Publicado en La Opinión de Málaga el 2-01-2005
Una vez más, aunque ahora de forma especialmente abrumadora, la tragedia se ha cebado sobre la vida de millones de personas. Una ola inmensa ha arrebatado a los hijos de los brazos de sus madres, ha helado las sonrisas de miles de seres inocentes y ha destruido para siempre la hacienda de millones de personas como si se tratara del manotazo criminal de un gigante inhumano y cruel. Una vez más uno tiene que preguntarse si es necesario que las muertes se tengan que contar por miles sin causa y que la vida deba detenerse de esa forma abrupta y conmovedora. De nuevo se expande el dolor y aparecen demasiadas cosas en las que pensar.
Es verdad que nuestro planeta, mucho más frágil de lo que su grandeza nos hace parecer, tiene que gemir de vez en cuando y ajustar sus cuentas, apretar sus hechuras y remover las entrañas. Y que eso nos duele y nos destruye. Es seguramente inevitable, porque quizá lo sea que la vida nazca de la muerte y que la muerte no pueda entenderse sin la vida. Pero sigue uno preguntándose si es necesario que eso se traduzca en una secuela tan dramática de pérdidas y daños humanos. Y, sobre todo, que esa lógica sea la que atrape sin remedio, la mayoría de las veces, a los mismos. Porque siempre da la fatídica casualidad de las costuras que terminan cediendo son las que sostienen como hilos demasiado sutiles la vida de los más débiles. Y que siempre acaban por ser los mismos parias los que están en el momento más inoportuno a expensas de la calamidad, los que sucumben a la casualidad, los que están en el sitio inadecuado y los que carecen de la protección que para ellos siempre se reputa innecesaria.
El discurso postmoderno se jacta y nos quiere hacer creer que ya no existen clases, que la sociedad se ha convertido en un magma homogéneo y apenas diferenciado, si no es por signos apenas relevantes, o que lo son como pura expresión de la libre elección de la que todos gozamos. Pero la postmodernidad no ha logrado obviar, sin embargo, el hecho evidente de que incluso la tragedia y el azar terminan por evidenciar una vez tras otra que no es verdad que todos seamos iguales porque unos mueren mucho más que otros y, sobre todo, porque mueren mucho peor. Por mucho que difundan la idea de que ya todos somos iguales, lo cierto es que aún hay quienes lloran y quienes, como Dante en el Infierno de la Divina Comedia, ni siquiera lloran porque el dolor ha convertido su corazón en una pura piedra. Bata mirar sus caras y acercarse siquiera por un momento a sus miradas. Es fácil hacerlo porque están, también, a nuestro lado.
Nos ha tocado vivir una época en la que parece que estuviéramos condenados a tener continuas noticias de muertes que se cuentan por miles, por centenares de miles. Muchas veces sin causa. Pero estamos desarrollando como especie una singular habilidad que permite seleccionar convenientemente y en cada momento el tipo de respuesta que le damos, el grado de irresponsabilidad con la que las contemplamos e incluso el distinto dolor con el que las aceptamos en cada caso. Sucede, me parece a mí, que cada vez somos más responsables de genocidios inmensos que tratamos de que pasen inadvertidos para poder obviar la complicidad de nuestro modo de vida, cuando no de nuestras decisiones directas que los provocan. Además, hemos descubierto la terapia neutra de lo no gubernamental que permite disolver en acción individual la responsabilidad colectiva y eludir la acción mucho más contundente de la política para enfrentarse a las tragedias que la política ha provocado. Con buena voluntad podemos hacer frente sin más a cualquier tipo de catástrofe colectiva, y mientras tanto miramos a otro lado cuando la acción colectiva es la que, por otra parte, está causando la muerte y el dolor que tratamos de evitar.
No puede decirse que la enorme tragedia de estos últimos días sea causada por la acción humana pero es evidente que hay una dramática desproporción entre el tipo de dispositivo de respuesta que concita cualquier otro tipo de tragedia y estas de carácter natural. ¿Cómo es posible que los gobiernos no articulen una gigantesca operación mundial de socorro? ¿Cómo es posible que tengan que ser centenares de generosas –pero al fin y al cabo relativamente mucho más impotentes- organizaciones no gubernamentales las que articulen la ayuda y organicen la solidaridad? ¿Dónde están los grandes dirigentes mundiales, cómo es que no reconocen en aquellos lugares devastados el terreno en donde dirimir la batalla de la paz que dicen estar dando en otros sitios, donde sólo se juegan sus riquezas y sus privilegios?
No se trata de despreciar, sino todo lo contrario, el esfuerzo ingente de miles de voluntarios de todo tipo y condición que enseguida se han movilizado aportando trabajo, recursos, ayudas monetarias y de cualquier tipo. Constituyen seguramente la expresión más fehaciente de que el mundo no es un hatillo de seres egoístas a la búsqueda exclusiva de su propio beneficio, como gustan de proclamar los liberales. Lo dramático es la desproporción entre su movilización y la acción de quienes tienen medios, recursos y posibilidades efectivas de intervenir en estos casos: los gobiernos.
El esfuerzo y la generosidad individual contrasta con el empeño tan escaso que ponen estos últimos para afrontar estas situaciones. Y no vale señalar por ello que eso muestra que los gobiernos sean intrínsecamente incapaces de organizar la solidaridad o la acción colectiva porque lo que precisamente quiero decir es que esta actitud en cuestiones relativas a la ayuda y a la paz contrasta con la eficacia que demuestran cuando se trata de organizar la violencia organizada y la guerra.
Da que pensar también la extraordinaria violencia que puede destara nuestro planeta cuando se desajusta, cuando se mueve en su interior y se remueven sus entrañas. Y aunque eso sea, como decía, inevitable, deberíamos pensar también en la que puede desatar cuando se trate de los desajustes que provoca la acción humana equivocada e insolidaria, irracional y descerebrada que no tiene en cuenta que vivimos en un planeta con equilibrios que nadie se puede permitir el lujo de romper, ni siquiera levemente. Ahora son placas muy lejos de nuestro alcance las que mueven los mares pero son ya muchos los científicos que advierten continuamente que el cambio climático que estamos provocando cambiará los vientos y levantará tempestades, que traerá también olas gigantes y sunamis igual de criminales en costas que hasta ahora creíamos a salvo y en donde se han concentrado millones de personas, la mayoría de ella sin posibilidad de hacer frente ni siquiera a las inclemencias más elementales.
Decía Balzac que la resignación es un suicidio cotidiano. A cada uno de nosotros nos puede parecer algo lejano, pero es preciso que nuestras sociedades empiecen a reaccionar y que no nos resignemos a que la tragedia nos imponga su lenguaje de destrucción. El dolor nunca será solamente una cosa del pasado, pero ojalá que el año que acaba de empezar nos depare esperanza y no nos obligue a seguir resignándonos ante el dolor de los otros.
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