Publicado en la revista TEMAS PARA EL DEBATE nº 131, octubre de 2005
La firma del acuerdo sobre financiación del déficit sanitario ha dado un respiro importante al sistema nacional de salud. Implica no solamente un incremento importante de financiación sino también la adopción de medidas encaminadas a mejorar la calidad del sistema, la igualdad en el suministro del servicio y la garantía de que el flujo de recursos no volverá a bloquearse de nuevo con el paso inmediato del tiempo.
Sin embargo, y a pesar de estos aspectos positivos, habría que tener en cuenta que el acuerdo deja sueltos una serie de cabos muy importantes y que no afronta con la necesaria determinación el fortalecimiento de una serie de principios que a mi modo de ver serían fundamentales para garantizar el sostenimiento futuro del sistema público de salud.
La primera cuestión que me parece que ha sido soslayada es la naturaleza del déficit. No parece lógico que el Estado se disponga sin más a proporcionar recursos a los sistemas autonómicos sin que previamente se realice un diagnóstico profundo, rigurosos y consensuado de las causas que lo provocan en diferente medida. Es una evidencia que no todas las autonomías gestionan de la misma forma su sistema o que alcanzan diversos niveles de recaudación para financiarlos.
La financiación de los servicios públicos y más concretamente el de salud debe estar vinculada a criterios estrictos de justicia y de igualdad que, para ser efectivos, requieren, a su vez, parámetros de eficiencia más o menos homogéneos en los diversos territorios. Por tanto, lo necesario sería que se se pusiera sobre el tapete los determinantes estructurales y de gestión de los déficits, algo que de momento no se está haciendo explícitamente.
Este planteamiento llevaría, en realidad, a otro de mayor calado: la discusión preterida sobre el modelo sanitario que deseamos los ciudadanos. En lugar de someterse a un constante tira y afloja habría que asumir la necesidad de discutir sobre lo que provoca los défcitis, sobre los mecanismos de corresponsabilidad entre Comunidades Autónomas y Estado y sobre lo que conviene financiar, restringir o modificar.
El problema profundo de nuestro sistema de salud es que se está desnaturalizando de modo implícito, sin hacer transparente la lógica que se está imponiendo como dominante. Sin mencionarlo apenas, si no es para criticarlo y debilitarlo aún más, el sistema pierde calidad, la gestión se somete cada vez más a criterios puramente mercantiles o de lógica privada y los servicios se están privatizando sin que la sociedad haya hecho explícita su voluntad de que pasen a ser un (rentabilísimo) negocio privado.
En lugar de dar la posibilidad de que los ciudadanos se pronuncien y hagan efectiva su preferencia, es decir, en lugar de decidir democráticamente, lo que se está haciendo es dejar que el sistema se debilite y deteriore, de modo que la opción privatizadora se imponga por una especie de decantación que todo el mundo acepta como natural ante la deficiencia de los servicios públicos que provoca su insuficiente financiación.
Esta cuestión lleva a un segundo planteamiento que tampoco se está haciendo tan explícito debiera ser. Por una parte, y por mucho que quieran argumentar los liberales, la provisión pública es la mejor vía para garantizar que la provisión de los servicios sanitarios sea equitativa, socialmente eficaz y no sólo un buen negocio. La teoría económica más indiscutible y la experiencia más evidente muestran que la provisión privada tienden a excluir del consumo y, por tanto, a limitar el bienestar social efectivo de la población.
Naturalmente, la opción privatizadora es legítima pero lo que no lo es tanto es que se introduzca por la puerta de atrás, soterradamente y sin discusión democrática.
Pues bien, para garantizar que exista un sistema público eficiente y equitativo es necesario que disponga de recursos suficientes. Y lo que ha venido ocurriendo en la historia reciente de nuestro sistema de salud es que no ha contado con ellos. El franquismo limitó su crecimiento y los avances que se realizaron bajo los sucesivos gobiernos socialistas se frenaron a mediados de los noventa y, principalmente desde 1998 con el gobierno de Aznar. Desde entonces, prácticamente no ha habido incremento en el gasto sanitario en relación con el PIB.
Lo que más daño ha hecho recientemente a nuestro sistema sanitario ha sido la política de restricciones presupuestarias. El “déficit cero” que ha frenado la inversión pública en infraestructuras y servicios de bienestar. Por tanto, la cuestión de partida que debería asumirse sería garantízar el flujo necesario de financiación en los próximos años.
Ligado a esta cuestión se encuentra otra igualmente capital.
Como he señalado, el fortalecimiento de los servicios públicos esenciales ha de estar vinculado a la justicia y la igualdad. No tiene mucho sentido fortalecerlos si al mismo tiempo se generan desequilibrios personales o territoriales que dan lugar a que ciudadanos que son iguales tengan un acceso diferenciado a los bienes y servicios públicos financiados colectivamente.
Este es un asunto muy complejo y que no tiene soluciones inmediatas ni fáciles pero eso no puede implicar que no se plantee. Todo lo contrario.
En la situación actual, eso llevaría a discutir principalmente dos tipos de asuntos. Por un lado, la mencionada corresponsabilidad entre las distintas administraciones para evitar que la voracidad de algunas, su mala gestión, su demagogia fiscal o los planteamientos ideológicos que la inspiren provoquen diferencias que no sean de carácter estructural y que, por tanto, hayan de recibir un trato diferente.
Por otro lado, es fundamental también aclararse acerca del modo de financiar los sistemas, lo que lleva a topar con uno de los grandes fraudes intelectuales de nuestra época: la cuestión de los impuestos.
Desde hace unos años, se tiende, efectivamente, a establecer que los impuestos son malos, que deben bajarse continuamente o incluso eliminarse y es obvio que cuando se aplican estas ideas se dispone de menos recursos para hacer frente a las necesidades colectivas. Algo que sufren principalmente los grupos sociales de rentas bajas porque los ricos pueden adquirir en el mercado al precio que sea esos servicios públicos que van desapareciendo o siendo de progresiva peor calidad.
Lo que yo creo que debería hacer un gobierno progresista frente a esa idea es defender con radicalidad la utilidad social de los impuestos, su decisiva contribución a la justicia y al bienestar social y aplicar sin temor políticas fiscales progresivas.
El acuerdo suscrito no avanza en este sentido aunque el gobierno de Rodríguez Zapatero tiene aún tiempo para fortalecer su compromiso social en esta línea.
Por todo ello, es fácil comprobar que detrás de los déficits sanitarios hay bastante más que números que no cuadran. Lo peor es que haya déficit de solidaridad, de equidad y de igualdad como consecuencia de renunciar a los principios fundamentales que garantizan el bienestar y el progreso social.