Publicado en Temas para el Debate
Una de las características más significativas del neoliberalismo es la gran capacidad de seducción que sabe desplegar. No es casualidad, sino el resultado de haber arropado su discurso con un poder mediático imprescindible hoy día para lograr la legitimación que precisa para perdurar cualquier proyecto de dominio social.
Gracias a su poder de convicción, se ha conseguido hacer pasar por verdades indiscutibles principios que no tienen base científica alguna y propuestas de política económica que nadie puede demostrar que sean congruentes con los propósitos que aperentemente tratan de conseguir.
Uno de los reflejos más descollantes de este fenómeno tiene que ver con la fiscalidad. Los economistas y gobiernos neoliberales han desplegado tal batería de propaganda sobre ella que han conseguido convencer casi de manera generalizada sobre su maldad intrínseca.
Los análisis conducentes a mostrar que la existencia de impuestos elevados es una rémora para el progreso económico y que, por lo tanto, conviene reducirlos al máximo formaban parte de las primeras formulaciones de la entonces autoproclamada revolución conservadora que poco a poco fue pasando a denominarse con términos más tecnocráticos, justamente para fortalecer su capacidad de convicción.
La formulación que el economista norteamericano Arthur Laffer dicen que hizo inicialmente en una servilleta de papel para mostrar que mucha presión fiscal lleva finalmente a reducir la recaudación total se convirtió en una de las tesis neoliberales más populares y convincentes. Se trata de una proposición ad hoc y de la que no se puede deducir proposición rigurosa alguna sobre el efecto real de la imposición, pues ni se sabe cuál es la curva de cada caso ni cuál el “nivel óptimo” de imposición a partir del cual se reduce la recaudación. A pesar de que sus críticos la califican como “la más pesada de las bromas de los conservadores” o como una simple “teoría chiflada” que provocó el déficit presupuestario más elevado de la historia estadounidense, se llegó a convertir en la punta de lanza intelectual de todos los ataques al fiscalismo tradicional.
Con el tiempo, estas ideas no sólo no han visto disminuir su influencia sino que han ido a más y han llegado a calar en la parte más acomodaticia y conservadora de la izquierda, que ha justificado o incluso ha realizado reformas fiscales basadas explícitamente en esa idea de que “demasiado impuesto mata al impuesto” y de que lo mejor siempre es reducir las cargas tributarias.
Las reformas fiscales de los últimos años han estado orientadas indefectiblemente a reducir los impuestos directos y aumentar los indirectos, lo que ha provocado una pérdida de progresividad y equidad en los sistemas fiscales, sin que se pueda haber demostrado convincentemente que la estrategia de reducción de los tipos haya provocado por sí misma más recaudación, o que menor presión fiscal haya traido consigo más crecimiento y bienestar.
Si se analiza el comportamiento de los países de la OCDE en la fase en la que se han producido estas reformas se pueden percibir claramente dos fenómenos que pasan por alto los defensores de la estrategia fiscal neoliberal.
Por un lado, para casi las dos terceras partes de los países miembros de la OCDE se cumple que tener una carga fiscal por encima de la media está asociado a mayor ingreso per capita. Sólo ocurre lo contrario en algunos países con características singulares o de gran fortaleza económico como Estados Unidos, Alemania, Holanda, Japón, Irlanda o Suecia entre algún otro más.
Por otro lado, también se ha podido comprobar que, en ese mismo conjunto de países, los coeficientes de concentración de la renta son peores justo cuando hay menor carga fiscal, es decir, que hay más desigualdad cuanto más débil es el sistema impositivo. Esto último suele coincidir, además, con menor porcentaje de gasto social sobre el total del producto interior, lo que equivale a decir que es prácticamente general la correlación entre menor presión fiscal y peores niveles de bienestar social, en cualquiera de sus manifestaciones.
Las políticas fiscales neoliberales basadas en la reducción de impuestos, auspiciadas y puestas en práctica en muchos casos por gobiernos de la izquierda conservadora, no son, por lo tanto, la estrategia adecuada para lograr que mejore el rendimiento global de la economía ni por supuesto la vía adecuada para aumentar el bienestar, como en nuestro caso dice la propaganda televisiva del gobierno del Partido Popular.
Por el contrario han traido consigo efectos muy claros: reducción de la carga impisitiva directa para los grupos de renta más alta, disminución de los recursos de financiación del bienestar social y, en realidad, una aumento correlativo de la carga soportada por los sectores sociales de menor renta.
Los datos empíricos demuestran la falsedad de las tesis liberales y el efecto real de las reformas fiscales. Thomas Piketty ha demostrado que en Francia no ha funcionado la tesis de Laffer, como otros estudios muestran que tampoco se ha cumplido en otros países. Los datos de la Unión Europea indican que en los últimos quince años la presión fiscal sobre el trabajo ha aumentado mientras ha ido bajando continuamente la del capital. Krugman, entre muchos otros, ha mostrado que la reducción fiscal en Estados Unidos no ha provocado más crecimiento e inversión, sino más déficit y más desigualdad.
Hace unos años se hablaba de la inflación como un impuesto que debían soportar los más débiles y hoy día se debería considerar también que las desigualdades que está provocando la jibarización fiscal de nuestra época constituye un impuesto colosal que cae como una losa sobre aquellos a los que se quiere convencer de las ventajas que trae la reducción de los impuestos.
La teoría económica más rigurosa y realista permite deducir, por el contrario, que los incrementos de recaudación orientados a financiar infraestructuras públicas mejoran la productividad de la inversión privada o que dedicados a invertir en capital humano permiten incrementar su productividad y los salarios reales, aunque naturalmente ello tiene efectos distributivos bien distintos a los que genera la directa reducción de la carga fiscal de los más ricos.
El discurso liberal sobre los impuestos no sólo tiene efectos de orden interno sino que está sirviendo también, y me atrevería a decir que sobre todo, para soslayar un asunto quizá mucho más trascendente: el de la fiscalidad internacional.
Efectivamente, la retórica antiimpositiva de consumo interno es la que está permitiendo que el cambio trascendental que se ha producido en las relaciones económicas internacionales apenas se haya visto acompañado de una mínima reconsideración de las cuestiones impositivas. La nueva naturaleza de los intercambios financieros especulativos, el papel de las multinacionales, la existencia de los paraísos fiscales, de empresas financieras casi al margen de todo control o la carencia de proyectos de armonización relevantes en las áreas de interrelación económica son la expresión de que si hay algo que no hay intención de globalizar es la contribución fiscal de los sujetos económicos más poderosos del planeta.
El neoliberalismo ha logrado ser mucho más que una simple propuesta de política económica, fortaleciendo de esa forma su capacidad de dominio social, gracias a que ha utilizado el discurso económico para forjar un concepto de sociedad y de individuo. Y en esa estrategia juega un papel fundamental el rechazo de los impuestos como instrumentos de vertebración social. Interesa que haya menos impuestos para los ricos pero, sobre todo, se busca que los ciudadanos renuncien a los instrumentos con los que puede tejerse la sociedad, sencillamente, porque los poderosos se creen que no la necesitan y que pueden vivir permanentemente sin ella.
Justo por eso es mucho más lamentable que desde la izquierda se caiga en la torpeza inaudita de creer que ofreciendo menos impuestos se ofrece bienestar y propuestas más atractivas para los ciudadanos. En cuestión fiscal, nunca mejor dicho, no se trata del huevo, sino del fuero. Cuando los gobiernos socialistas juegan, como ha ocurrido en Andalucía, a reducir el impuesto sobre sucesiones, no se está realizando solamente un simple ajuste recaudador sino que se está construyendo un discurso social que renuncia poco a poco a los instrumentos que permiten que las sociedades sean justas y, por tanto, democráticas. Es la peor renuncia: la de ser uno mismo.
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