Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Apagones

Publicado en La Opinión de Málaga. 4-7-2004 

Los apagones de luz que se viene produciendo en Sevilla no son nuevos. Han ocurrido antes en Cataluña, en Madrid o en Valencia, en otros países europeos y en muchos lugares de Estados Unidos. Según un estudio de la consultora Pricewaterhouse Coopers, nueve de cada diez empresas eléctricas europeas creen que seguirán produciéndose habitualmente.

 

Sus causas están bastantes claras. Se produce electricidad de sobra y no falla el transporte, es decir, las grandes redes, sino la distribución más doméstica, las redes que van directamente a nuestras casas, a los comercios o, en general, a los consumidores finales. Lo que ocurre sencillamente es que estas redes finales están preparadas para soportar una determinada carga y, cuando se produce una sobrecarga, o bien se rompen o se protegen desconectándolas para que no lo hagan. En ambos casos, y salvo que se hubiera previsto la sobrecarga instalando mecanismos alternativos, es cuando se produce el apagón.

 

Lógicamente, el problema se evitaría si las redes de distribución final estuvieran preparadas para soportar carga “de sobra”. Salvo, claro está, que sean las propias empresas las que quieran provocarlos, como dicen que ocurrió en California, para lograr subidas de tarifas o ayudas para nuevas inversiones.

 

La clave del problema se encuentra en el cambio que se ha producido en los últimos años en la regulación del sector eléctrico, es decir, en las normas establecidas por los gobiernos y a las que se tienen que someter los productores y distribuidores de electricidad. Ese cambio ha consistido básicamente en la privatización casi completa de las empresas operadoras y en la reestructuración del sector, imponiendo nuevas formas de organización de la producción y la distribución. Aunque las medidas concretas son muy complejas y no es posible presentarlas aquí ni siquiera de forma sucinta, se puede decir que se resumen en la liberalización del sector, es decir, en su sometimiento a los criterios y lógicas del mercado.

 

El cambio se justificó en su día diciendo que gracias a él habría más competencia (porque habría más empresas y los consumidores podrían elegir entre ellas a las que prestaran mejor servicio), precios más bajos y mejor calidad.

 

Lo que ha ocurrido es todo lo contrario: los apagones son un mal generalizado, los precios se han elevado y la competencia brilla por su ausencia porque en realidad funciona un mercado oligopolista, como en España, donde sólo dos empresas, Endesa e Iberdrola, tienen una posición especialmente privilegiada en relación con las demás empresas y con los consumidores.

 

La razón principal que explica estos efectos perversos de la liberalización es que sencillamente no es verdad que el sector eléctrico pueda funcionar de acuerdo con las condiciones de competencia que permiten establecer precios más bajos y mayor oferta. Sobre todo, porque se trata de un mercado en el que se precisa una escala de producción elevada y en donde hay muchas barreras de entrada, es decir, dificultades para que nuevas empresas se introduzcan en los mercados. Para colmo, es muy difícil que un gobierno, por muy liberal que sea, acepte que un producto tan esencial como la electricidad tenga un precio fuera de control, porque se producirían situaciones no sólo muy perjudiciales para la población y la economía, sino sencillamente aberrantes. Sirva de ejemplo que cuando la liberalización provocó en Estados Unidos una subida de precios espectacular hubo empresas industriales que seguían pagándoles a sus trabajadores pero no los ponían a trabajar: preferían dedicarse a revender la energía eléctrica, es decir, a especular con ella

 

En realidad, la liberalización tenía un propósito diferente a los que anunciaban sus defensores. Se buscaba que la iniciativa privada se apropiara de la mayor rentabilidad que se iba a poder obtener de un sector en donde antes había gran presencia de los intereses públicos. Los cambios tecnológicos que se han producido en los últimos años y el desarrollo gigantesco de los mercados financieros han permitido que comprar y vender energía sea muy rentable siempre que se modificaran las condiciones de funcionamiento del sector. Antes, los beneficios se conseguían en función de la diferencia entre las tarifas y los costes de producción. Era cuestión de sota, caballo y rey: en realidad, los gobiernos (que eran propietarios de una buena parte del sector) establecían los rendimientos al fijar las tarifas. Pero ahora hay posibilidad de hacer algo distinto. Aunque los gobiernos siguen fijando las tarifas, las empresas distribuidoras establecen la oferta en función de una especie de subastas entre ellas. Dadas esas tarifas, las distribuidoras obtienen beneficios comprando la energía a precios ventajosos -y, además de ello- jugando con sofisticados productos financieros derivados de esas operaciones-. Aunque se opera con márgenes a veces ajustadísimos, se pueden obtener buenos beneficios si se logran colocar las cantidades adecuadas a los costes que se soportan. De esa forma se puede conseguir un óptimo económico mucho más favorable. Pero el problema es que ese óptimo económico no coincide con el óptimo técnico. Es decir, la inversión que conviene hacer para obtener el máximo beneficio económico no es la que se corresponde con la que sería necesaria para satisfacer al máximo de demanda.

 

Puesto que las empresas no juegan con el precio, pues las tarifas las pone el gobierno para todo el territorio, las empresas sólo pueden jugar con el suministro y con los costes. Si el mercado funcionara efectivamente, para atender el sobreconsumo de Sevilla bastaría con aumentar el precio cobrado allí. Como no se puede hacer, no es rentable invertir para el sobreconsumo, que es la cantidad que está por encima de la oferta que proporciona rentabilidad.

 

Por lo tanto, para que no haya más apagones o las empresas ganan menos, o logran que el gobierno aumente las tarifas, o reciben más subvenciones. Eso es lo que hay.

 

El problema es que estamos utilizando una fuente de energía que se consume a precios artificialmente reducidos, que es muy cara no sólo por los costes directos de producción y distribución, sino por los ambientales y porque para ser rentable incentiva el despilfarro y el consumo desbocado. Por eso es hora de que los consumidores influyamos para avanzar hacia modelos más eficientes económicamente, equitativos socialmente, y sostenibles.

 

Y en la incomodidad que provocan nuestros apagones no está de más recordar que 1.600 millones de personas en el mundo no tienen acceso a la energía eléctrica y que 2.400 tienen que usar leña para cocinar o calentarse. En fin, una cosa está clara: el mercado da grandes beneficios pero tiene muy pocas luces.

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