A primera vista, el consumo es la actividad económica más directamente vinculada con la satisfacción de las necesidades. Sin embargo, la teoría económica del consumo quizá sea uno de los ámbitos más significativamente pobres del análisis económico convencional.
Se alcanzó hace años una notable complejidad formal, hasta el punto de que quizá la teoría microeconómica del consumo sea la más sofisticada. Pero también la más irreal.
Los manuales de Economía más modernos y avanzados la presentan todavía sobre supuestos que implican de hecho la pervivencia del principio de «soberanía del consumidor». Es decir, que la teoría económica más reciente sigue considerando a este último como un «agente» social que toma sus decisiones de manera aislada, racional, perfectamente informado y siendo, en
definitiva, dueño exclusivo de todas las circunstancias de las que puede depender su decisión de consumo.
Es sintomático, por ejemplo, que los manuales que estudian lo que fuera de nuestras fronteras se conoce como consumer behavior y que conforman una disciplina directamente orientada a establecer las estrategias de ventas, a conocer los comportamientos reales de los agentes y, en suma, a facilitar la colocación de los productos en los respectivos mercados, generalmente no hagan la más mínima alusión ni a las sofisticadas teorías micro o macroeconómicas ni a quienes han sido sus autores.
Es sorprendente que la Economía más convencional, que pretende ser la ciencia de la necesidad, no proporcione respuestas operativas (y en la mayoría de los casos, ni tan siquiera preguntas) acerca de cómo se lleva a cabo realmente su satisfacción, qué determina que ésta se disfrute en mayor o menor medida o en qué diferentes formas se organiza socialmente el acceso a los bienes que pueden satisfacerlas.
En mi opinión, la causa de esta limitación fundamental de la teoría económica convencional es el haber basado la comprensión del consumo en dos grandes pero, a mi modo de ver, equivocados principios.
En primer lugar, que el ser humano hace frente a la necesidad aisladamente. El consumo entonces se limita a ser la expresión de una estrategia de elección individual frente a un abanico más o menos variado de alternativas que, en diferentes grados, pueden satisfacerle necesidades distintas.
En segundo lugar, se ha partido también de considerar que la pura disposición del objeto que el agente adquiere a través del consumo es la respuesta directa a la necesidad. Los objetos serían por sí mismos la fuente que proporciona satisfacción a los seres humanos.
Nada de eso es realista. El consumo nunca es un acto aislado, ni inherente tan sólo a la simple individualidad. Para que pueda ser posible realizar actos de consumo es preciso participar en todo un entramado de relaciones sociales de muy distinta naturaleza: relaciones de intercambio complementarias encaminadas a obtener recursos que permitan financiarlo, relaciones jurídicas que establecen los límites de las conductas posibles para lograr la satisfacción, relaciones dirigidas a establecer la naturaleza y la cantidad de los objetos de los que luego se podrá disponer y, lo que es muy determinante, relaciones de aprendizaje que permitan conocer el uso potencial de los objetos de cara a la satisfacción.
En tanto que algo es deseado como objeto del consumo, éste ya no se desenvuelve tan sólo en el ámbito de las cosas, sino en el mundo de las ideaciones y de los valores simbólicos que son inherentes a cualquier objeto. Cuando consumimos algo, no sólo estamos disponiendo materialmente de ese algo sino que lo pensamos, lo recreamos, o lo idealizamos porque todas las cosas tienen para nosotros un determinado valor simbólico que hay que percibir en función de un determinado aprendizaje.
Así, cualquier cosa que satisface objetivamente una necesidad puede no ser deseada para ese fin, mientras que el consumo de otra que objetivamente no pueda llegar a satisfacerla puede ser deseado en la medida en que el disfrute de su valor simbólico se considere, en el mundo de representaciones del sujeto, como la satisfacción auténtica de la misma.
En la medida en que el consumo implica la asimilación de signos y símbolos que le están asociados requiere también un sistema de valores y, en consecuencia, un tipo de sujeto determinado que en el acto del consumo no sólo hace suya la materialidad de la cosa, sino también la ideación del mundo que lleva consigo el valor simbólico que en cada momento se le da a las cosas.
Por ello, los productores que pretenden que alguien consuma un determinado objeto deben procurar que el potenciar consumidor asuma unos determinados valores que son los inherentes al objeto. Aunque no está de moda, cabe recordar a Carlos Marx cuando decía que la producción no sólo crea un objeto para el sujeto, sino un sujeto para el objeto.
El consumo, pues, no es sólo un proceso que consista en apropiarse de algo y utilizarlo, sino que equivale también a asumir el sistema simbólico establecido. Y, en consecuencia, que quienen
nos proporcionan las cosas que consumimos nos estén suministrando al mismo tiempo los valores dominantes.
Nuestra civilización se caracteriza porque ha llegado a disociar el consumo de la necesidad. Por un lado, porque la lógica del consumo responde a una lógica superior del benefico. El consumo no se resuelve en satisfacción sino en ganancia. Y, al mismo tiempo, porque las representaciones simbólicas que lo envuelven tienen que ver sobre todo con la exigencia de reproducir las condiciones sociales dominantes en las que se dan las relaciones entre productores y consumidores.
Podemos llegar a consumir cosas, no porque las necesitamos como tales, sino en la medida en que se nos ha hecho desear los símbolos que el productor les ha asociado. A medida que aumenta el consumo, no aumenta en la misma forma la satisfacción, sino la asimilación de los valores que los propios productores de objetos han establecido como dominantes y que no pueden ser otros que aquellos que les permiten conservar sus posiciones sociales de privilegio.
Además, la satisfacción a través del consumo se vincula cada vez más a minorías más exiguas o a sectores privilegiados (el uso y consumo de las nuevas tecnologías que se consideran el fenómeno más característico de nuestra época sólo los realiza un quince por ciento de la humanidad) lo que muestra la evidente sinrazón de nuestro tiempo: producción masiva de objetos y generación artificial de la aspiración permanente al consumo, pero irremediable frustración provocada por la discordancia entre la disponibilidad potencial y la efectiva.
Todo lo anterior revela que cualquier opción de consumo, así como la definición del entorno social en el que se lleva a cabo no es sino una esencial cuestión de valores y de ideaciones, es decir, un asunto ético que tiene que ver con juicios o, lo que es más importante, con capacidades sobre lo que más o menos deseable o preferible en nuestra sociedad.
Precisamente por ello, hoy día es más pertinente que nunca plantear los problemas del consumo, en realidad, los de la satisfacción de las necesidades humanas, como algo que tiene que ver con la constitución de una ciudadanía que responda a nuevos principios éticos que impliquen una opción expresa por la satisfacción, por el reparto y por la sostenibilidad.
Las políticas socialdemócratas de décadas anteriores proporcionaron un relativamente alto nivel de bienestar a través del consumo de masas, al menos en los países más ricos, pero no fueron capaces de generar una ciudadanía bien pertrechada de valores, mientras que el neoliberalismo ha sido capaz de generar esa ciudadanía imbuida de valores liberales, a pesar de que disfruta de mucho menos bienestar. Ahí ha radicado la enorme capacidad de convicción de sus discursos teóricos abstractos e irrealistas, y en la capacidad de generar una ciudadanía que asuma como un imperativo éticos la necesidad de relaciones sociales diferenciadas es la única hacia forma de avanzar hacia horizontes que proporcionen más satisfacción a todos los seres humanos.
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