Publicado en La Opinión de Málaga. 20-02-2005
En los países en donde tanto tiempo hemos estado sin poder expresarnos en libertad, sin poder votar, si que estuviera permitida la participación plural en la vida política, los días en que se celebran votaciones de cualquier tipo son días de fiesta.
Hoy también lo es en España.
No deberíamos olvidar que aún hay países en donde no se puede participar libremente, en donde la información se manipula y en donde los poderes económicos hacen lo imposible para que los ciudadanos no logren expresar sus preferencias con nitidez y transparencia. Incluso hay sitios donde hay que ir a votar bajo la amenaza de las balas o con el temor de que los asesinos pongan «más muertos sobre la mesa».
Es verdad que en ningún lugar estamos libres de influencias perversas y espurias, de manipulaciones sofisticadas o estúpidas. Es cierto que siempre hay elementos que perturban la libertad de decir a través del voto lo que uno quiere. Seguramente, en todos los país hay factores que impiden que las elecciones sean completamente limpias.
Unas veces, porque se produce una intermediación nefasta de las estructuras oligárquicas, otras muchas porque hay una desigual posición de partida que es muy difícil vencer para siempre.
Como se analizara ya desde los primeros años del siglo pasado, el protagonismo de los partidos políticos que no son estructuras democráticas pero que intervienen como operadores principales de los regímenes democráticos, desvirtúa en buena medida la conformación de la conciencia social y, en lugar de enriquecer la vida y la participación democráticas, las debilita y desincentiva.
Es evidente también que no todos los ciudadanos somos iguales antes de ir a depositar nuestro voto y que podemos influir de manera muy distinta en el entorno y en las circunstancias de las que depende el voto.
Los medios de comunicación tienen una gran capacidad de formación y de deformación y su indiscutible vinculación con poderes e intereses económicos de todo tipo desgraciadamente les lleva muy a menudo a forjar estereotipos sociales y pautas de referencia que igualmente contribuyen a confundir a la opinión pública, que termina metamorfoseándose en la opinión que aquellos publican.
Los propios gobiernos, incluso los que más sinceramente se puedan comprometer con la democracia y la transparencia, suelen ser responsables de las posibilidades muchas veces demasiado limitadas que tienen los ciudadanos de percibir nítidamente las diferencias, los matices, de oir la voz de las minorías que puede ser tan razonable como la de las grandes corrientes de opinión.
El estadista alemán Konrad Adenauer decía que lo importante en política no es tener razón sino que se la den a uno. Llevados por este criterio, los partidos y los gobernantes a veces confunden la democracia con la búsqueda de mecanismos que lleven a que los demás le demos la razón y empobrecen el debate social, la crítica política y el contraste de opiniones.
Es verdad que a veces incluso las democracias más abiertas tienden a dejarse llevar por la deriva autoritaria y terminan por limitar lo que tendría que ser el test principal de la democracia auténtica, que todos los ciudadanos tengan la misma posibilidad de expresar sus preferencias para que, de esa manera, su influencia a la hora de decidir los asuntos públicos sea igual que la de cualquiera otros.
Y cómo no reconocer que en gran medida muchas de las grandes limitaciones de las democracias provienen de lo difícil que nos resulta a los seres humanos escuchar la voz del otro y aceptar como válido el criterio de los demás. Llevaba mucha razón Winston Chuirchill cuando decía que la democracia consistía sencillamente en doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás. Y eso es precisamente lo que tanto nos cuesta, y lo que nos impide sembrar la democracia, construila desde abajo, desde su práctica aplicada a las pequeñas decisiones, a los asuntos más corrientes de nuestras vidas.
Todo eso es verdad, pero lo que, sin embargho, me parece en mayor medida relevante es que, cuando lo ejercemos como podemos hacerlo hoy, el voto libre nos hace iguales y por tanto nos hace libres puesto que a través de él podemos mostrar nuestra preferencia sin interferencias, al menos, sustanciales.
Por muchas que sean las limitaciones, que las hay, deberíamos ser conscientes de que tenemos a nuestra disposición un instrumento, seguro que no el único, que nos permite resolver los conflictos en paz y en armonía. ¿Cómo, entonces, no usarlo, cómo desaprovecharlo ahora, cómo renunciar a decir lo que queremos?
No deberíamos olvidar que, al fin y al cabo, la democracia y, por lo tanto, el voto nacen de una elemental convicción que planteara sabiamente Aristóteles: si los hombres son iguales en cualquier respecto, lo son en todos. De ahí la potencialidad liberadora que tiene el voto de todos, por eso su negación durante tanto tiempo y por ello, también, que quienes quieren mandar más de lo conveniente, siempre traten de evitar que lo ejerzamos con profusión, inteligencia y convicción.
El voto no lo es todo. Ni permite descubrir la verdad, ni determina dónde está la razón. Es verdad. Cuando en el fragor republicano propusieron votar en el Ateneo madrileño si Dios existía o no, determinaron cuál era la opinión mayoritaria pero no su efectiva existencia. El voto sólo muestra las preferencias dominantes, la opinión más o menos deseada.
Pero es que lo que hay que determinar para que las sociedades vivan en paz no es la verdad sino el deseo mayoritario de por dónde queremos transitar. La verdad se busca de otras formas. Para vivir en paz no es necesario (porque sería imposible) que todos compartamos la misma verdad, sino que seamos capaces de convivir con la verdad del otro y para ello, lo primero es saber lo que quieren los demás, que es lo que nos indica el voto.
La convivencia y el progreso social requieren más que votos. Se precisa ciudadanía en su sentido más amplio y no sólo votación, pero ésta es imprescindible para que el poder que implica ser ciudadanos se ejerza por todos y de forma igualitaria. Por eso, la solución democrática nunca puede ser limitar el ejercicio del voto sino, en todo caso, extenderlo y reforzarlo.
¿Cómo dejar entonces de participar votando?
Post Data. Me dijeron que en la votación del Ateneo ganó la existencia de Dios por un voto y que nadie se quedó conforme.