha escrito y también así se abrieron paso las políticas(siempre la historia ( neoliberales!).

En este caso, debe considerarse que España puede también contribuir a modificar las tendencias actuales y forzar los cambios de rumbo. Algo que, desde luego, nunca podría conseguirse si no llega a plantearse la necesidad de que eso se produzca y si, por el contrario, se asume el libidinoso papel de estrella en la formulación más reaccionaria de las estrategias europeístas, tal y como ha ocurrido en nuestra historia reciente.

Pese a todo, y a corto plazo, no puede olvidarse que se están planteando cuestiones que están dentro de lo que es posible llevar a cabo en el marco institucional de la Unión Europea, como una eventual salida del mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo, la devaluación, o el control de capitales.

No se olvide que buena parte de los problemas que hoy padece la economía española provienen de que, con la celeridad de todos los villanos, nuestros gobernantes han adelantado en varias ocasiones la fecha de aplicación de determinadas condiciones de la integración, de que asumen las directrices comunitarias con disciplina mucho más espartana que la de otros países, o, sencillamente, de la nefasta negociación que en su día se llevó a cabo para lograr aceleradamente la integración.

En lugar de mantener con irrealismo el empeño de la moneda única y de la convergencia nominal, España debería asumir que en los próximos dos o tres años la Unión Europea se va a convertir en un descontrolado mar revuelto (especialmente y de forma muy grave, como tendremos ocasión de comprobar, momentos antes de establecerse el último realineamiento), en donde será muy posible que de nada sirva en su día el haber mantenido con virginal candor la fidelidad a las reglas de convergencia, pues se tenderá a finalizar el proceso mediante criterios políticos que salvaguarden el predominio de Alemania y su zona de influencia monetaria directa. Este ha sido, de hecho, el objetivo verdadero que han perseguido los programas de convergencia y que ha provocado una singular paradoja: «La imposición de las condiciones de convergencia de Maastricht hace difícil la convergencia».

Por el contrario, llegaría entonces mucho más fortalecida si lo hace con la suficiente capacidad de maniobra que impida que los desajustes que van a ir llevando a ese final desbocado no se conviertan en impactos terribles para nuestra economía.

En mi opinión, las circunstancias de la economía española por un lado, y la previsión segura de que la convergencia diseñada pensando en la creación de la moneda única terminará llevando a una crisis institucional y a unos mayores costes para las economías más débiles como la española, permiten considerar que la situación de nuestra economía es casi de emergencia.

Ante eso no puede caber otra solución que diseñar una estrategia a corto y medio plazo que, expresada en un compromiso nacional para la creación de empleo, se plantease la renuncia a la convergencia nominal para desarrollar una clara política de expansión de la actividad y del crecimiento, utilizando para ello el mayor margen de maniobra posible en los términos que antes he señalado.

De esa forma, y al contrario de lo que sucede con políticas que han elevado el nivel de paro al 23 por cien de la población activa, España no saldría de Europa; la estaría haciendo entrar en una época diferente que debe estar marcada por menos frustración y más bienestar.

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