Después de tres años de haberse creado el euro como moneda única de la Unión Europea, por fin los ciudadanos europeos pueden disponer de ella en sus bolsillos. No se trata desde luego de un simple cambio formal, ni de un mero ajuste contable. Con independencia de cualquier otra consideración se trata de un cambio histórico cuyas consecuencias son, sin duda, extraordinarias. La moneda, junto al himno y la bandera constituyen los simbología básica en donde se condensa el espíritu y el alma de las naciones, de manera que bien puede decirse que los europeos que ahora hacen suyo el euro entran a formar parte de otro universo simbólico, con todo lo que eso significa. Dejan de ser menos nacionales y mucho mas auténticamente europeos. No cambia, pues, solamente el diseño de nuestras monedas y billetes, sino que se modifica una señal sustancial de nuestra identidad colectiva.
En realidad, se cierra así la fase esencial de la apuesta que los dirigentes políticos mas europeístas habían realizado creyendo que cuanto más decisiva fuese la marcha hacia la integración económica y la moneda única, más cerca se estaría de la ansiada unión política.
Es perfectamente explicable que este camino haya estado lleno de dificultades, de contradicciones, de bloqueos y de saltos, pues se trata de un proceso que ha afectado a grandes naciones, con economías muy complejas y con aspiraciones también legítimamente diferenciadas. Pero lo que debe resultar más relevante es preguntarnos ahora sobre lo que de verdad se ha conseguido y, sobre todo, por lo que necesariamente queda por hacer para lograr que el euro no signifique una transición monetaria puramente nominal y para que sea capaz de proporcionar mas bienestar a la ciudadanía europea.
Un somero análisis de lo ocurrido en Europa en los últimos años muestra bien a las claras que lo realizado no siempre ha sido lo que más bienestar pudiera haber traído y que ni siquiera ha permitido alcanzar los objetivos economicistas que se habían propuesto como punto de partida para acelerar después la unión política. Ni Maastricht primero ni Niza han sido capaces de llevar a Europa mucho más allá de la formación de un imperfecto mercado único en donde todavía hoy no se dan las condiciones que son realmente inexcusables para que una unión monetaria no derive en un devenir desordenado y frustrante.
Si bien es verdad que hay demasiadas diferencias institucionales y de todo tipo como para que las comparaciones sean del todo relevantes, lo cierto es que, en el ultimo decenio, la renta per capita europea se alejó en casi seis puntos de la americana, lo que prueba que la estrategia europea orientada a fortalecer el crecimiento económico no ha sido demasiado eficaz, al menos desde este punto de vista de la convergencia con Estados Unidos. Y a ello habría que añadir el incremento de las desigualdades internas o de los niveles de pobreza. Es cierto que la economía europea sigue mostrándose más productiva que la europea, pero eso termina por provocar más desempleo y, además, lo es de manera muy asimétrica y generando desigualdad, como prueba el hecho, por ejemplo, de que los costes laborales unitarios en España sean casi el doble que los alemanes. De ahí que el euro, contradiciendo las expectativas y los intereses de quienes definieron los escenarios futuros, haya sufrido una depreciación tan grande frente al dólar en los mercados internacionales.
En contra de la reiterada retórica neoliberal dominante se viene comprobando que más y sólo más mercado en un contexto de políticas deflacionistas es una receta que no da mas crecimiento. Las políticas deflacionistas podrían generar suficientes ventajas competitivas cuando es sólo un país el que las aplica, pero provocan un freno generalizado a la actividad cuando se generalizan, como viene ocurriendo. Con su generalización no ha habido sostén suficiente de la demanda global y eso, en un entorno de gran competencia, termina por expulsar el ahorro a otros lugares.
Se quería justificar que los Estados dejasen de intervenir diciendo que si lo hacían se expulsaba la inversión privada y lo que ha ocurrido en Europa es que la falta de impulsos suficientes por parte de las autoridades publicas ha sido lo que verdaderamente ha expulsado el ahorro europeo hacia Estados Unidos a lo largo de toda la década de los noventa.
A resolver ese proceso no ha contribuido, ni parece que vaya a contribuir, el Banco Central Europeo centrado en el objetivo de estabilidad de los precios. Aunque es cierto que esto no será fácil que se modifique en el futuro más inmediato no debe renunciarse a señalar la extraordinaria limitación al progreso y al bienestar que implica que la máxima autoridad económica europea sea completamente autista respecto a otros problemas como el desempleo, los desequilibrios territoriales o el bienestar. Ya en circulación el euro, será mucho más evidente que no podrá darse suficiente equilibrio en la unión europea si éste sólo se hace depender de una sola pata, la de la estabilidad monetaria.
La ideología neoliberal que está detrás de esta concepción influye así mismo sobre la forma de abordar otro gran asunto abierto y crucial para el futuro de la Unión Europea. Quiérase o no, es francamente difícil que un mercado único pueda salir adelante sin desequilibrios permanentes si no está conformado con una red de normas e instituciones adecuadas. La legislación y armonización fiscal, sobre el capital, los beneficios o el ahorro, la regulación de los servicios públicos, la normativa que sirva de sostén a la conformación de redes de empresas y de empresas-redes, las normas de protección social, las de salarios que eviten el dumping, por no citar sino las más relevantes no pueden quedar reducidas a planteamientos de mínimos, porque entonces será también mínimo el alcance de los resultados que pudieran obtenerse. Hasta desde una pura óptica liberal y de mercado hay que guardar la necesaria coherencia.
En particular, la Unión Europea se viene enfrentando a una limitación importante respecto al crucial asunto de la actuación gubernamental. Como el propio caso de Estados Unidos ha venido a demostrar, no puede darse suficiente y potente desarrollo tecnológico sin una presencia decisiva de la inversión pública, y no puede garantizarse que este desarrollo tecnológico genere igualdad y bienestar sin un sistema efectivo de derechos sociales. De ambas cosas viene careciendo, al menos suficientemente y como un todo, la Unión Europea, y ambas se echarán en falta cada vez más si se desea que una economía monetariamente integrada no termine por dar a luz orden social completamente contrario a la filosofía que aparentemente lo anima.
La necesidad de fortalecer la intervención pública en Europa se hará igualmente cada vez más evidente en el ámbito de las políticas económicas instrumentales, a la hora de coordinar la actuación de los poderes públicos sobre escenarios de naturaleza cada vez más supranacional y, sobre todo, de disponer de recursos financieros suficientes para reequilibrar lo que serán los inevitables desajustes que se producen en el interior de una unión monetaria.
Naturalmente, en este campo el problema será cada vez más difícil de resolver si no se avanza al mismo tiempo en la profundización de la unión: justamente cuando se vayan haciendo más necesarios los impulsos fiscales o presupuestarios centralizados o la renuncia a la defensa nacional de espacios industriales o empresas para aprovechar las economías de escala, más urgente será contar con una población y con gobiernos dispuestos a renunciar a su soberanía presupuestaria, a su perfil industrial o a su ahorro y capital. La pregunta es, lógicamente, si todos ellos estarán dispuestos a eso. Y la sospecha es que para que lo estén será necesaria mucha más ilusión y más participación civil: menos dinero y más alma ciudadana.
Algo parecido ocurrirá, finalmente, con el proceso de ampliación. Es cierto que la posible entrada de los trece primeros aspirantes no tiene la envergadura económica de la que tuvo la entrada de España, Portugal y Grecia, que en su día representaban el 22% de la población total y el 15% del PIB comunitario, frente al 28% y el 4,8% de los nuevos. Pero el efecto de esa potencial ampliación sobre los presupuestos agrícolas y los fondos estructurales se dejará sentir sobre el equilibrio global, económico e institucional, de la Unión. Y lo que es más importante, nadie es capaz de adivinar si el esfuerzo presupuestario que llegue a hacerse será suficiente para salvar el enorme escalón de competitividad entre los ahora países miembros y los aspirantes, evitando así procesos de migración masivos o la ya definitiva deslocalización de enclaves en las zonas ahora más débiles.
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