Publicado en Público.es el 12 de abril de 2020
Todas las grandes conmociones sociales, las crisis, los desastres las guerras… las grandes epidemias, traen consigo cambios en el orden social y también en los seres humanos. Unas veces, son cambios positivos, trascendentes, que han llevado a etapas superiores de progreso humano. En otras ocasiones, ese tipo de impactos hace brotar de nuestro interior lo peor que tenemos los seres humanos, el odio, la maldad, la insolidaridad y la violencia.
Es muy pronto aún para saber qué cambios provocará, en nuestras sociedades y en nosotros mismos, la pandemia que estamos viviendo; entre otras razones, porque ni siquiera sabemos a estas alturas su magnitud ni sus efectos reales. Casi todas las personas con las que hablo y a las que leo coinciden en que va a ser inevitable que haya cambios a partir de ahora, aunque nadie sepa con antelación en qué sentido se puedan dar finalmente.
Yo me atrevo a pensar que uno de esos cambios ya ha comenzado a darse e incluso diría que está siendo obligado que comience a producirse. Me refiero al valor que le damos a las distintas cosas que tenemos a nuestro alrededor.
Según la Real Academia de la Lengua, para expresar que algo no es bastante grande, numeroso o importante, ni digno como para ser tenido en cuenta, o cuando queremos desestimarlo o tenerlo en poco, utilizamos términos como desprecio, despreciable o despreciado. Por el contrario, si lo que queremos es reconocer y estimar el mérito de alguien o de algo, o mostrar que sentimos afecto o estima hacia alguna persona o cosa diremos que lo apreciamos; lo que, según dice la misma Academia, significa «poner precio o tasa a las cosas vendibles».
Sé que hay otras palabras para expresar que cualquier cosa o persona nos parece valiosa o digna de nuestra mayor consideración, estima o afecto, pero no es casualidad que el poner precio a algo se haya convertido en una forma tan corriente de manifestarlo en nuestras sociedades.
El precio, como muy correctamente dice la Academia, se pone a las cosas vendibles y apreciar o poner precio es algo tan habitual y deseado (si se me permitiera una enorme redundancia, diría que tan apreciado) porque en la sociedad capitalista en la que vivimos hemos convertido en algo vendible lo que para cualquier ser humano es lo más valioso: la vida humana y la naturaleza.
Hay mucha personas, entre ellas bastantes economistas, que están confundidas al respecto: creen que lo característico del capitalismo es la existencia de los mercados y por eso dicen que lo distintivo de nuestra época es que vivimos en una «economía de mercado».
No es así. Mercados, como casi todo el mundo sabe, ha habido desde hace miles de años y sabemos que algunas sociedades o civilizaciones han sido tanto o más dadas al intercambio y al comercio que la nuestra.
Lo que caracteriza al capitalismo no es que haya mercado, ni tampoco que haya muchos o pocos, o de una u otra forma. Su rasgo distintivo es que ha llevado a los mercados lo que nunca había sido objeto de compra y venta: el trabajo humano, los recursos naturales y el dinero.
Para bien o para mal, no voy a entrar ahora en esto, esos tres elementos se han convertido en mercancías, lo que significa que, si se quiere disponer de cualquiera de ellos, hay que adquirirlos en un mercado pagando un precio.
Como recalcó el gran historiador Karl Polanyi, el trabajo es una parte de la vida humana, los recursos naturales naturales son la vida en su sentido más palmario y el dinero es algo indispensable para la vida pues sin él no podemos garantizarnos el sustento en las economías de mercado en las que vivimos. Resulta, entonces, que es la vida misma, lo que se ha convertido en una mercancía en el capitalismo. Dentro del mercado está lo que nos parece más valioso y expresamos su mayor o menor valor con un precio más o menos elevado. El precio -de mercado- se convierte así en el criterio decisivo para expresar, como decía al principio, lo que nos parece meritorio, digno de tener en cuenta, deseable o incluso poderoso.
Pues bien, yo creo que la epidemia que estamos viviendo nos está enfrentando a la necesidad de cambiar el criterio que usamos para valorar todo lo que necesitamos para vivir.
Apenas habíamos valorado a las personas que nos salvan la vida en los hospitales, no nos importaba que tuvieran empleos precarios, jornadas extenuantes y sueldos muchas veces miserables. No nos importaba que se tuvieran que ir a trabajar a otros países porque aquí habíamos decidido darle más valor al salvamento de los bancos y hacíamos recortes en sanidad que nos impedían contratarlos. Ahora salimos a aplaudirles a las ocho de la tarde.
No le debimos dar mucho valor a la vida de nuestros padres o abuelos cuando permitimos que muchas de las residencias donde vivían fueran simples negocios, propiedad de grandes magnates o de los bancos sólo interesados en aumentar cada día más sus cuentas de resultados. Ahora, miles de personas les lloran sin ni siquiera haber podido ir a sus entierros.
De los maestros y maestras yo creo que la mayoría de la gente ni siquiera echaba cuentas, como suele decirse. Nunca nos preguntábamos cuánto cobran, ni cuántas horas trabajan, ni qué les supone el esfuerzo heroico que hacen cada día para educar a nuestros hijos en sus aulas. Ahora suspiramos por ellos, cuando somos nosotros los que tenemos que luchar día a día para dar la clase a nuestros hijos en casa.
No valoramos nuestro campo, ni a los comerciantes más cercanos, pagábamos con más gusto lo lejano y nos creíamos que vivíamos en un mundo infinito en donde nada nunca se acababa, que de cualquier sitio vendría enseguida todo lo que necesitáramos. Ahora se paga una fortuna por una mascarilla, nadie encuentra guantes, no hay respiradores y veremos a ver si dentro de poco nos cuesta aprovisionarnos de lo más necesario para el día a día. Empezamos a darnos cuenta de que hubiera sido más seguro que muchas de esas cosas se hubieran producido cerca y por nosotros mismos; y respiramos tranquilos cuando recibimos un folleto que nos informa de que hay cooperativas, pequeños negocios y gente emprendedora que ahora nos suministra lo más básico que tanto necesitamos. No le dimos valor a los oficios, al trabajo de cuidados, a los transportes, a las fuerzas de seguridad, a lo más cercano y no nos preocupó su precariedad; ahora recurrimos a ellos para que nos presten auxilio.
Le dimos valor a las palabras de quienes nos decían que lo público es el problema y que es mucho mejor que cada uno se las arregle como pueda. Despreciamos lo común y los impuestos nos parecían un precio demasiado alto, hubo manifestaciones en las calles para eliminarlos, y nos nos pareció necesario financiar con ellos a nuestros servicios públicos. Ahora, a ese mismo Estado al que no quisimos dotar de recursos le pedimos, incluso sus más acérrimos enemigos, que se haga cargo de todo y que sean los servicios públicos quienes nos salven.
Nos sorprende ahora y nos maravilla el aire limpio, la atmósfera nítida y el agua de los ríos tan transparente. Antes -y al revés de tantas otras cosas que ahora, sin embargo, nos resultan insignificantes- no nos parecía que fuese necesario pagar por ello y permitíamos que saliera gratis ensuciarlos y destruir nuestro medio ambiente.
Al trabajo de limpiar nuestras casas, de cocinar, de cuidarnos dentro de ellas, a eso… bueno, a eso no le dimos valor ninguno, ni siquiera lo consideramos trabajo cuando lo hacían principalmente las mujeres. Y si se contrataba a alguien externo se le pagaba lo menos posible, cuando no se le explotaba con jornadas que no terminan nunca. Ahora, muchos estarán aprendiendo lo que cuesta ese trabajo, si por fin lo realizan; o, al menos, apreciarán en mucha mayor medida su valor tan grande cuando tienen que permanecer tanto tiempo en su casa y desean hacerlo confortablemente.
Antes salíamos deprisa del trabajo y dedicábamos nuestro tiempo libre a ver televisión y a encerrarnos en casa. Ahora echamos de menos los parques, salir a caminar y respirar al aire libre. Apenas nos parábamos a hablar unos con otros y ahora empezamos a conocer a nuestros vecinos, cuando hablamos con ellos de ventana a ventana; o estamos deseando hacer lo que antes casi nunca se nos pasaba por la cabeza, dar un abrazo a los amigos, a los compañeros de trabajo o a nuestros familiares más cercanos, en lugar de limitarnos a verlos a través de una pantalla.
Antes salíamos disparados cuando nos encontrábamos con un conflicto familiar. Ahora empezamos a darnos cuenta de que hay que saber templar, que no nos queda más remedio que hablar y aprender a convivir en paz.
Antes vivíamos como si fuésemos a vivir siempre, como si la vida fuera un don eterno que nunca se fuese a acabar, pasara lo que pasara o hiciéramos nosotros lo que hiciéramos. Ahora, quien quiera mirar, puede verle claramente las orejas al lobo, y no sólo a este virus: he leído que hay como unos 300.000 más de cuya existencia no sabemos y que potencialmente podrían hacernos lo mismo o quizá daños peores. Por no hablar de las demás amenazas que nos acechan si seguimos violando las leyes de la naturaleza.
Nos creemos eternos y superpotentes pensando que podemos vivir la vida haciendo con ella cualquier cosa con tal de ponerle precio a todo. Le damos valor sólo a lo que compramos y ahora quizá nos demos cuenta de que lo valioso ni se compra ni se vende en los mercados, sino que lo que de verdad tiene valor es el buen vivir, rodearnos de amor y sentir que nuestros corazones están en paz. O incluso simplemente vivir.
No estoy ni mucho menos seguro de que esto sea lo que finalmente ocurra, pero quizá esta crisis nos enseñe que el precio de las cosas es algo muy distinto a su valor; que no debemos seguir cayendo en la insensatez de creer que podemos hacer cualquier cosa con tal de pagar por ello y que no es verdad que aquello por lo que no se paga un precio de mercado carece de valor.
Antonio Machado puso en boca de Juan de Marina una sentencia sublime: «todo necio confunde valor y precio». Yo me conformaría si de esta pandemia salimos todos un poco menos necios.