Ganas de Escribir. Página web de Juan Torres López

La batalla del aceite o la Europa del absurdo

Quisiera equivocarme, pero tengo el convencimiento de que la controversia que estos días mantienen los olivareros andaluces con la Comisión Europea se cerrará con grandes y quizá definitivas pérdidas para nuestro sector agrario. Su batalla contra el eurócrata está perdida de antemano. 

Como se sabe, el Comisario europeo de Agricultura propondrá a la Comisión, posiblemente en el mes de junio, una reforma que bajo el nombre de Organización Común del Mercado (OCM) modificará el régimen de subvenciones recibidas por los productores de aceite de oliva.

 Actualmente se barajan dos alternativas. La primera, defendida por el Comisario, se basa en conceder una subvención media de 750 pesetas por cada olivo plantado, independientemente de la producción obtenida. La segunda es la que se aplica actualmente y equivale a subvencionar con 240 pesetas el kilogramo de aceite producido. 

Aunque la primera alternativa es mucho más perversa, el problema es que Andalucía, que hoy día recibe unos 138.000 millones de pesetas por este concepto, perdería con cualquiera de ellas.

 

Desde luego, la propuesta del Comisario es inaceptable. Puesto que se subvenciona por plantar y no por producir, se incentiva el cultivo puramente especulativo y beneficia tan sólo a quienes disponen de latifundios y capital para plantar sin mayor perspectiva cientos de miles de árboles que no producirán después riqueza alguna, pero sí pingües beneficios a los grandes propietarios. De entrada, esta alternativa significaría perder alrededor de 15.000 millones de pesetas anuales, en relación con la subvención que se obtiene ahora. Y muchos más si se tiene en cuenta, para colmo, que la Comisión contabilizará 166 millones de olivos en España cuando en realidad hay casi 250 millones. Pero además, y lo que es más grave, llevará consigo la pérdida de millones de jornales y el todavía mayor empobrecimiento de la población campesina.

 

La alternativa actual no es la peor, pero sigue siendo mala. Resulta que Bruselas contabiliza a la baja la producción española, pues la calcula en 560.000 toneladas/año de media, cuando España podría alcanzar perfectamente las 800.000. Y mientras que a España se le reconoce una producción inferior, a Italia se le contabiliza un número de olivos y, sobre todo, un volumen de producción que todo el mundo sabe que está inflado por ser fruto de un fraude generalizado de los pequeños productores que no existe en España. Si se contabilizase la producción de manera más favorable a España, nuestro país podría recibir del orden de 40.000 millones de pesetas más de los que hoy día recibe.

 Nuestras autoridades hacen frente a este problema, como siempre que se trata de relaciones con la Unión Europea, actuando con la timidez y el complejo típicos de quien parece sentirse socio advenedizo (¿dónde están nuestros comisarios?, ¿qué opinan?) y eso provoca (como ya sucediera en la negociación de la adhesión) renuncias que se traducen en costes tremendos para nuestra economía. Rechazan diplomáticamente la alternativa del Comisario pero incluso aceptan, como ha hecho el Presidente Chaves muy mal aconsejado, algo que no es sólo un mal menor sino una auténtico error de principio: limitar la producción de aceite de oliva. 

Por el contrario, las autoridades europeas actúan siempre altivas, con el criterio irreductible típico de los burócratas y, a veces, incluso con chulería inaceptable.

 

Pero la derrota del olivar andaluz no sólo tendrá que ver con la diferente actitud de los negociadores (a pesar de que siempre sería deseable que nuestros políticos actuaran con mucha
mayor dignidad y contundencia cuando se relacionan con sus socios europeos), sino con circunstancias estructurales ya consolidadas.

 

La política agrícola europea se basa en el mantenimiento de las rentas de una población agraria de los países del centro y norte de la Unión con mucha fuerza política, pues constituye la base electoral de los partidos gobernantes. Son las regiones agrarias de las naciones más ricas las que se llevan la mejor parte del presupuesto comunitario y las que, en lógica correspondencia, sostienen sin demasiadas preguntas el proyecto político de sus gobiernos. Algo parecido podría decirse en el caso del aceite de oliva, actuando en este caso Italia como principal centro de poder e influencia respecto a los demás paises productores.

 

Mantener estas rentas, cuando el valor real de la producción es muy poco competitivo, obliga a drenar grandes recursos y eso significa que quedan cada vez menos para la agricultura del Sur, a pesar de que en términos relativos es mucho más competitiva, hace menos daño a los países del tercer mundo y tiene una mayor influencia en el desarrollo económico y social de sus respectivos países.

 

Esta razón sería suficiente para sostener que la decisión del Comisario de Agricultura no es simplemente un capricho y para adivinar que sólo en circunstancias muy especiales cambiará de
opinión.

 

Pero, desgraciadamente, hay más. El proyecto de integración europea, que alcanzó en Maastricht su punto culminante, se ha diseñado para favorecer principalmente a las actividades que están menos vinculadas a la economía real y productiva. Realmente, con la excusa de una convergencia nominal (además inalcanzable) tan sólo se pretende favorecer la toma de medidas que rebajen salarios y faciliten la acción de las grandes empresas, las menos comprometidas con el empleo y las que dependen en mayor medida de las ganancias de tipo especulativo.

 

Si hay algo que se ha desatendido de manera reiterada por la Unión Europea es la creación de riqueza y de empleo. Cuando aprueben la nueva OCM no será la primera vez que veamos nuestros campos cultivados pero sin recoger su fruto. Incluso habrá quien obtenga buenas rentas con ello…durante algún tiempo.

 

La Europa de Maastricht, la de los mercaderes en el peor sentido del término, paga por hacer que desaparezca el patrimonio natural y la riqueza, subsidia la destrucción y prima a quien no produce. El privilegio sólo queda para la moneda, para los bancos y para las grandes corporaciones financieras. Los que trabajan realmente, quienes cultivan y recogen frutos, quienes sudan en el campo y los que invierten con riesgo para crear puestos de trabajo no están llamados sino a formar una especie de moderno batallón de los torpes, obligados a desmantelar la fuente de sus recursos y condenados a vivir de subsidios que al principio parecen bicocas pero que terminarán inevitablemente por menguar, quizá hasta quedar en la nada.

 

Se ha dicho, con razón, que vivimos en la sociedad del simulacro pero nadie podía sospechar que la agricultura, la que parecía darnos el patrimonio material más transparente, el origen de todos los bienes como decían los primeros economistas fisiócratas, iba a terminar por ser un lugar privilegiado para la pantomima: según cuentan, los agricultores italianos disponen de olivos de plástico para lograr que las fotos realizadas desde aviones reflejen mayor superficie de cultivo. Es la Europa del absurdo que sólo puede entenderse conociendo la lógica alicorta de unos pocos pero poderosos que anteponen su ganancia a corto plazo a la creación de riqueza que la pudiera garantizar en el más adelante.

 El futuro inmediato de nuestro olivar señala el horizonte a medio y largo plazo de Europa. Si los ciudadanos no hacemos valer nuestra opinión nada podrá evitar que un proyecto de integración tan atractivo en su origen se siga prostituyendo por quienes manejan de manera tan egoista como miope las finanzas y el dinero.

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