La reciente dimisión del ministro de finanzas alemán, Oskar Lafontaine, no es ni mucho menos casual y tiene un antes y un después.
No es casual, porque Lafontaine venía siendo el dirigente político socialdemócrata que con mayor convicción ha defendido desde hace años políticas auténticamente dirigidas a la creación de empleo, la necesidad de una Europa que no girase solamente en torno a la moneda y una mejor y más justa distribución de la riqueza. Con él, pues, se va una figura controvertida, precisamente, porque demanda soluciones políticas que beneficien, al revés de lo que viene ocurriendo, a los más desfavorecidos.
También su dimisión, que algunos quieren interpretar como un auténtico despido ante la falta de apoyos y lealtades que ha concitado, ha estado antecedida y seguida de hechos significativos.
Desde su nombramiento, como consecuencia no se olvide del triunfo electoral, los portavoces de las grandes empresas alemanas y de las organizaciones patronales no han dejado, en el mejor de los casos, de descalificarlo y ningunearlo y, en el peor y más cínico, de amenazar incluso con llevarse las inversiones fuera de Alemania si se desarrollaba la política que defendía. El después de la dimisión ha sido lógico: la euforia empresarial y la subida de las bolsas.
Naturalmente, no es baladí preguntarse qué tipo de endiabladas propuestas defendía tan peligroso político. Como se han repetido hasta la saciedad en la prensa europea de los últimos meses es fácil recordarlas ahora. En primer lugar, y sobre todo, la necesidad de que la Unión Europea y los diferentes estados nacionales instrumenten políticas coherentes, efectivas y sinceras para crear empleo, una aspiración que hoy día es considerada con terror por las empresas que se benefician del paro para ahorrarse salarios y para mantener a raya a los trabajadores. En segundo lugar, que no sean solamente los tecnócratas que dirigen el Banco Central Europeo quienes decidan los objetivos finales que debe perseguir la política económica en Europa y, en particular, que deberían bajar aún más los tipos de interés para favorecer la inversión productiva. En tercer lugar, reformas fiscales que graven especialmente a las grandes empresas y a las que obtienen más beneficios, justamente, para descargar la fiscalidad que recae sobre las medianas y pequeñas. Finalmente, Lafontaine ha defendido también la necesidad de conjugar los objetivos de política económica con el necesario respeto al medio ambiente.
A esto es a lo que temen los grandes empresarios y financieros europeos y alemanes en particular (lo que más o menos es decir lo mismo). Lafontaine no es un terrorista económico de la izquierda más terrible, sino un socialdemócrata, un reformistas, un keynesiano sincero que desea sencillamente una sociedad algo más justa, más igualitaria y con menos privilegios. Quien haya leído, por ejemplo, su reciente libro ANo hay que tener miedo de la globalización@ puede comprobar que no propone desmantelar el régimen de libre empresa, no propugna acabar con el capitalismo sino, quizá, darle un rostro más humano, no propone expropiar (aunque algunos lo merecieran) a los capitalistas de su país, muchos de los cuales aún conservan las señales de sus correajes hitlerianos.
Algún comentarista ha analizado la dimisión diciendo que el problema ha sido que el ya ex-ministro alemán se proponía gobernar contra la economía, como si ésta fuese algo con piernas, brazos y cabeza. No es cierto. Aunque sí lo es que sus propuestas estaban en contra, no de la economía, sino de los grandes y más poderosos intereses económicos. Que no es lo mismo.
El problema de nuestras sociedades está empezando a ser grave y terrible. Las grandes empresas han logrado generar un contexto institucional y político y una opinión pública, gracias a que son propietarios también de los medios de comunicación más potentes, que le permite salvaguardar con inusitada seguridad sus privilegios. Los dueños del mundo se han proporcionado instituciones desde donde dirigen los negocios sin el molesto control de los ciudadanos y han generado una fragmentación social y una quiebra de la ciudadanía que les permite deshacerse de las antiguas batallas obreras. Gracias a ello sus beneficios baten todos los records, no sólo por su cuantía bruta sino gracias, además, a que se desentienden cada vez más de contribuir a las arcas estatales por vía de impuestos. Estamos a un paso de su sociedad perfecta: la del lucro exacerbado, la de la ganancia privilegiada sólo para los privilegiados.
Pero esta es una sociedad que tiene demasiadas vías de escape. La pobreza y el desempleo aumentan y por eso habrá otros lafontaines que vengan a reivindicar lo mismo que el ministro dimitido. Los desequilibrios territoriales y de todo tipo crecen y por eso será cada vez más difícil mantener el necesario equilibrio entre las instituciones. Y, lo que es peor, no se podrá mantener por mucho tiempo una visión falsa de la sociedad en la que los que disfrutan de todo les hacen creer continuamente a los de abajo que todo va igual de bien para todos.
Tienen capacidad para tratar a los ministros aparentemente más poderosos de los países más poderosos del mundo como si fueran sus subordinados de cuartel. Los ponen firmes o los mandan al calabozo cuando les molestan. Pero deberían tener ciudadano, no sea que antes o después alguien sea menos fino y les de con el mosquetón en plena cara.