Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

Falso liberalismo

Publicado en Temas para el Debate 

No hace mucho que se publicó un nuevo informe sobre la libertad económica en el mundo en el que resultaba que España había perdido posiciones justo cuando gobiernan los liberales del Partido Popular. Aunque se trata de índices de muy dudoso fundamento no deja de ser paradójico que justamente cuando los gobernantes españoles se jactan de dejar hacer al mercado y de favorecer la competencia resulte que los datos indican que su comportamiento deja mucho que desear desde el punto de vista de la libertad de mercado.

 

La intromisión gubernamental en la justicia es la causa principal del empeoramiento de la calificación de nuestro país pero a ello se le podría añadir la quiebra de la neutralidad con la que un gobierno sinceramente liberal debería tratar a los mercados a la hora, por ejemplo, de privatizar o de impedir actuaciones contrarias a la competencia favoreciendo la práctica de las grandes empresas con amplio poder de mercado.

 

No se trata de una paradoja exclusivamente española puesto que en los últimos años ha proliferado en casi todos los países el llamado capitalismo de amiguetes que une la corrupta información privilegiada a la connivencias con las agencias gubernamentales y al fraude de todo tipo en las prácticas contables. Puesto que este tipo de conducta están unidas precisamente a las empresas más poderosas resulta que son amplísimos espacios de mercado los que se caracterizan por este tipo de operaciones y no, como a veces se quiere hacer creer, solamente algunos ámbitos singularizados.

 

Resulta, pues, que el capitalismo de nuestra época se basa en la práctica en una auténtica corrupción de las leyes de la competencia en el mercado (si es que alguna vez han funcionado efectivamente) mientras que para lograr suficiente legitimación social recurre a una retórica libertaria que es cada vez más dominante pero también más falsa y alejada de la realidad.

 

En el campo de comercio internacional este tipo de contradicción se manifiesta en la actualidad con toda su crudeza.

 

Los países más poderosos del mundo se arman de potentes instrumentos de protección económica, establecen barreras fiscales, tecnológicas, legales, políticas y militares de todo tipo y al mismo tiempo, y pregonando por doquier las ventajas innumerables del librecambismo, obligan a los países pobres a eliminar cualquier atisbo de protección de sus intereses nacionales.

 

Estados Unidos alcanza cada año que pasa cifras récord de recursos destinados a proteger su agricultura e industria y la Unión Europa no duda en destinar al subsidio y a la protección la parte más importante de su presupuesto comunitario.

 

Los países ricos tienen establecidos aranceles sobre los productos que viene de los más pobres que son, como media, un 40% más altos que los que afectan a los provenientes de países más ricos, lo que constituye a veces una barrera verdaderamente insalvable para los primeros.

 

Alrededor de 1.500 millones de dólares se destinan cada día en los países ricos a subsidiar la agricultura, lo que prácticamente ha expulsado del mercado a la producción agraria de los países pobres. De esta forma, muchos de ellos que históricamente habían disfrutado de autosuficiencia se han convertido ahora en importadores netos, lo que no sólo significa que haya cambiado de signo el saldo de la balanza comercial sino que han desaparecido millones de puestos de trabajo aumentando la pobreza y el sufrimiento.

 

Escribía hace unas semanas Manuel Castells que a cada vaca europea le corresponden unos dos dólares diarios en concepto de subsidio, es decir, el mismo ingreso que percibe un 40% de la población mundial, lo que da idea de la lógica perversa que mueve lo que los teóricos y defensores del actual ordem comercial defienden como ventajas del orden liberal.

 

En realidad, el comercio internacional está gobernado por una implacable política de reparto orientada sencillamente a beneficiar a los más ricos, sean éstos de los países ricos o de los países más pobres. Prueba de ello es que el 70% de los subsidios que concede la Unión Europea se destinan solamente al 20% de los establecimientos, es decir, a los más grandes y poderosos propietarios.

 

La retórica liberal de nuestros días se propaga para ocultar la realidad del empobrecimiento continuado de los sectores sociales y de los países ya de suyo más empobrecidos.   Los países menos desarrollados productores de café venden ahora un 20% más que en 1988 y sin embargo reciben en términos reales un 40% menos de ingresos.

 

Los aranceles que establecen los países ricos a los equivalen casi al doble de la ayuda que prestan a los más pobres (y ello, sin considerar que el destino de esta ayuda termina en muchos casos por empobrecerlos aún más, o por incrementar la dependencia militar o agudizar los conflictos sociales de los países que la reciben como si de una contribución desinteresada fuese).

 

Las reformas fiscales, como ha ocurrido en el caso español y en la generalidad de los países, que se justifican para facilitar la acción de los agentes en el mercado, terminan por ser verdaderas dávidas que reciben los sectores de rentas más altas; la reducción de los gastos públicas no impide que los gobiernos sumen cifras millonarias a recuperar empresas, a ayudar a los bancos o a fortalecer la industria militar a base de alimentar ellos mismos a sus enemigos interiores y exteriores.

 

El liberalismo doctrinario no es hoy día sino una inmensa columna de humo con la que se trata de ocultar el intervencionismo de los gobiernos a favor de los poderosos y las imperfecciones de los mercados que provocan las asimetrías con las que se diseñan las reglas del comercio y la política económica.

 

En realidad, constituye un cúmulo de preceptos inaplicables e inaplicables, basados en un concepto utópico del orden social y que no sufren el desgaste de la prueba, sencillamente, porque nunca se llevan a la práctica.

 

No sólo resulta que el liberalismo de nuestra época es una doctrina de pacotilla, que en realidad no se aplica en sus postulados más sinceros. No hay, además, principio liberal de los que se dice que hoy día gobiernan o que debieran gobernar la economía que se pueda sustentar con rigor científico contrastado. Sin necesidad de referirnos a la utópica concepción de los mercados de competencia perfecta, basta con recordar la inconsistencia de los juicios liberales sobre la bondad de la permanente estabilidad presupuestaria (que se hacen saltar por los aires cuando conviene); la radicalmente indemostrada conveniencia de establecer regímenes de plena libertad de movimientos de capital; o la demostrada falsedad de las posiciones teóricas que tratan de justificar la independencia de los bancos centrales por razones de eficacia económica.

 

En fin, el divorcio entre el liberalismo y la realidad, el mantenimiento de postulados que claramente no se aplican y que sólo vienen a justificar un reparto de la riqueza cada vez más desigual e injusto, muestra también el rostro inmoral de gran parte del pensamiento de nuestros días. Desgraciadamente es cada vez más habitual, como está ocurriendo de forma singular en el campo económico, que se renuncie a la verdad para limitarse a crear un discurso simplemente legitimador de la práctica política dominante.

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