En Libro Homenaje al Profesor Sánchez Lafuente. Universidad de Málaga. Málaga 1.990. En el período histórico de la reciente transición política española, sobre cuya dimensión temporal volveré enseguida, coinciden dos circuntancias que son, en mi opinión, las detonantes del mismo:- de una parte, el agotamiento de un modelo de crecimiento que había sido característico de la economía española desde los años sesenta y que, tanto por circunstancias internas como externas, a las que haré referencia más adelante, no se agota de forma lánguida sino con manifestaciones rotundas y reiteradas de crisis. – de otra parte, y por causa del protagonismo que alcanzan nuevos sectores sociales, al socaire precisamente del desarrollo del modelo de acumulación predominante, la incapacidad del sistema autoritario en el que se basa el reparto del poder político para satisfacer las nuevas demandas de representación que se generan. Ello se manifiesta en el agotamiento del propio sistema político como vehículo adecuado para el reparto del poder y para la contención del conflicto inherente siempre a la lucha por el mismo(1). Consecuentemente, entiendo que el período de transición, lejos de tener como única referencia temporal el óbito del dictador, se proyecta desde los últimos meses de 1.973 -cuando comienzan a producirse las primeras medidas de política económica de reacción ante la crisis del modelo econòmico- hasta los primeros meses del gobierno socialista cuando se percibe socialmente que la alternancia es factible y que ésta no afecta ni al nuevo modo de representación política ni, lo que resulta determinante, al propio sistema de dominación social del que forma parte el modelo económico. La tesis que trataré de exponer en esta reflexión es que la economía española a lo largo de la transición sufre un proceso de transformación (no necesariamente acabado) de un modelo de crecimiento a otro y cuya cadencia vendrá definitivamente marcada por la necesidad de optar entre alternativas de desigual alcance transformador respecto al modelo inicial de referencia En estas páginas me limitaré, simplemente, a señalar las características del modelo de acumulación que entra en crisis a finales de 1.973, las manifestaciones más importantes de la propia crisis y las alternativas que se presentaron para superarla. EL MODELO ECONOMICO FRANQUISTA. El modelo de crecimiento económico imperante en España al comienzo de la transición tiene su origen en las medidas liberalizadoras cuyo diseño inicial se contiene en el Plan de Estabilización y Liberalización Económica de 1959, a partir del cual puede decirse que cambia rotundamente la función de producción de la economía española. Las ruptura con las barreras extremadamente proteccionistas del período anterior y la apertura a los mercados externos se orientan a conseguir un mercado interno que genere demanda suficiente para la producción nacional y una libertad de intercambios que permita la entrada de capitales. Sobre estas bases es posible alcanzar un patrón de crecimiento industrial que rompe definitivamente con la España económica agraria y tradicional de los años anteriores (GONZALEZ 1.979; ROS HOMBRAVELLA 1.973). Sus rasgos esenciales pueden resumirse en los siguientes(2): 1) El primero de ellos es que resulta estar predominantemente sustentado sobre el contexto económico expansivo internacional de los años sesenta. Desde este primer punto de vista, la economía española de estos años sesenta y setenta puede caracterizarse como una economía dependiente del exterior, hasta el punto de que, como veremos después, una recesión en los ritmos de crecimiento externos bloqueará sus propias posibilidades de crecimiento. 2) En segundo lugar, el modelo de crecimiento español se caracteriza a lo largo de estos años por la elevada tasa de ganancia interna. Sin embargo la ausencia de dinamismo y de capacidad innovadora en el empresariado español y la ausencia de mercados internos perfectamente estructurados que dinamizaran la demanda interna dio lugar a que esa elevada tasa de ganancia no repercutiera en el impulso de la oferta productiva sino más bien en la multiplicación del número de millonarios españoles. Como ha dicho SEVILLA SEGURA (1.985, P.65) «nuestro país era cada vez más un país con malas empresas pero buenos negocios». Se trataba de un modelo de crecimiento basado en un capitalismo poco agresivo, vocacionalmente especulativo, carente de dinamismo y desde luego no competitivo. 3) En tercer lugar, hay que destacar como característica de este modelo de crecimiento que los mecanismos habituales de asignación lejos de estar ordenados en función de la eficiencia que se supone proporciona la competencia y los intercambios de mercado, se erigen, por el contrario, en mecanismos con el único fin de garantizar la apropiación de las rentas y el mantenimiento de los privilegios que sólo resultan ser fruto del designio administrativo más que de la dinámica de la competencia y del mercado. 4) Por último, y no por ser el último resulta ser el rasgo menos importante, el modelo de crecimiento de los años sesenta y principios del setenta se caracteriza por la permanente intervención del Estado, no sólo en el ámbito de la regulación administrativa del marco económico sino en el diseño y en el mantenimiento de los patrones de conducta que acabo de mencionar así como para garantizar la protección de los interés privados bajo el pretendido velo de las proclamas nacionalizadoras(3). Por otro lado, el comportamiento del Estado es también tremendamente significativo desde el punto de vista del patrón de ingresos y gastos públicos que se establece. Mientras que los gastos públicos han de hacer frente a necesidades sociales derivadas del incremento demográfico cada vez mayores, los ingresos públicos, y con ellos todo el diseño de la política presupuestaria, se convierten exclusivamente en un mecanismo de apropiación de rentas por parte de las empresas. Un sistema tributario carente de la más mínima progresividad, donde no pagan más lo que más tienen, y realmente sin apenas capacidad recaudatoria por la ausencia de figuras impositivas auténticas sobre las rentas o el patrimonio no sólo es incapaz de generar efectos estabilizadores en momento de crisis o distributivos en momentos de conflicto social sino que, en la medida en que el gasto forzosamente se incremente por causa del mero crecimiento de las economía, es un disparadero inevitable del déficit público y con él de la inflación y del desempleo (FUENTES 1.981). Por último, la intervención del Estado en este modelo resulta esencial desde una óptica que a la postre contribuirá de forma singular a su propio descalabro. Me refiero a la intervención administrativa sobre los precios, y especialmente sobre los salarios. Esta política no es casual sino que por el contrario resulta ser un pilar fundamental para la pervivencia del propio modelo: el capitalismo ordenancista, sin dinamismo, regalista, con tendencia innata a la monopolización y a la concentración necesita una política dirigida de precios que sea capaz de sustituir las insuficiencias de una demanda debilitada por las bajas rentas, de compensar el incremento de costes que genera la ineficiencia y de sustituir la falta de incentivos fiscales y de todo tipo que impiden el uso de los recursos menos costosos para que sea posible garantizar la alta tasa de beneficios en que se basa el impulso del propio modelo. Quiebra del modelo y transición política. El desarrollo de un modelo de crecimiento de esta naturaleza no permite alcanzar un equilibrio adecuado en las fuerzas del mercado, pero lo peor es que su escasa consistencia interna impide su propia consolidación(4). Con los primeros años de la década del setenta el panorama internacional anunciaba borrasca y las contradicciones internas del modelo comenzaban a hacerlo inviable. Ya en 1971 el presidente Nix
on suspende la convertibilidad del dólar advirtiéndose que tiempos de convulsión se avecinaban; y por otra parte, las grandes variables de nuestro cuadro macroeconómico comenzaban igualmente a presentar ligeras señales de alarma. Curiosamente, las primeras medidas de signo claramente estabilizador, es decir tendentes a detener la inercia del propio modelo de crecimiento, se decretan en noviembre de 1973, pocos días antes de la muerte del Presidente Carrero, fecha en la que, como es sabido, muchos politólogos (quizás hasta sin ser conscientes de la gran razón económica de su propuesta) consideran iniciada la transición política. A lo largo de 1973 se producen los primeros grandes movimientos al alza del precio del petróleo y desde este año las variables del crecimiento económico, de la subida de precios, del cierre de empresas, del desempleo y del déficit presupuestario español inician un movimiento decadente que en muchas de ellas aún no se ha detenido. Desde noviembre de 1.973 se suceden una serie de «paquetes» de medidas de política económica que, con un alcance proporcional al escaso tiempo de permanencia de los ministros que los inspiraban, tratan de hacer frente a un recalentamiento de la economía que comenzaba a ser trascendente. Ninguno de ellos consiguió frenar, sin embargo, el vertiginoso deterioro de la economía. A la entrada del primer gobierno de Adolfo Suárez el ritmo de crecimiento del P.N.B. no superaba el uno por cien, la inflación alcanzaba el 22%, el desempleo (difícil de evaluar estadísticamente con rigor en aquellas fechas) podía cifrarse en 900.000 personas, el déficit presupuestario comenzaba a ser inquietante y la balanza exterior no seguía siendo ni mucho menos el colchón del resto de variables macroeconómicas. El intento de abordar estos problemas por el primer Gobierno centrista con medidas de impacto sobre los precios y las rentas, junto a las de incentivación fiscal y presupuestaria, no fue capaz de alterar la dinámica de ineficacia de los paquetes anteriores y, por lo tanto, de combatir las ya múltiples manifestaciones de la crisis. por qué razones el)Qué había pasado en la economía española?, ) modelo hasta ahora expansivo, con sus característicos ritmos elevados de crecimiento, entraba en barrena?. La contestación a estas preguntas, efectivamente, permite detectar la naturaleza de la crisis española y las alternativas por donde inevitablemente habría de transcurrir si se deseaba evitar la bancarrota del sistema económico. En mi opinión, los factores desencadenantes de todas estas circunstancias son, complementariamente, de origen externo y de origen interno. El frenazo de la trayectoria expansiva de las economías occidentales (que como ya señalé era uno de los motores de nuestro modelo de crecimiento) revierte sobre nuestra economía generando un bloqueo sistemático de las posibilidades, hasta ahora reiteradamente utilizadas, de enjugar los desequilibrios internos mediante la absorción de capitales exógenos y la colocación en las economías colin dantes de la mano de obra sobrante. Los incrementos de costes que como una mancha de aceite se extienden en la economía occidental como consecuencia del impacto inicial de la subida de los precios del petróleo y de la reasignación de recursos posterior que necesariamente se produce en las economías más dinámicas, justamente las que en mayor grado «tiraban» de nuestra economía, debilitan su demanda interna y frenan la acumulación de capitales. De esta forma, la economía española deja de disponer del impulso exterior y debe por tanto hacer frente al frenazo expansivo con los solos resortes de su sistema productivo interno. Sin embargo, el impacto de esta crisis internacional bloquea el aparato productivo español y éste alcanza signos de debilitamiento extraordinariamente y más fuertes que los del resto de países occidentales. Ello es así precisamente porque de la naturaleza del modelo de crecimiento español se deduce la inexistencia de amortiguadores capaces de hacer frente al desequilibrio y al conflicto que lleva consigo un impacto externo como el señalado. La dinámica interna de todo sistema productivo viene dada por la diferente situación que en el mismo tienen los agentes sociales y por su intento de conseguir una mejor posición en el reparto de los excedentes. De hecho, todo el entramado institucional se organiza en función del sistema imperante de reparto, y la naturaleza de éste es la que imprime carácter, por así decirlo, a la organización social en su conjunto. Como es sabido, las economías de mercado se caracterizan porque la apropiación privada de los excedentes resulta ser el incentivo esencial del propio proceso de acumulación, es decir del proceso de generación de nuevas rentas y mayores excedentes. Esta apropiación privada de los excedentes no debe implicar, sin embargo, una distribución de las rentas que impida la formación de la demanda interna por medio de la cual se debe realizar, precisamente, la producción que da lugar a los excedentes. Por tanto, la propia economía capitalista debe proveer un sistema de reparto que si bien facilite la apropiación privada de los beneficios, no permita que éstos se realicen a costa de un agotamiento de otras rentas y especialmente de las del trabajo. El impacto de una subida en los costes, bien sean en los de la mano de obra, bien, por ejemplo, en los de las materias primas a consecuencia de un encarecimiento de la energía, debe ser subsumido por las empresas para mantener la tasa de beneficios o consiguiendo una reducción global de los costes o trasladando a los precios el incremento producido. La posibilidad de utilizar la primera vía radica en la disponibilidad de aplicación de nueva tecnología y en las posibilidades de readecuación de la oferta productiva y de desplazamiento de las empresas allí donde se encuentra una estructura de costes más favorable. En suma, de hacer posible el mantenimiento de los beneficios sin acudir al expediente de la subida de precios que, aunque garantiza efectivamente los beneficios, traslada el incremento de costes a la economía y deja la estructura productiva en idéntica situación, es decir sin responder al reajuste estructural del cual siempre es expresión una modificación en la estructura general de costes. En el caso de nuestra economía, el impacto de la subida de los precios del petróleo se añade a un proceso anterior de presión salarial derivado del intento de alcanzar un mayor porcentaje de participación en la renta global de las rentas del trabajo. Por otro lado, la cada vez mayor concentración de capitales producida a lo largo de la década del sesenta da lugar a una desigual tasa de beneficio en el sistema industrial. El carácter generalmente privilegiado y regalista de la financiación, tanto de la procedente del sector público como del privado, genera segmentos que al estar fuera de estos canales pierden posiciones en el reparto global de los excedentes, debiendo recurrir para ello a la subida de precios. Esta presión salarial (en permanente alza a lo largo de estos años) y los desajustes estructurales que tanto por la existencia de extensos ámbitos monopolizados como por la desigual conformación del sector industrial generan inevitablemente aumento de precios constituyen, junto al impacto externo que se manifiesta en menor empuje exógeno a la demanda y en transmisión de mayores costes, los retos que resultan insuperables para el modelo de crecimiento de nuestra economía. Esta carecía del dinamismo suficiente para absorber los mayores costes recurriendo a vías que no fueran el aumento de precios, precisamente porque el mecanismo de apropiación de los excedentes era, por sí mismo, inflacionario. Frente al persistente incremento de los precios, en ausencia de una política fiscal redistributiva y sin presencia institucional de las organizaciones sindicales, los trabajadores sólo pueden acudir al expediente de conseguir mayores salarios
para conseguir una mayor participación en la distribución de la renta. Las empresas, por su parte, hacen frente a esta presión y a otras de incrementos de costes por medio de tres vías: – los mecanismos de poder político que administrativamente pueden garantizar (hasta un cierto punto) el control de los precios del trabajo. – el sistema financiero que favorece el endeudamiento a bajo coste y la canalización de recursos de capital hacia aplicaciones especulativas que compensan la potencial pérdida de beneficios en el ámbito directamente productivo. – y el sistema fiscal que, especialmente por la vía de las subvenciones, compensa la cada vez menor capacidad competitiva de las empresas cuando éstas no hacen frente a los mayores costes por la vía de su reestructuración productiva. Sin embargo, estas vías de escape generan efectos devastadores cuando la economía reduce su crecimiento o cuando el sistema político resulta ser incapaz de garantizar el mantenimiento autoritario de los mecanismos de reparto; lo cual suele ser natural si en su seno no se encuentran representados los diferentes agentes sociales que pugnan por controlarlos, como ocurría en el régimen franquista. Efectivamente, si las presiones salariales se disparan, si la actividad productiva se reduce como consecuencia y causa de la no realización de la propia producción y si paralelamente el sistema no posee el dinamismo suficiente para sustituir a los agentes menos dinámicos y competitivos, los precios se elevan, el recurso al sistema financiero genera una circulación monetaria hipertrofiada respecto a la circulación productiva, coadyuvando a la inflación, y el sistema fiscal entra en un déficit permanente. Si estos tres pilares se derrumban las empresas se ven imposibilitadas para generar excedentes, se producen las quiebras, y al previo efecto inflacionista sigue con más o menos retardo el desempleo de los recursos productivos. El modelo de crecimiento, por lo tanto, hace aguas por todas partes: incapaz de contener la presión multilateral al alza de los costes y de garantizar por las vías tradicionales la tasa de beneficios su lógica interna pierde toda virtualidad y demanda inexcusablemente alternativas de recambio. Sucede, sin embargo, que al quedar afectados los procedimientos de participación en la apropiación del excedente se pone en cuestión el propio sistema de dominio: o bien se re- formulan los mecanismos de apropiación o bien se garantiza autoritariamente su pervivencia si no se desea dar lugar a la crisis del propio sistema. En mi opinión, el juego de alternativas a esta crisis del modelo es la razón última del proceso de transición y lo que explica, desde luego, los derroteros mismos de nuestra economía a lo largo del mismo. Esencialmente, cabían tres grandes alternativas ante la crisis del modelo: – La ruptura generalizada con un modelo de acumulación basado en la apropiación de los excedentes sociales por los agentes que disfrutan de una posición de predominio en el sistema productivo, cuya expresión en nuestro país son los grandes grupos industriales y el sector financiero. – La consolidación de un modelo de crecimiento que esencialmente se fundamentara en su capacidad para frenar los incrementos salariales haciendo posible el mantenimiento de la tasa de beneficios sin modificar la estructura básica del mismo. – La consecución de un modelo alternativo que, sin poner en cuestión la forma predominante de apropiación de los excedentes permitiera, sin embargo, generar un mayor dinamismo, instaurar un marco de competencia más generalizado, una mayor libertad de intercambios y en suma consolidar un capitalismo menos administrado, menos regalista y más competitivo. No creo que sea necesario señalar cómo la primera alternativa es generalizadamente soslayada a lo largo de la transición. Bien por voluntad explícita de los partidos políticos de la derecha, bien porque la estrategia de los partidos de izquierda es de carácter etapista y apuestan sólo por la consecución de un espacio político que generalmente es factible, en un proceso desde el principio controlado por la derecha, si se renuncia expresamente a la voluntad transformadora del sistema de apropiación(5). Efectivamente, los derroteros reales de la economía española durante la transición respondieron a la difícil opción entre la segunda y la tercera alternativa. Difícil, si se tiene en cuenta que no sólo resultó necesario vencer las demandas salariales sino las resistencias de un marco productivo caracterizado, como dije anteriormente, por el carácter poco innovador y dinámico de las empresas españolas, por la tradicional impotencia del sistema fiscal y por el poco liberalizado sistema financiero. De las contigencias y de los resultados de este proceso habremos de ocuparnos en otro lugar. NOTAS. 1. No en vano se ha señalado que «tras 1.975 el contexto político de la toma de decisiones privadas se caracterizaba por la incertidumbre respecto a cuestiones tales como la probable distribución futura de la renta y la riqueza y el papel del Estado en la vida económica de la nación» (BAKLANOFF 1.980, p. 133). 2.Vid. GARCIA DELGADO 1.987; CARBALLO y otros 1.981; ROMAN 1.972; ROS 1.979. 3. La subsidiaridad del estado respecto de los intereses privados es singularmente apreciable en el ámbito de la empresa pública y muy particularmente en el caso del Instituto Nacional de Industria: «por una cruel ironía de la historia, el I.N.I. que fue fundado como un canto a la autarquía y a la independencia, resultaba modificado, a los veintiún años de su existencia, siguiendo los criterios de un grupo internacional de expertos imbuídos de la doctrina liberal y del ambiente privatista del mundo anglosajón» (Miguel BOYER 1.982, p. 615). 4. No ayudó, además, la planificación del desarrollo por su tosca articulación (MUÑOZ, ROLDAN Y GARCIA DELGADO 1.973) y por su atención a problemas que no resultaban ser los esenciales de la economía española. 5. «Hemos definido las fases de nuestra marcha hacia el socialismo. Yo creo que estas fases están claras. Se trata de conquistar la libertad política como plataforma para luchar por la democracia antifeudal y antimonopolista, como base por la lucha por el socialismo», S. CARRILLO, «Hacia la libertad», p. 106. Por otra parte, las modificaciones en los programas del partido socialista fueron tan radicales a medida que aumentaba su acercamiento a los ámbitos del poder que sólo cabe pensar o que sus propuestas previas estaban motivadas por una gran ignorancia de los fenómenos reales -hipótesis dificilmente aceptable- o por la voluntaria y progresiva renuncia a cambios más importantes en el sistema social (vid. por ejemplo, el resumen del programa en GARCIA VILLAREJO (1.977, pp. 184 y ss.). BIBLIOGRAFIA CITADA BAKLANOFF, E. M. (1.980).La transformación económica de España y Portugal (la economía del franquismo y del salazarismo). Espasa-Calpe. Madrid. BOYER, M. (1.981). La empresa pública en la estrategia industrial española: el INI. En CARBALLO y otros (1.981). CARBALLO, R., TEMPRANO, A.G. y MORAL SANTIN (1.981). Crecimiento y crisis estructural en España (1.959-1.980). Akal. Madrid. FUENTES QUINTANA, E. (1.981). Los principios de la imposición española y los problemas de su reforma. En CARBALLO y otros (1.981). GARCIA DELGADO, J.L. (1.987). La industrialización y el desarrollo económico de España durante el franquismo. En NADAL, J. y otros (comp.), La economía española en el siglo XX. Una perspectiva histórica. Ariel. Barcelona. GARCIA VILLAREJO, A. (1.977). España ante la actual crisis económica. Labor. Barcelona. GONZALEZ, M.J. (1.979). La economía política del franquismo (1.940-1.970). Tecnos. Madrid. MUÑOZ, J., ROLDAN, S. y GARCIA DELGADO, J.L. (1.973). La economía española 1.972. Edicusa. Madrid. ROMAN, M. (1.972). Los límites del crecimiento económico en España (1.957-1.967). Ayuso. Madrid. ROS HOMBRAVELLA. J. y
otros (1.973). Capitalismo español: de la autarquía a la estabilización (1.939-1.959). 2 vols. Cuadernos para el Diálogo. Madrid. ROS HOMBRAVELLA, J. (1.979). Política Económica Española (1.959-1.973). Blume. Barcelona. SEVILLA SEGURA, J.V. (1.985). Economía Política de la crisis española. Crítica. Barcelona. En Libro Homenaje al Profesor Sánchez Lafuente. Universidad de Málaga. Málaga 1.990.