En ECONOMISTAS, n. 38, junio-julio 1.989.
Uno de los conceptos centrales de la teoría económica es el de «property rights» (derechos de apropiación o más habitualmente traducido como derechos de propiedad) y, sin embargo, es relativamente poco aludido, además de muy poco conocido.
En mi opinión, hay dos razones explicativas del escaso uso analítico que se hace de este concepto. Por una parte, que afecta de lleno al corazón del modelo neoclásico predominante y al disponer éste de una muy escasa versatilidad para incorporar el contexto de relaciones sociales que afectan al sistema establecido de derechos de apropiación, el análisis de sus implicaciones ha quedado oscurecido en la literatura.
Por otra parte, para contemplar a los derechos de apropiación en toda la extensión de su significado económico se requiere un instrumental analítico, un enfoque teórico y una perspectiva que la economía convencional centrada en torno a dicho modelo no está, a mi juicio, en condiciones de asumir.
En el texto que sigue y con la brevedad requerida, efectúo algunos comentarios sobre la naturaleza de este concepto que me parece cardinal para el análisis económico, sobre la significación que tiene para la teoría económica y sobre los retos que, a mi juicio, lleva implícita su asimilación por la teoría económica.
La naturaleza económica de los derechos de apropiación.
Un requisito esencial para que pueda darse la actividad económica es que se conozcan, que estén socialmente definidas, las relaciones que los hombres tienen entre ellos y con las cosas en lo que hace referencia al uso de los bienes o de los recursos que pueden satisfacer sus necesidades. Que se haya establecido qué pueden hacer y qué no. O, como dice Demsetz, que se garantice que «todo hombre prevea lo que puede esperar, razonablemente, de sus relaciones con los demás».
A estas facultades de que disponen los hombres se les denomina derechos de apropiación y las establece o define la sociedad por medio de la violencia, de la negociación, de las leyes, de las costumbres o de cualquier otro sistema de asignación de derechos.
La especificación de estos derechos de apropiación es lo que hace posible que se realice el intercambio, que se especialice el sistema productivo y, sobre todo, que cada agente conozca cuál es el sistema establecido para la satisfacción de las necesidades sociales.
Como es natural, pueden existir unas muy variadas definiciones de los derechos de apropiación y no cabe esperar que tal definición sea ajena a las circunstancias generales de consenso o conflicto social, máxime si se tiene en cuenta que, en condiciones de recursos escasos, el derecho reconocido a alguien sobre algo implicará el no derecho de otro sobre lo mismo.
La específica definiciòn social que se haga de estos derechos, o en términos que nos serán más habituales, la asignación que de ellos realice la sociedad, será determinante de la naturaleza y de las característica de la actividad económica que se lleve a cabo. Porque determinará la forma en que se acumula, la organización de los intercambios y por tanto el sistema y alcance de la satisfacción de necesidades y porque proveerá o no de los incentivos diversos que requiere la dinámica productiva.
Por extensión, podría decirse que el modo en que están establecidos los derechos de apropiación condiciona la naturaleza de la economía y la sociedad; pero, al mismo iempo, que ésta requiere una específica definición de tales derechos que le sea correspondiente. Por ello, que sea realmente cada sociedad concreta, por intermedio de los mecanismos adecuados de decisión colectiva, quien establezca un sistema determinado de derechos y de asignación de los mismos que se corresponda con los valores que desea preservar o con los objetivos que pretende alcanzar. De esta forma, la sociedad asegura que los recursos van a ser utilizados en aquellos usos que se reputan colectivamente como los más valiosos.
Un sistema de derechos de apropiación que no se corresponda con la naturaleza de esos valores u objetivos sociales resultará más costoso socialmente, implicará menor eficiencia, se reputará más injusto o podrá bloquear el propio progreso productivo (es decir, no garantizaría el uso más valioso de los recursos de los que se dispone). Incluso, en determinadas situaciones sociales, la ausencia de tales derechos podría dar lugar a que se esquilmaran los propios recursos productivos.
Por otro lado, y para que los derechos de apropiación asignados sean efectivos, es preciso que la sociedad establezca complementariamente un determinado sistema de coerción que garantice su reconocimiento efectivo por todos los agentes y su propio ejercicio frente a terceros. En nuestras sociedades, esta coerción la proporciona el Derecho.
Es evidente, por último, que el establecer quién puede hacer o disponer sobre los recursos y en qué condiciones pueden ser éstos utilizados está íntimamente relacionado con la estructura de poder existente en la sociedad . Por definición, un derecho de apropiación reconocido a un agente implica, básicamente, una exclusión de otro en el ejercicio del mismo derecho o el que se tengan que soportar las consecuencias del ejercicio por el primero del derecho que le es reconocido. Es decir, que con un sistema o una asignación diferente de derechos de apropiación se altera, no sólo la dinámica productiva, sino las propias relaciones de poder o dominio prevalecientes en la sociedad.
Han de reconocerse, por lo tanto, dos ámbitos en los que se manifiesta la actividad económica. Por una parte, el de la realización de los intercambios (que puede llevarse a cabo por intermedio de diversas instituciones: mercado, autoridad, …). Por otra parte, y en la medida en que, de hecho, los intercambios son transferencias de derechos de apropiación, ha de reconocerse el ámbito de la decisión colectiva que los establece o los modifica. Eso es lo que permite decir a Furubotn y Pejovich que «una teoría de los derechos de apropiación no puede estar verdaderamente completa sin una teoría del estado».
Es por ello, que, a mi juicio, resulte incompleta cualquier comprensión analítica de los procesos de asignación de recursos y de la toma de decisiones sobre ellos que no incorpore el contexto de las relaciones sociales que sustentan el sistema de poder o dominio en virtud del cual se define la situación de los agentes económicos frente a los recursos escasos, es decir, los derechos de apropiación.
Los derechos de apropiación y el mercado.
Como es sabido, el paradigma predominante para la comprensión de la actividad económica en el mundo contemporáneo es el que se nuclea en torno al modelo neoclásico. Del desarrollo de éste nace el propio concepto de derechos de apropiación y a su alrededor se vertebran las concepciones teorico económicas convencionales que los incorporan como componentes del modelo. Y ahí es donde se encuentra también , en mi opiniòn, la expresión de las limitaciones del propio modelo y de la insuficiente comprensión que realiza de la trascendencia económico-social de estos derechos.
El problema esencial en torno al que se nuclea la episteme neoclásica es la escasez y se analiza, esencialmente, en base la comportamiento individual. Para ello se requieren supuestos que permitan establecer que los individuos son capaces de juzgar su propio bienestar o, dicho de otra forma, que el objetivo de los individuos es la maximización de su propio beneficio o utilidad y que eso se lleva a cabo racionalmente.
Para afrontar el análisis de las situaciones que afectan a colectivos o agregados y no a individuos aislados se utiliza el conocido como criterio de Pareto que, como se sabe, establece que un movimiento de una situación a otra (una asignación diferente de derechos, por ejemplo) constituye una mejora del bienestar social si al menos mejora la situación de un individuo sin reducir el nivel de bienestar de los demás.
Para que pueda ser alcanzado este óptimo es necesario, no sólo que el comportamiento de los individuos sea maximizador y racional, sino que debe existir, además, una combinación de intercambio ent e dos bienes que proporcione idéntica satisfacción y, sobre todo, debe darse que el nivel o límite hasta donde llevará a cabo sus acciones venga determinado por la igualdad entre su beneficio y su coste marginal.
Estas condiciones -y otras a las que no es necesario aludir aquí- sólo se dan en el que llamamos mercado de competencia perfecta. Este mercado opera autónomamente y propicia las combinaciones de intercambio que dan lugar al óptimo paretiano.
Una condición imprescindible para que pueda ser alcanzado este óptimo es que los costes sociales que se derivan de todas y cada una de las actividades que se realizan en el mercado sean iguales a los beneficios sociales.
Pigou demostró que es posible que se de -y de hecho se da- una divergencia entre ambos, cuando aparecen externalidades, lo que obliga a una intervención extraña al mercado. Coase demostró a su vez que estos costes externos pueden ser internalizados y que no sería necesaria la intervención siempre y cuando la asignación inicial de derechos de apropiación esté perfectamente definida y que los costes de transacción (es decir, los costes de todo tipo que lleva consigo el propio intercambio) fuesen nulos o sin relevancia.
Para que el sistema de derechos de apropiación esté bien definido, para que se ajuste al criterio de eficiencia que nuclea al modelo neoclásico, y garantice, a su vez, el funcionamiento autónomo del mercado es necesario que posea tres características: que todos los recursos -salvo, lógicamente, los que existan en cantidad ilimitada- sean poseídos por alguien, que pueda excluirse a terceros del uso del recurso y que sea posible su transferibilidad.
Los derechos de apropiación así establecidos garantizarán que los recursos graviten en el mercado hacia aquellos usos donde son más valiosos y se alcance, por lo tanto, el objetivo de eficiencia que se pretende y al que, en consecuencia, debe orientarse la previa asignación de aquellos derechos.
Coase demostró que, así definidos los derechos de apropiación, la solución eficiente se alcanza, en el mercado, independientemente de quien sea titular de los derechos.
De ahí se obtienen dos consecuencias capitales: en primer lugar que el modelo se desentiende de la naturaleza de la definición inicial de derechos, siendo por lo tanto irrelevante quién posea los derechos de apropiación frente a quién. En segundo lugar, que la asignación inicial debe realizarse de manera que no satisfaga más objetivo que el de eficiencia en el mercado y que, cuando fuese necesario una reasignación o una intervención posterior, deberá realizarse reproduciendo lo que hubiera sido la solución del mercado, es decir, la solución de eficiencia.
Singularmente, el mecanismo de mercado se desentiende de las consecuencias distributivas que se originan de una asignación inicial dada de derechos de apropiación y, consecuentemente, se valora como ineficiente cualquier intervención tendente a actuar sobre ellas. E, igualmente, carece de lugar en esta perspectiva de análisis cualquier valoración sobre la naturaleza de tal asignación, sobre la asimetría que pudiera generar entre los individuos titulares o no titulares de los derechos de apropiación y, desde luego, cualquiera otra convención colectiva basada en un parámetro distinto al de eficiencia.
De esta limitación deriva la introducción de criterios normativos que incorporan al análisis la decisión colectiva fruto del rechazo hacia asignaciones originarias de derechos de apropiación que se reputan injustas o de los efectos perversos que en lo distributivo puede llevar consigo la simple consecución de la eficiencia en el mercado. Desde estos criterios, se trata de formular un sistema de derechos de apropiación o un tratamiento de las externalidades a las que da lugar su establecimiento que combine la decisión de mercado con la decisión colectiva y que procure soluciones que atemperen los efectos negativos en la distribución que puede generar la dinámica de mercado.
Poder, mercado y bienestar.
Estas propuestas abrieron una nueva dimensión, a mi modo de ver, mucho menos lineal que las derivad s del positivismo más tradicional y auténticamente neoclásico. Su aproximación a la problemática de la asignación de recursos y de la toma de decisiones que lleva consigo ha sido decisiva para el impulso de la fundamentación normativa de la ciencia económica y, sobre la base de su percepción del problema de las externalidades, hicieron posible la definición de funciones de bienestar de mayor alcance y sin las restricciones eficientistas del positivismo neoliberal.
En mi opinión, sin embargo, tampoco se aborda definitivamente la problemática que me parece esencial en relación con la asignación de derechos de propiedad y los fallos de mercado que pueden llevar consigo.
La propia e inevitable existencia de derechos de apropiación es causa originaria de externalidades y el problema de qué externalidad se internaliza, qué beneficio se reconoce o qué ecuación distributiva se respeta debe necesariamente contemplarse desde la perspectiva de la naturaleza de aquellos derechos y de las pretensiones del sistema de derechos establecido.
Pero además, y como señalé, estos derechos de apropiación son expresión inmediata de relaciones de poder, de las relaciones de dominio prevalecientes en la sociedad en un momento dado. Y así resultan ser también las propias externalidades. Su comprensión tan solo como fallos del mercado que deben ser internalizadas para recomponer su dinámica quizá impide apreciar la auténtica naturaleza de las externalidades como «actos de poder», en palabras de Samuels, y cuyo sine qua non es la «estructura de poder» existente.
Como tales, en opinión del mismo autor, constituyen un fenómeno que requiere juicios éticos. La dinámica del mercado, por lo tanto, no deviene finalmente autónoma. Por una parte, porque la creación de derechos de apropiación o su reasignación para hacer frente a externalidades afecta a la distribución de la riqueza; y la asignación de los recursos es, en cualquier caso, una función de ella. Por otro lado, porque la solución de mercado afecta igualmente a la distribución, de manera que el propio mercado reasigna permanentemente los derechos de apropiación y modifica, en consecuencia, la estructura de poder existente.
De manera que no resulta posible disociar el funcionamiento del mecanismo de mercado -incluso en el supuesto de ausencia de imperfecciones- de las condiciones reales que afectan al diseño de los derechos de apropiación.
El mercado constituye la instancia en donde se proporciona una solución técnica a los intercambios pero no puede concebirse, a mi parecer, como un «vacuum» teórico aislado del contexto de relaciones sociales de todo tipo en que se encuentran realmente los agentes económicos.
Más bien, me parece que que el reto de las teorías económicas es el de contextualizar socialmente las relaciones de intercambio, si se tiene en cuenta que, como he dicho, las condiciones en que éste se lleva a cabo dependen originariamente de decisiones colectivas acerca de los derechos de apropiación y que, si éstas no se tienen en cuenta, la comprensión de la dinámica de los mercados no pasará de ser un mero ejercicio analítico formal.
Piénsese, por ejemplo, en las consecuencias que tiene sobre el debate actual acerca de lo que se ha llamado la «nueva propiedad» (sanidad, educación, bienestar colectivo,…) un análisis eficientista ajeno a planteamiento distributivo alguno u otro que contemple prioridades sociales diferentes para la asignación de recursos.
Desde luego que lo que se propone obligaría a la teoría económica más convencional a replantearse su propio objeto epistemológico, a preguntarse, con el rigor y la precisión que le resultan características, por el lugar que ocupan en el planteamiento y resolución de los problemas económicos de los que se ocupa otros componentes sociales que habitualmente no se encuentran en su discurso teórico. Posiblemente, se implique que deba preocuparse menos por un etéreo mercado en equilibrio y más por los requisitos y posibilidades de una sociedad más justa.
Quizá eso requiera, recordando las características que Keynes exigía al economista, que éste deba ser más historiador, más filósofo, más moralista y, en suma, menos «economista».
No creo que eso deba preocupar excesivamente a quien esté de acuerdo con Stigler cuando decía que el error más común del economista es creer en otros economistas.
N O T A S .