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Bancos centrales: ¿La caída de los dioses?

Publicado en Alternativas Económicas en septiembre de 2022

Uno de los mayores mitos en los que se han basado las políticas económicas de las cuatro últimas décadas es el que tiene que ver con los bancos centrales.

Se ha hecho creer que su existencia como autoridad monetaria independiente, con el objetivo prioritario de la estabilidad de los precios y desentendida de la financiación a los gobiernos, era imprescindible para frenar la inflación, mantener la estabilidad financiera y evitar el endeudamiento caprichoso de los gobiernos.

Los hechos son tozudos y demuestran que no hay base para poder sostener que eso haya sido o sea así en la realidad.

Dejaré a un lado tres cuestiones teóricas previas, aunque, sin duda, de interés.

La primera la ha planteado, entre otros, Christopher Sims, Premio de Economía del Banco de Suecia (mal denominado Nobel de Economía): es imposible que un banco central sea independiente del gobierno mientras exista dinero fiduciario (aquel que no tiene valor intrínseco como mercancía sino basado en la confianza).

La independencia del banco central es un mito, dice Sims, porque la política fiscal es la que garantiza el valor del dinero fiduciario y no la autoridad monetaria. En realidad, afirma, los bancos centrales no solo no son independientes del gobierno, sino que dependen de que los gobiernos apliquen una política fiscal anticíclica apropiada y plausible. Si eso no ocurre, el banco central puede quedar en situación de insolvencia técnica. Salvo, como señala Sims, que él mismo se convierta en institución fiscal, tal y como de facto ha ocurrido en la zona euro con el Banco Central Europeo, contradiciendo la exigencia de no financiar a los gobiernos.

Se trata de una consideración que tiene más trascendencia de la que pueda parecer a primera vista pues está llevando a proponer algo radicalmente antidemocrática: hacer que la política fiscal deje de ser competencia de parlamentos y gobiernos para encomendarla a una autoridad fiscal independiente y a imagen y semejanza, en todos los sentidos, del banco central.

Otra cuestión previa es la enorme dificultad de medir la independencia de un banco central para poder conocer con rigor su efecto sobre la estabilidad de precios. Generalmente, se toma en consideración su independencia de derecho, pero esta es muy distinta a que puede existir de hecho.

La tercera cuestión en la que tampoco voy a entrar pero que hay que considerar se refiere a los muy discutibles supuestos teóricos que justifican la independencia y que han sido sometidos a una crítica profunda: expectativas racionales, inexistencia de una curva de Phillips de pendiente negativa a largo plazo, neutralidad del dinero y la idea de que solo importan los shocks inesperados de inflación que provoca la inconsistencia temporal (elegir una política por adelantado y una diferente cuando llega el momento de aplicarla) que se considera inevitablemente unida a la acción gubernamental. Y, sobre todo, que solo una autoridad monetaria independiente puede evitar la tendencia de los gobiernos a tomar decisiones inadecuadas.

Hechas esas consideraciones, cabe preguntarse ya si la independencia de los bancos centrales ha logrado alcanzar los objetivos para los cuales se establecía o si se trata tan solo de un mito.

Es evidente que, mientras que los bancos centrales han sido independientes (con la salvedad con la que, según acabo de señalar, hay que tomar este término), la inflación ha sido reducida. Claramente, en las dos últimas décadas del siglo veinte y en los países más avanzados, y en menor medida en los últimos quince años y en los más atrasados.

Ahora bien: ¿la menor inflación bajo regímenes de independencia del banco central se ha debido a que esta última ha sido establecida o a que en esa etapa se ha combatido la inflación como un afán específico, como vía para recuperar la tasa de beneficio y de redistribuir riqueza a favor del capital gracias a la moderación salarial, a los tipos de interés reales más elevados y a la producción artificial de la escasez? Y, sobre todo, ¿la menor inflación registrada desde los años 80 del siglo pasado se debe a la independencia de los bancos centrales o a los efectos de la globalización y a la devaluación salarial generalizada? La falta de resolución e ineficacia de los bancos centrales ante el actual brote inflacionario demuestra que no basta con su política monetaria, por muy independientes que sean, para frenar cualquier proceso de subida de precios, así que la respuesta a esas dos anteriores preguntas no está ni mucho menos clara.

Sí se puede rechazar con mayor rotundidad que la independencia de los bancos centrales haya sido una garantía de estabilidad financiera en los últimos cuarenta o cincuenta años. Luc Laeven y Fabian Valencia han contabilizado 151 crisis bancarias de 1970 a 2017 (además de 236 cambiarias y 74 de deuda soberana, en mayor o menor medida vinculadas a condiciones monetarias dependientes de la política monetaria de los bancos centrales o de su supervisión[1]). Eso significa, si se compara con la práctica inexistencia de crisis financieras de 1945 a 1970, que el sistema bancario y financiero en general ha sido mucho más inestable justo cuando los bancos centrales han sido independientes y dispuesto de más poder de decisión y actuación.

Finalmente, es igualmente evidente que esta etapa de bancos centrales dotados de plena independencia y ajenos a la financiación de los gobiernos (supuestamente, para evitar que estos se endeudaran alocadamente) ha ido de la mano, muy al contrario, de niveles extraordinarios de deuda pública y privada.

Los datos no dejan lugar a dudas: el extraordinario incremento de la deuda pública de los últimos cuarenta años se ha debido al coste de los intereses de mercado a los que han debido hacer frente los gobiernos desde que los bancos centrales dejaron de financiarlos. Según los últimos datos de Eurostat, el 87% del incremento de la deuda de 1995 a 2021 de los 19 países miembros de la Eurozona corresponde al pago de intereses.

Los bancos centrales, eso sí, han conseguido presentar como despolitizadas decisiones claramente políticas como las del manejo del tipo de interés, disciplinar a los gobiernos e imponerles políticas (sobre salarios, impuestos y gasto público o pensiones) que responden a intereses económicos particulares y no a fundamentos científicos y contrarias a la voluntad ciudadana expresada en mayorías parlamentarias; contribuyendo decisivamente, gracias a todo ello, a generar la mayor concentración de la riqueza de la edad contemporánea.

La realidad es que los bancos centrales se han convertido en una parte más de los grandes problemas económicos de nuestro tiempo. Ni son capaces de anticipar los problemas ni los resuelven cuando aparecen.

La ultraderecha anarcocapitalista global lo tiene claro e incluso comienza a proponer abiertamente su eliminación. Una barbaridad que se podría ir extendiendo si los bancos centrales siguen equivocándose en la previsión y provocando ellos mismos las crisis financieras que debieran resolver, y si no se avanza en la reforma profunda del sistema financiero. Un reforma no solo de sentido común y más democrática, sino con mayor fundamento científico, que reconsidere la función de los bancos centrales en la economía, asumiendo que la política monetaria y la fiscal han de actuar como las dos hojas inseparables de una tijera, que es imprescindible evaluar y mostrar a la sociedad los efectos distributivos de las políticas monetarias y que los bancos centrales no pueden seguir actuando al servicio y como rescatadores sin condiciones de los grandes intereses privados.

[1] Laeven, L. y Valencia, F. (2018). Systemic Banking Crises Revisited. IMF Working Paper.

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