Publicado en Público.es el 22 de enero de 2021
En los últimos años, la economía dominante ha venido imponiendo algunos dogmas que no tenían la más mínima evidencia empírica tras ellos pero que, eso sí, permitían justificar políticas económicas que han producido la concentración del ingreso y la riqueza quizá más grande de la historia.
La mejor prueba de su falsedad la proporcionan sus propios defensores que no han dudado en saltárselos a la torera cuando les ha interesado hacer lo contrario de lo que pregonaban para defender los intereses del gran poder económico.
Los economistas y políticos neoliberales han asegurado en las últimas décadas que todo incremento del déficit público era negativo y perjudicial para la economía. Incluso elaboraron una teoría, la llamada del crowding out, que sostenía que había que evitarlo porque la inversión pública expulsa a la privada, frenando así la generación de actividad y el crecimiento económico. Una teoría, como tantas otras neoliberales, que sólo se ha podido comprobar que sea cierta si se dan circunstancias muy concretas y puntuales, pero nunca con la generalidad suficiente como para poder afirmar que es una auténtica teoría o proposición científica.
Lo curioso del caso, como decía, es que sus propios defensores han dejado de lado esa supuesta verdad para defender que los déficits públicos son necesarios si lo se trataba de salvar sus intereses. El primero en demostrar esa doble moral fue Ronald Reagan que gobernaba diciendo que había que reducir al Estado a la mínima expresión pero que terminó su mandato con un déficit público récord. Se decía entonces que practicaba keynesianismo reaccionario porque, en realidad, no había renunciado a la intervención y al gasto público sino que los había dedicado a incrementar el armamentismo y las ayudas a grandes empresas reduciendo al mismo tiempo los impuestos a éstas últimas y a las grandes fortunas.
Eso mismo hicieron más tarde otros muchos gobiernos que se llamaban liberales. Por ejemplo, cuando estalló la crisis de las hipotecas basura o en los últimos meses, cuando los economistas liberales, las grandes empresas, los organismos internacionales más ortodoxos y los financieros, vuelven a reclamar que los gobiernos gasten lo que haga falta sin importar el nivel que pueda alcanzar la deuda pública o privada.
Ahora, mientras que casi todos los informes coinciden en que la Covid-19 producirá el mayor incremento de deuda pública de la historia, quienes han estado diciendo que incluso sus ligeros incrementos eran fatales no solo no ponen límites a su crecimiento sino que reclaman que no se detenga para salvar a las economías.
Otro de los mitos a los que se le da la vuelta cuando interesa es el que afirma que la creación de dinero por los bancos centrales siempre produce subida de precios, por lo que hay que evitar que los bancos centrales financien a los gobiernos. Un verdadero mito porque los datos no pueden ser más elocuentes: eso solo ocurriría si el dinero que crean va a los bancos comerciales, si estos los prestan, si quienes lo reciben los gastan en su totalidad y si cuando van a gastarlo no hay oferta suficiente de bienes y servicios. Una serie de circunstancias que la experiencia demuestra que no se da necesariamente. Tanto en la crisis de 2007-2008 como en la actual, hemos podido comprobar que el incremento espectacular del dinero creado por los bancos centrales (en seis meses de 2008 la Reserva Federal creó tanto como en los últimos sesenta años) no sólo no aumentó los precios sino que éstos incluso han disminuido en algún momento.
En realidad, los neoliberales establecieron el principio (falso) de que los bancos centrales no deben financiar a los gobiernos diciendo que eso genera inflación para dificultar así la financiación del gasto público del bienestar social, pero justifican que lo hagan, incluso en magnitudes muchísimo más elevadas como ahora, porque les interesa que el gasto público se dedique a salvar a los bancos y a las grandes empresas y fortunas.
La teoría económica de los neoliberales es de quita y pon, como un metro de goma que permitiera medir siempre la distancia que a uno le convenga. Una misma acción del gobierno se rechaza como negativa si ayuda a los débiles y se defiende como imprescindible si beneficia a los más ricos y poderosos.
Lo cierto es que, tanto el incremento desorbitado del gasto público que ahora se reclama y justifica como la intervención masiva de los bancos centrales, tienen efectos muy negativos y costes muy grandes por la forma en que se financia y realiza: aumentando la deuda sin tomar medidas para que esta sea sostenible y para que sus costes futuros se repartan con equidad. Algo que es normal porque la historia muestra que los ricos, a diferencia de los más pobres, son quienes nunca pagan por completo sus deudas o quienes siempre disfrutan de mejores condiciones para hacerlo.
El incremento del gasto público en estos momentos de pandemia es obligado (como en realidad también lo es para financiar la vida y el bienestar de los seres humanos en su totalidad) y, en consecuencia, es inevitable y necesario que aumente la deuda. Y no sólo la pública sino también la de muchas empresas que entran en una especie de paréntesis por el cierre o disminución de tantas actividades. Pero una cosa es que eso sea inevitable y otra que el incremento de la deuda se genere de la forma en que se está generando, como un negocio más de la banca, de los grandes fondos de inversión y empresas y de las mayores fortunas del mundo. La financiación necesaria para salvar la vida de las personas y el patrimonio y la actividad de millones de empresas no puede seguir siendo la fuente inagotable de enriquecimiento de quienes ya lo tienen caso todo.
Los datos son elocuentes: la deuda mundial es casi 2,8 veces mayor que la cantidad de dinero que hay en el mundo, materialmente impagable por tanto. Y el 65% de los 9,86 billones de euros que aumentó la deuda pública en la eurozona de 1995 a 2019 corresponden a intereses bancarios. Una sinrazón a la que hay que poner fin.
Los neoliberales que ahora defienden que el aumento de la deuda es imprescindible y que no debemos preocuparnos porque se produzca para salvar a las economías están volviendo a engañar a la gente. Tal y como se está generando esa deuda y en las condiciones que (como siempre) van a imponer para pagarla lo que se está creando es un nuevo yugo, una mayor esclavitud que imposibilitará el progreso económico y la vida decente de los pueblos. Es la hora de someter la deuda a juicio, de acabar con ella como un negocio, de estructurarla a lo largo del tiempo para que no sea una hipoteca paralizante para los más pobres y de poner a cero la que ha sido el resultado de los privilegios, del robo y de la injusticia.
La crisis económica que produce una emergencia sanitaria se combate poniendo dinero sobre la mesa pero si no se quiere morir de la que produce la avaricia sin límite hay que evitar que el negocio de la deuda nos envenene a todos. Nunca como ahora ha sido tan cierto lo que escribía Thomas Piketty en El capital del siglo XXI: “Una deuda es normalmente una promesa corrompida por las matemáticas y la violencia (…) Nada es más importante en estos momentos que hacer borrón y cuenta nueva, romper con la moralidad tradicional y volver a empezar”.
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3 comentarios
Juan acertado.
Es inexistente en nuestro país el debate presupuestario y financiero del Estado. Desde el 2008, inicio de la crisis, se ha producido un efecto domino por la insuficiencia económica tributaria: disminución radical de los ingresos fiscales, déficits presupuestarios, aumento de la deuda pública y disminución cuantitativa y cualitativa de los gastos públicos. Tal es así que la carga económica de la deuda publica anual (intereses y amortización) supera desde años el conjunto de los gastos de sanidad y educación. Los presupuestos de la Administración Central se aprueban con déficits (una media de 50.000 millones) lo que motiva acceder a la deuda publica.
A la opinión pública se traslada la falsedad informativa del cumplimiento de la Ley de Estabilidad Presupuestaria. Y para eludir los sangrantes análisis al uso (ahorro neto presupuestario, ….) se ha inventado el ratio de medir los superávit o deficits presupuestsrios sobre el PIB.
Estimado Catedrático, vengo siguiéndole desde hace años, incluso he asistido a alguna de sus conferencias en Sevilla, pero siempre me sorprende su buenismo con la ortodoxia convencional de la economía. En mi opinión la economía lleva siglos imponiendo dogmas espirituosos carentes de toda ontología real; mucho menos de evidencia empírica, más allá de la estrictamente contable de sumar, restar, multiplicar o dividir.
Como bien dice Katharina Pistor; «No hay capital sin ley», y la deuda no es economía; es puro Derecho. Lo mismo que la economía rentista, la especulación financiera o incluso los grandes beneficios de las farmacéuticas, las grandes tecnológicas, etc.
El viejo desafío de Arquímedes cuando decía; “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, sigue siendo válido solo que cambiando un poco la gramática: “Cambia un artículo de la ley y cambiarás el mundo.”
El problema es que a una economía falsa hay que añadirle el metro de goma y una justicia a la carta en mesa deluxe. Lo paradójico es que el Covid ha puesto a todos los neoliberales y libertarios, que negaban la equidad fiscal, a las puertas del papá Estado reclamando su prioridad en el reparto.
La frase de Piketty es todo un brindis al sol porque ya ni los judíos observan la ley del Shemitá que condonaba las deudas cada 50 años. Y si no, que se lo pregunten a Blackstone.
En síntesis, lo que no hagamos que asuman los que más tienen lo pagaremos el resto cuando el primer mundo haya terminado de vacunarse, empezando por el contrato de la compañías farmacéuticas