Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Retórica neoliberal, desigualdad social

En J.M. Martínez y M. Plaza, El desarrollo excluyente de la economía neoliberal. Universidad de Burgos 1999.

La experiencia ya larga de aplicación de la política neoliberal en casi todos los países, con sus diferentes matices, nos permite caracterizar al neoliberalismo de fin de siglo con dos rasgos principales.

En primer lugar, su evidente capacidad para lograr un amplísimo convencimiento y acuerdo en torno a sus postulados, a pesar de que constituyen un abanico bastante simple de lugares comunes que, a la postre, ni tan siquiera han sido llevados a la práctica.

En segundo lugar, su no menos efectiva capacidad para afianzar el poder de los grupos sociales más privilegiados, a costa, sin embargo, de cargas sociales muy altas e incluso de fracasos igualmente evidentes en la gestión de los asuntos económicos, muy en particular, del que se suele conocer como «equilibrio macroeconómico».

LA RETORICA NEOLIBERAL O LA IMPOSTURA DEL PENSAMIENTO UNICO

Las propuestas neoliberales suelen presentarse con una exquisita limpieza argumentativa, con una simplicidad y una coherencia aparente que les permite ser asimiladas de una manera muy inmediata, expresadas como evidencias que no requieren la mediación del pensamiento más reflexivo, justamente lo que les permite alcanzar un gran poder de convicción. Además, han gozado de tanta reiteración y se han proclamado con tanta eficacia desde fuentes tan diversas que han llegado a constituir auténticos lugares comunes, de los cuales tan sólo es posible salir situándose expresa y radicalmente alejados del consenso general, en los siempre incómodos terrenos del desacuerdo con lo que ha adquirido el valor de verdad indiscutible e indiscutida.

?Quién puede negar la seducción de formulaciones tan lógicas como las que indican que primero hay que agrandar la tarta para luego poder repartirla, que la desigualdad es inevitable, porque así es la naturaleza humana, o que, lo importante es resolver los problemas, con independencia de las ideologías?.

En realidad, el pensamiento neoliberal se resuelve en un pequeño abanico de principios de esta naturaleza: hay que disminuir la extensión del Estado, para aumentar el protagonismo de la sociedad, como si se tratase de dos instancias situadas en planos diferentes; la historia ha llegado a su fin, como si eso mismo fuera posible, y por lo tanto no cabe plantear la superación de la sociedad capitalista; el liberalismo lleva a la democratización, cuando en realidad el neoliberalismo ha traído consigo una disminución efectiva del alcance de la democracia (si es que no la ha destruido directamente); el mercado resuelve todos los problemas de la sociedad, cuando es elemental que ni puede hablarse genéricamente de mercado, ni todas las actividades económicas son susceptibles de resolverse de esa forma, o cuando es obvio que los resultados del mercado pueden ser sencillamente indeseables para la mayoría de la sociedad; la política económica neoliberal es la única posible, lo que contradice el más elemental principio de diversidad característico de sociedades complejas y con intereses colectivos diferenciados; el objetivo principal es subirse al carro de la modernidad, considerando a ésta como un objetivo en sí mismo, sin plantear a qué conduce y qué costes implicará para los diversos grupos sociales; hay que insertarse en el mundo y asumir que vivimos en una sociedad globalizada, ocultando, sin embargo, que de lo que se trata es de suscribir una determinada concepción del mundo y de las relaciones sociales; el sector privado es el eficiente, las privatizaciones son la solución, lo que sólo termina por fortalecer los intereses de los grandes grupos económicos sin que, finalmente, sean apreciables mejoras en la eficiencia y el bienestar; hay que desregular para ganar en competencia y eliminar trabas y restricciones a los intercambios, cuando en realidad se sigue regulando pero con otra ética generando un marco que no gana en competencia sino en libertad para las empresas con más poder de mercado.

A estos grandes principios suelen seguir, en ámbitos más concretos, otros postulados igualmente faltos de rigor e indemostrados, como los que afirman que la causa del paro son los altos salarios, que los excesivos gastos sociales generan el déficit público, que la pobreza es la consecuencia de la falta de iniciativa, o que los países más pobres lo son porque tienen menos recursos… Se trata de fórmulas ideológicas que se autodefinen como verdades, como expresiones de leyes naturales ineluctables a las que ni tan siquiera se les pide contrastación, y en torno a las cuales se ha generado un espectacular consenso intelectual, garantizado a fuerza de dinero, subvenciones, premios, reconocimientos sociales, poder e influencia política, social o académica (y también a fuer de una corrupción demasiado generalizada) garantizados por las instituciones más «prestigiosas» del planeta, esto es, por aquellas donde tienen asiento quienes son beneficiarios directos del actual estado de cosas.

EL ORIGEN Y LA PRETENSION DEL «CONSENSO» NEOLIBERAL

A pesar de que las economías muestran, de manera generalizada, una clara incapacidad para generar el suficiente crecimiento, volúmenes de paro extraordinariamente elevados, endeudamiento tan alto, desigualdades más acusadas que nunca con un contraste dramático entre la opulencia y la pobreza más numerosa de los últimos decenios, a pesar de ello, es difícil recordar épocas de mayor consenso en torno a los principios que guían la acción de los gobiernos, o, al menos, de menor expresión de disconformidad por parte de la ciudadanía. Los asuntos más trascendentales de la economía o la política en general, piénsese en el diseño (neoliberal) del proceso de integración europea por ejemplo, suelen concitar el acuerdo no sólo de los dirigentes políticos en el gobierno, sino también de los que se encuentran en la oposición con principios ideológicos aparentemente distintos. No en vano, se ha caracterizado con razón a la época neoliberal como la del «pensamiento único».

Conviene saber, pues, que el neoliberalismo no es tan sólo un conjunto de estrategias de carácter puramente económico, sino que se conforma como una estrategia global frente a los problemas sociales. O mejor dicho, que se urde para lograr que, desde todos los recodos de la sociedad, se actúe a favor de la razón económica que se desea imponer y para que se justifique sin resquicios el orden que se establece.

La solución de reparto a favor del gran capital que a la postre representa el neoliberalismo se ha podido llevar a cabo con éxito sólo en la medida en que se ha logrado combinar la política económica y la cultural, la reconversión productiva y la reformulación de los grandes principios en que se habían asentado las sociedades del capitalismo socialdemocratizado propio del keynesianismo. En suma, gracias a que los cambios en los aparatos productivos se han acompañado de cambios profundos en el sistema de valores sociales.

Cambios sociales a los que haré referencia inmediatamente han hecho que la propia actividad productiva se haya hecho una actividad cultural en el sentido de que la realización de los valores requiere cada vez más del mundo de los no valores; de las creencias, de los gustos, de las representaciones, de las aspiraciones y las frustraciones.

Lo económico -en su sentido más general- se ha hecho cada vez más dependiente de la sumisión y del consenso.

El tiempo de no-producción se convierte cada vez más en tiempo de producción-consumo de ideología (en forma, además, de mercancías culturales que conforman un nuevo segmento de gran rentabilidad) y en tiempo en el que cada vez se garantiza más firmemente el régimen de beneficios. La vida cotidiana alienada y sumisa es la garantía del consenso necesario como garantía auténtica del beneficio.

Se ha logrado modificar el régimen productivo para salvar la obtención de ganancias y, al mismo tiempo, conformar un tipo humano ensimismado, sumiso y conforme con el propio orden que le impone una permanente frustración.

La crisis del modelo de acumulación

A lo largo de los años sesenta se fue larvando una profunda crisis económica que llegaría prácticamente a destruir las bases productivas en que se había sustentado el modelo de crecimiento de la posguerra.

De una manera necesariamente fugaz se pueden sintetizar de la siguiente forma las causas más importantes que contribuyeron a ello.

A finales de los años sesenta las líneas de producción comenzaron a saturarse. El consumo de masas ya no era capaz de corresponderse con las estrategias de producción intensiva y que se habían desarrollado ajenas a cualquier plan de producción que tuviese en cuenta los programas de necesidades de la población y la capacidad real de los mercados antes de llegar a la saturación.

El impulso del crédito, en lugar de favorecer la realización de más productos daba lugar a una monetización excesiva, a la inestabilidad financiera y al desarrollo exacerbado de la circulación financiera.

Además, al socaire de la acumulación se había modificado la estructura de los mercados mundiales, lo que limitaba las expectativas de realización para las empresas que habían sido hasta esos momentos dominantes. Al igual que sucediera con la deuda familiar y empresarial, las naciones menos desarrolladas (atraídas en su día por los bajos tipos de interés) habían acumulado deudas tan ingentes que al producirse la inestabilidad monetaria internacional veían como sus montantes se elevaban hasta reducir casi a la nada su capacidad de compra, y además las empresas europeas y japonesas competían ya con las americanas. En suma, los mercados resultaban ya incapaces de absorber la producción y las empresas comenzaban a sufrir el crecimiento de sus stocks y la caída de sus ventas.

La que se llamó la «cultura del más» propia de aquellos años y que era el resultado del consenso fordista, del Estado benefactor y permanente suministrador de bienes públicos, de la publicidad y de la expansión del crédito, provocó un auténtico desbordamiento social y productivo. Como tantas veces se ha señalado, el pleno empleo y la abundancia son los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral (naturalmente, en una sociedad escindida). Y, efectivamente, al amparo de esa situación se multiplicaban las demandas salariales, se perdía la disciplina en las fábricas y se generaba la rebelión de los trabajadores y ciudadanos que no estaban sino deseosos de satisfacer la necesidad de más bienes, más ocio y más protección que al amparo del consenso se les había ofrecido.

Pero esa relajación laboral (con muy poco coste de oportunidad para el trabajador cuando no hay apenas desempleo) y la pérdida de la medida en las reivindicaciones salariales (cuando la indiciación no respeta la evolución de la productividad) deteriora el equipo productivo y reduce drásticamente la productividad hasta el punto en que los beneficios comienzan a estar amenazados.

La situación se hace mucho más crítica en los sectores que emplean más mano de obra y los que utilizan la energía más cara. Pero puesto que esto había sido precisamente lo habitual en el desarrollo industrial del modelo de posguerra, es fácil imaginarse hasta qué punto la crisis de productividad y de costes se iba a convertir en algo generalizado en las economías occidentales.

En esta situación, los gobiernos no sólo mantenían el ritmo de gasto, sino que al producirse desempleo, al no disminuir la entrada al mercado de nuevas franjas de población activa y al verse en la necesidad de reducir (bien de forma automática o discrecional) los ingresos públicos, incurrían en déficits cada vez más elevados. Cuando comienza a haber paro y menos cotizaciones y cuando cae la actividad económica y se recauda menos sin que se restrinja el gasto, el déficit se dispara.

El desmantelamiento del estado del bienestar

Todas las circunstancias que acabo de señalar dan al traste, con mayor o menor diligencia, con mayor o menor amplitud, pero sí que de forma generalizada en las economías occidentales con los presupuestos básicos en que se había sustentado el Estado social o del bienestar.

La situación resultante se podría resumir en tres grandes resultados que explican la evolución de los hechos a lo largo de los años ochenta.

En primer lugar la crisis de la producción. Frente a la saturación de los mercados de consumo en masa, frente a la indisciplina y la relajación laboral y frente a la caída en la productividad, se hace preciso abrir nuevas líneas de producción con componentes menos costosos.

La incorporación de nuevas tecnologías (la mayoría de las cuales ya se habían venido utilizando en el sector militar o en otros ámbitos novedosos de la producción) permitió reducir el empleo, utilizar el valor añadido de la información como detonante de la mayor productividad y abrir nuevos segmentos de productos más variados que era posible fabricar gracias a la versatilidad que proporcionan los nuevos usos tecnológicos.

Se trata fundamentalmente de orientar la producción a la consecución de gamas de productos que, aunque de la misma naturaleza o incluso con semejante utilidad, tuviesen sin embargo distintas envolturas (en el más amplio sentido del término) de forma que puedan ser realizados al no ser percibidos por el consumidor seducido por la publicidad como redundantes.

Se consolidaba así lo que se ha llamado la «ingeniería del valor» que permite multiplicar y diferenciar la oferta con una misma base productiva, más simple y reducida.

Y a los nuevos productos se le añaden nuevos productores, incluso auténticas nuevas industrias (especialmente las de mayor vinculación con las nuevas tecnologías de la información), nuevos tipos de beneficios (de especulación e intermediación de todo tipo), nuevas formas de venta, nuevos segmentos de mercado y, naturalmente, nuevas formas de vida y de comportamientos sociales.

En segundo lugar se produjo una importante crisis financiera. Como consecuencia de la hipertrofia de la circulación monetaria (que llega a ser cuarenta veces mayor que la circulación real), de la generalización de la especulación financiera que provoca la huída de los capitales de los destinos productivos, y de la deuda interna y externa que obliga a realizar una política monetaria orientada a salvaguardar el beneficio de los propietarios de las grandes masas de moneda en circulación permanente, la inestabilidad financiera se convierte en un estado permanente. Y ello, a su vez, es el caldo de cultivo ideal de las operaciones especulativas que se convierten cada vez más en el destino preferentemente buscado por quienes disponen de masivos recursos financieros.

En tercer lugar, hay que considerar una radical crisis del consenso social que se había podido mantener en los años de expansión y pleno empleo anteriores. Su expresión final es la quiebra de la regulación fordista consistente en garantizar salarios elevados gracias a que éstos sustentan el consumo de masas. Entonces, cuando la productividad ha caído y cuando no sólo está sin garantizar el salario, sino incluso el propio puesto de trabajo, el consumo deja de ser el cemento integrador que hace posible la armonía social.

Como es natural, a ello coadyuva de manera definitiva la multiplicación de los déficits públicos. Los gobiernos, que no renuncian a la asistencia prestada a los capitales privados en forma de reducciones fiscales, de privatizaciones o de asunción de las nueves redes e infraestructuras necesarias para la incorporación de las nuevas tecnologías en condiciones rentables para el interés privado, comienzan, por el contrario, a desentenderse del capital social que habían venido financiando y de la protección que procuraban.

Los millones de desempleados y trabajadores en precario no pueden ya conformar el universo de los consumidores. Son despedidos del mercado y la pauta social de consumo, modificada entonces, ya no puede servir como reguladora de las relaciones sociales ni como armonizadora de intereses en conflicto.

La quiebra de lo social, la negación de lo colectivo

Las nuevas técnicas de publicidad, marketing e imagen de producto procuran diseñar un consumidor aparentemente personalizado que haga suyo el deseo de nuevas envolturas de bienes que, aunque finalmente resultan ser recurrentes y redundantes, no se perciben como tales gracias a la seducción publicitaria. Y así se hace posible dar salida a una producción tanto más sofisticada como poco innovadora desde el punto de vista de la satisfacción real de las necesidades.

El consumidor ya no es el productor retribuido de los años sesenta, el que se realiza (aún alienándose) en el taller y se premia con el consumo, sino más bien el que es premiado con un puesto de trabajo y se realiza (alienándose) en el consumo (que es principalmente consumo de mercancías culturales).

Gracias a esta nueva forma de realizar la producción, que permite aumentar las ventas multiplicando el gasto individual de menos consumidores, se solventa la crisis del consumo y se garantizan los beneficios.

Pero roto el consenso a través del consumo, la existencia de millones de pobres, de parados o marginados no permite alcanzar el consenso desde la producción, desde la fábrica. No puede frenarse la rebeldía natural que provoca una sociedad desigual tan sólo haciendo funcionar al máximo los aparatos productivos, porque ahora quienes pudieran rebelarse no están en condiciones de disfrutar de sus logros, como sucediera antaño. Y porque, incluso en ese caso, orientados los mecanismos redistribuidores hacia la recuperación de las ganancias de capital en detrimento de las rentas del trabajo (como efectivamente se ha venido haciendo desde finales de los años setenta mediante las políticas fiscales regresivas), la desigualdad irá en aumento y cada vez serán más numerosos quienes no disfrutan del consumo.

Por lo tanto, no puede haber más consenso que el de la sumisión, bien a través de la generación de vínculos autoritarios de regulación social que la fuercen, bien a través de la aceptación de la individualidad, de la competencia y del posibilismo como expresión más sublime de los comportamientos humanos.

Eso explica entonces que los años ochenta se hayan caracterizado por la convivencia entre las muestras más suntuosas de consumo banal y la pobreza y marginación más dramática como tendremos ocasión de comprobar más adelante.

Por eso también que la salida a la crisis no sólo exigiera nuevos espacios productivos y nuevas formas de producción, sino también distintos comportamientos, valores diferentes y otros tipos de aspiraciones sociales. Y que llevase consigo políticas económicas de alcance y con instrumentos distintos y también nuevos modelos de actuación individual y social.

Cuando la insatisfacción del conciudadano es evidente, la rebeldía y el rechazo sólo se pueden evitar si se moldea un ser humano ensimismado, egoísta e insolidario y que no atiende a más estímulo que el de su satisfacción personal. Cuya atención es permanentemente reclamada desde todo tipo de fuentes para hacerle creer que la satisfacción depende del esfuerzo individual y no del tipo de organización social; fomentando para ello la quimera del éxito individualista y el temor al fracaso que conlleva la acción colectiva, y aislándolo comunicacional e incluso físicamente de sus seres humanos más próximos.

LA VERDADERA CARA DEL NEOLIBERALISMO

Procurando evitar la retórica trataré de presentar los resultados de todo este proceso brevemente y de la forma más resumida posible, precisamente para tratar de reflejar hasta qué punto la realidad muestra de manera palpable que la aplicación de las políticas neoliberales ha traído consigo los efectos justamente contrarios a los que se proclaman teóricamente:

1. Menor crecimiento económico y más dificultades para la formación de capital. En el período 1960-1973 la tasa de crecimiento medio anual en la actual Unión Europea fue del 4,7%, en Estados Unidos del 3,9% y en Japón del 9,6%. Sin embargo, de 1974 a 1994, dichas tasas fueron, respectivamente, del 2,1%, 2,3% y 3,4%.

Para esos mismos países, el crecimiento anual medio de la Formación Bruta de Capital fue del 5,7%, 4,7% y 14% en el período 1960-1073. De 1974 a 1994 habían pasado a ser del 0,9%, 2,3% y 3%.

2. Incremento espectacular del paro. Así la tasa de paro en la Unión Europea fue de 2,6% en 1973, del 5,4% en 1979 y del 8,3% en 1990.

3. Multiplicación de los desequilibrios económicos, como pone de manifiesto la reiteración de los ciclos, la agudización de las fases recesivas y la sucesión de perturbaciones más o menos circunscritas a países o áreas concretas. En particular, la política macroeconómica de inspiración neoliberal cosecha fracasos con imperturbable constancia: la deuda pública neta de los países de la OCDE se ha multiplicado por dos, los países europeos, por ejemplo, tropiezan con dificultades permanentes para cumplir con los objetivos de ajuste propuestos, ni los gobiernos ni los organismos internacionales más reconocidos aciertan nunca a la hora de establecer predicciones, como prueba evidente de que sus análisis discurren por caminos bien diferentes a los de la realidad (el Fondo Monetario Internacional, que se autoproclama valedor principal del saber y la ortodoxia, consideraba a México, sólo semanas antes de estallar en una inmensa crisis financiera, como uno de los países de finanzas más sólidas).

4. En la práctica, mayor regulación institucional de los mercados, y especialmente de la más antidemocrática (como especialmente la que realizan con autonomía los bancos centrales, o la que lleva a cabo la Unión Europea), que ha alejado más que nunca la perspectiva del deseado equilibrio competitivo y que, en particular, ha llevado a una expansión desconocida de la corrupción y de la utilización privada de los procedimientos de decisión colectiva.

5. Mayor proteccionismo de los países poderosos, al mismo tiempo que han obligado a los países más débiles a abrir sus fronteras y reorientar sus aparatos productivos para abaratar los suministros al Norte. No puede ser ajeno a ello, por ejemplo, el que los países pobres hayan terminado por ser suministradores netos de capitales a los paises ricos.

6. Destrucción del aparato produtivo, financierización de las economías y crisis financieras recurrentes, en contra de la pretendida estimulación de la actividad empresarial y de la creación de riqueza.

7. Aumento vertiginoso de concentración de la riqueza, de la pobreza, las desigualdades y el malestar social. Hoy día, y a pesar de disponer de más y mejores recursos, en nuestro planeta hay más analfabetos, más personas sin vivienda, más desnutridos y más pobres, más malestar social. Valga como prueba que, según el último informe del PNUD, en 1960, el 20% de la población era 30 veces más rico que el 20% más pobre, en 1990 se ha enriquecido 60 veces más

8. Ahora bien, junto a todo lo anterior, sin embargo, se ha alcanzado un objetivo principal: recuperar el beneficio. Mientras que la tasa de rentabilidad del capital privado en la Unión Europea fue del 12% en 1980, en 1994 subió al 15,9%. Paralelamente, la participación de los salarios en el PIB disminuyó entre 1980 y 1994 del 76,4% al 70,6% en la Unión Europea, mientras que el salario real por persona ocupada que tuvo un crecimiento medio anual del 4,5% en los años setenta, sólo creció un 0,7% entre 1990 y 1994. Sin ir más lejos, en España, a pesar de que las políticas neoliberales se han aplicado de manera algo más matizada, la parte correspondiente al beneficio en el total de las rentas ha retrocedido, a su favor, a la que tenían hace veinticinco años.

Años atrás, cuando aún no se había hecho tan extraordinariamente fuerte el pensamiento neoliberal, el Premio Nobel de Economía Robert Solow descubría con rotundidad lo único que podía esperarse de las políticas que inspira: «?Que hay detrás de las políticas conservadoras? -se preguntaba Solow. Y respondía- distribución de riqueza y de poder; su programa -el de las políticas conservadoras- es y siempre ha sido la redistribución de riqueza en favor de los más ricos y de poder en favor de los más poderosos».

Esa es la verdadera y la única cara del neoliberalismo: más opulencia aún para los poderos, más miseria para los miserables cada vez más numerosos y un poder mediático omnipresente para cometer lo que Baudrillard acaba de calificar como el crimen perfecto de nuestra época: matar incluso a la verdad.

BIBLIOGRAFIA BASICA RECOMENDADA
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BERZOSA, C. Coord. (1994). «La economía mundial en los 90. Tendencias y desafíos». FUHEM-Icaria. Madrid.
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