Las vicisitudes por las que atraviesa el Banco Central Europeo frente a la continuada depreciación del euro respecto al dólar, sus amagos de intervención y las consecuencias de las medidas que finalmente adopta permiten traer a colación algunos aspectos relevantes de la regulación monetaria y macroeconómica que actualmente se realiza en nuestras economías.
Aparentemente, el Banco Central se dedica a adoptar medidas técnicas y de naturaleza distinta a las que habitualmente toman los gobiernos.
Su papel se centra en el control de la inflación y, puesto que se considera que esta es un problema fundamentalmente monetario, se asume que sea la máxima autoridad monetaria quien deba adoptar medidas para controlarla. Los dirigentes del banco se presentan, entonces, como técnicos que se limitan a tener en cuenta con la máxima neutralidad factores que nada tienen que ver con la política o con los intereses de grupos de presión.
Ahora mismo, se entiende por lo común que el Banco se enfrenta a la cotización del euro con asepsia y neutralidad, tratando de salvaguardar a la unión monetaria del peligro de la inflación y procurando lo mejor para todos.
Sin embargo, lo que ocurre en la realidad es bien distinto. El Banco Central Europeo adopta decisiones claramente políticas, si se entiende por ello que influyen decisivamente y de forma desigual en los diferentes países y en los distintos grupos sociales.
Así, si el BCE decide que el euro siga depreciándose está dando ventajas coyunturales a Alemania y a Francia, países cuya economía se encuentra en una fase de mayor ralentización y que gracias al euro débil pueden beneficiarse del impulso que significan más ingresos por exportaciones. Al mismo tiempo, los países con mayor diferencial inflacionista, como España, acusarán negativamente la factura más alta de sus importaciones. Si decide elevar los tipos de interés, los grandes bancos y poseedores de activos financieros se verán claramente beneficiados, mientras que los que tengan deudas o necesiten recurrir a la financiación tendrán que soportar costes más elevados y, además, disminuirá posiblemente la inversión productiva y se creará menos empleo.
Por lo tanto, desde un punto de vista puramente coyuntural la actuación reciente del BCE no sólo no es técnica, en el sentido de aséptica y neutra, sino justamente todo lo contrario. Podría considerarse que ha sido justamente la que más ha convenido a los dos países citados, y principalmente a Alemania, para incorporarse a la senda de crecimiento que ya habían iniciado otros países. Y seguramente podremos comprobar cómo en la medida en que Alemania consolide un ritmo aceptable de crecimiento el BCE hará lo preciso para que la cotización del euro se aprecie, porque en condiciones de expansión normal eso es lo que interesa a los países ricos de la unión. Entonces, España se verá también relativamente perjudicada.
Con independencia de esta influencia coyuntural, el Banco Central Europeo impone también condiciones estructurales, una especie de coordenadas generales de las que no puede salir, a la política económica general de los gobiernos. La expectativa de crecimiento a medio y largo plazo, la distribución de la renta, y por supuesto la naturaleza de las políticas fiscales y estructurales de todo tipo están condicionadas en última instancia por la restricción monetaria que establece, con independencia y sin control, el banco central.
La independencia y el enorme poder de los bancos centrales se justifica por varias razones fundamentales.
En primer lugar, porque es preciso dotar a la política monetaria de la mayor credibilidad, para lo cual es necesario evitar la influencia nociva y perversa de los gobiernos, que siempre tratarán de utilizar al banco para que financie sus gastos excesivos y que estarán al albur de sus intereses corporativistas. No se trata de refutar aquí esta tesis pero baste señalar que un banco central no tiene por qué ser ajeno a influjos perversos, salvo que se quiera hacer creer que sus dirigentes son almas de otro estilo, cándidos seres alejados de toda maldad.
En segundo lugar, porque se precisa controlar la cantidad de dinero con suficiente estabilidad y con el sólo objetivo de combatir la inflación. Pero resulta, sin embargo, que la financierización de nuestras economías ha creado una variedad ingente de medios de pago que están cada vez más fuera del control de las autoridades monetarias. Es una realidad incuestionable que son agentes privados los verdaderos formadores de los mercados y los que finalmente establecen las reglas del juego en unos mercados financieros dominados por modalidades de dinero que no controlan en su gran mayoría las autoridades monetarias.
Y, por otro lado, hay que tener en cuenta que la inflación no es sólo un fenómeno monetario. Es la consecuencia, además y sobre todo, de un conflicto social por el reparto de las rentas y de que predominen mercados muy imperfectos, donde algunos agentes tienen enorme poder sobre los precios.
Resulta, pues, que las razones que justifican la independencia y el gran poder de los bancos centrales no se sostienen ni en el análisis teórico ni en la realidad. Ni tienen por qué aportar más credibilidad, ni en realidad controlan, ni con mayor ni con menor firmeza, el conjunto de los medios de pago, ni pueden combatir con eficacia la inflación porque ésta depende de otras circunstancias no puramente monetarias.
Por el contrario, tras la excusa de un aparente papel de interventores neutrales, el nuevo poder monetario instituido en los bancos centrales prácticamente elimina la posibilidad de que los gobiernos puedan actuar discrecionalmente, como debe corresponder a la expresión política y legítima de los intereses sociales, en el campo general de la política económica.
Se suele decir que las políticas macroeconómicas de nuestra época se establecen en torno a una referente trinitario al que se supedita cualquiera otra de sus dimensiones: la inflación, los tipos de interés y los tipos de cambio. Y resulta que los tres están bajo el control del banco central.
Este último es el verdadero árbitro, el nuevo Príncipe de la postmodernidad, el Soberano Absoluto que ha logrado dar la vuelta atrás a la historia para desembarazarse del control del populacho representado más o menos fidedigna, pero siempre incómodamente, en los parlamentos. Con independencia de estos últimos, y gracias a un habilidoso juego de manos que los convierte ante la sociedad en un conjunto de seres neutros y ajenos a cualquier interés particular, sus dirigentes son los ejecutores de un nuevo poder monetario que gobierna sin control democrático nuestras vidas y haciendas. Como decía con razón Hayek, «el control de la vida económica de un país, es el control de su vida total», y esa es la derivación real que tiene en nuestro tiempo el poder de control sobre la vida económica que le ha sido concedido a los bancos centrales de nuestra época, por cierto, con la sola oposición -entre la ortodoxia- de los liberales más coherentes y minoritarios y con el apoyo de los que usan el liberalismo como un simple velo retórico.
¿Qué pueden decir los gobiernos y los parlamentos ante las medidas que vaya a tomar el Banco Central Europeo, ahora ante la depreciación del euro pero mañana ante cualquier otro asunto trascendental? Sin embargo, ¿alguien puede creer que sus dirigentes no están sometidos a influencia alguna, que los propios gobiernos o los grandes grupos de poder económico y financiero permanecen impertérritos ante él, sin que para nada les importe que sus decisiones puedan ocasionarle pérdidas o beneficios multimillonarios?
Quienes de veras estén interesados en que nuestras sociedades sean verdaderamente diferentes para que sus ciudadanos lleguen a ser dueños auténticos de sus destinos deben plantearse en primer término la naturaleza real del poder y de los privilegios de los que disfrutan quienes lo detentan. Y, al igual que el debate sobre el progreso general de las nuestras sociedades globalizadas obliga a reflexionar y cuestionar el poder mediático o el de las oligarquías políticas, en el campo de la economía, que no es ni mucho menos un mundo aparte sino todo lo contrario, el primer asunto de la agenda debería ser el nuevo poder monetario.
No será tarea fácil. El mayor problema que plantea el nacimiento de este nuevo poder (como quizá en general el de todos los de nuestra civilización) es su propia nocturnidad, su casi absoluta falta de transparencia y la mitificación que lo envuelve. Y eso es especialmente grave si se tiene en cuenta que, como dice Castoriadis en Figuras de los impensable, «las sociedades en las que se manifiestan la posibilidad y la capacidad de poner en cuestión las instituciones y las significaciones establecidas son una ínfima excepción en la historia de la humanidad». Gracias a ello, se puede institucionalizar un poder antidemocrático como una expresión suprema de democracia y libertad.