Publicado en Público el 12 de junio de 2020
La educación de nuestros infantes y jóvenes ha sido una de las grandes afectadas por la pandemia que estamos viviendo y no estoy seguro de que se estén tomando las medidas adecuadas para evitar el daño que eso va a suponer en el futuro.
Según las estadísticas internacionales, unos 1.500 millones de estudiantes han llegado a estar afectados por el cierre de los centros educativos en los diferentes niveles de la enseñanza y no todos han vivido esa experiencia por igual. Una buena parte de ellos han carecido de cualquier tipo de asistencia no presencial, la han recibido con gran insuficiencia o ni siquiera habrán podido ser atendidos por sus familias. Y, aunque una parte ya se ha reincorporado a sus clases y otros lo harán en los próximos meses, lo más probable es que, durante un tiempo considerable, se encuentren en condiciones muy diferentes a las que había antes de la pandemia.
El gran error que se puede cometer ante esta situación es el de creer que se trata sólo de un impacto circunstancial, momentáneo y que el problema no es más que una cosa más «de los niños y niñas».
Hay que tener en cuenta que, al igual que ha ocurrido con el sector sanitario y con otros servicios públicos esenciales, las políticas que se han venido aplicando en los años anteriores a la pandemia han producido recortes que han debilitado gravemente al sistema educativo en todo el mundo y, por supuesto, también en España.
En nuestro país, el porcentaje del PIB que dedicamos a educación se encontraba en el nivel más bajo desde 1998 antes de la pandemia y hay que tener en cuenta, por un lado, que esa disminución ha venido de la mano de un incremento del gasto privado que beneficia muy desigualmente a la población y, por otro, que hay grandes diferencias en el gasto en educación que realizan las diferentes comunidades autónomas. Todo el mundo se lamenta de los malos resultados que nuestro sistema obtiene en los indicadores internacionales de rendimiento educativo, pero nadie parece darse cuenta de que son el resultado de los recursos tan escasos que dedicamos a la enseñanza.
El cierre de los centros educativos va a tener un impacto considerable en una situación ya de por sí deteriorada y es muy importante que se tomen medidas para evitar que la etapa en la que entramos (quién sabe si con nuevos rebrotes y cierres) provoque un deterioro definitivo e irreversible de nuestros centros de enseñanza, desde las escuelas infantiles a los universitarios.
La pandemia va a producir, al menos, cinco efectos negativos que puede ser muy graves.
El primero es la deserción de miles de estudiantes. El desapego y la desconexión, el paro, la necesidad de contribuir a la economía familias y la pérdida de atractivo que una educación deteriorada supone para muchos estudiantes hará que muchos de ellos dejen, quizá para siempre, sus estudios. Hay que ponerse en el lugar de los jóvenes que de pronto se han encontrado sin medios para seguir el ya de por sí escaso contacto no presencial con sus escuelas, colegios, institutos o facultades durante el encierro. Hay que sentir su frustración, su vergüenza, su impotencia y la de sus familias, cuando se han visto imposibilitadas o incapaces de ayudarles en este periodo. Nadie se podría extrañar que muchos desistan, que hayan perdido la comba y se alejen definitivamente de la única fuente que podría haberles dado autonomía y recursos para mejorar sus condiciones de vida. Y es fácil deducir las consecuencias dramáticas que eso va a tener no sólo para ellos sino para toda la sociedad y para las empresas y las economías que tanto nos preocupan.
El segundo efecto negativo de la pandemia sobre la educación va a ser la pérdida de conocimientos y el deterioro del aprendizaje.
Ni siquiera los estudiantes privilegiados, normalmente de centros privados, que hayan podido disfrutar de conexión telemática permanente con sus profesores durante el encierro habrán podido adquirir los conocimientos y habilidades programados en ese periodo. Y eso se habrá agravado en los casos, mucho más mayoritarios de lo que podamos pensar, en que ni los profesores hayan podido atenderlos ni sus familias ayudarles. Si no se toman medidas extraordinarias de refuerzo, el encierro de ahora y la situación también excepcional que se dará a partir del próximo curso y quizá durante bastante meses, puede provocar un déficit educativo estructural en una parte muy grande de nuestra población más joven.
El tercer efecto que puede traer la pandemia, si se actúa tal y como se ha actuado en crisis anteriores, es la pérdida de recursos en educación. Si una vez más se sigue considerando que el dinero dedicado a la enseñanza es un gasto y no una inversión, un problema presupuestario en lugar de la solución, se volverán a producir recortes. El incremento de la deuda que sin remedio se va a producir será de nuevo la gran excusa que se utilice para seguir disminuyendo el gasto educativo. Como decía un documento reciente de la UNESCO, la experiencia nos señala claramente que «un dólar más al servicio de la deuda es un dólar menos para la educación». De momento, el gobierno español ha anunciando que una parte de los fondos de reconstrucción será para educación. Esperemos que se consoliden y aumenten.
El cuarto efecto de la pandemia, si no se toman las medidas adecuadas, será la pérdida de calidad, presente y futura, del sistema educativo en su conjunto y en todos los niveles de la enseñanza. El profesorado está sufriendo una presión extraordinaria que no va a cesar sino aumentar en los próximos años, cuando va a tener que trabajar más horas y con menores salarios si se realizan nuevos recortes, como hasta ahora. Los estudiantes sufren un estrés considerable, muchas madres y padres están agotados, el sistema se ha sometido a la máxima tensión y, si se recortan los presupuestos educativos, se dispondrá de muchos menos recursos para disponer de los consumos intermedios que necesita la enseñanza.
El quinto efecto es el más soterrado, del que menos se habla. La pandemia puede ser la justificación que permita utilizar al sistema educativo para desarrollar el nuevo gran negocio de nuestro tiempo: el de la enseñanza no presencial, sobre todo, en los niveles más avanzados del sistema.
El sistema universitario de Estados Unidos, siempre tomado como ejemplo para el resto del mundo, se estaba desplomando antes de la pandemia: el 30% de las universidades tenían déficit, las acciones de la American Campus Communities (que gestiona apartamentos y residencia para universitaria) habían caído un 36% desde 2016, mientras que la deuda estudiantil se hacía insoportable debido a que el precio de las matrículas se ha multiplicado por quince en los últimos cuarenta años. En estos momentos, el 72% de los responsables de las universidades planean despedir personal y el 55% se dispone a hacer recortes sustanciales. En esas condiciones, será muy difícil que las universidades puedan seguir cobrando las matrículas de 100.000 dólares anuales de media en las públicas y 200.000 dólares de media en las privadas el año próximo, cuando no se sabe si los estudiantes podrán tener clase o ver en persona en algún momento a sus profesores. El CEO de Chegg, una compañía de California dedicada a la enseñanza y trabajo no presencial, asegura que entre el 25% y el 30% de las universidades van a ir a la quiebra y la alternativa será la enseñanza no presencial. Un mercado que movía unos 19.000 millones de dólares el año pasado en todo el mundo y que se calcula que pasará a facturar 18 veces más, unos 350.000 millones, en 2025.
Empresas como Chegg, Coursera o 2U(TWOU) hoy día prácticamente desconocidas, incluso para la gran mayoría de la gente dedicada a la educación, serán los motores del nuevo tipo de enseñanza que se quiere generalizar como negocio, inicialmente en las universidades y más adelante en la mayor parte posible del sector educativo. Y, al respecto, hay que tener mucho cuidado. La no presencialidad en momentos de emergencia sanitaria es obligada y recurrir a ella en cualquier otra circunstancia será también fundamental, pero creer que puede sustituir al contacto y la presencia, al intercambio personal y al encuentro de experiencias como base y fundamento de la enseñanza que proporciona auténtico saber y libertad, sería un error dramático para nuestras sociedades.
A todo lo que acabo de decir hay que añadir que estos efectos de la pandemia se están produciendo y se van a producir de manera muy desigual, de manera que la educación no solo puede perder su capacidad de generar movilidad social e igualdad, sino que puede convertirse en todo lo contrario, en una fuente de mayores diferencias sociales, de exclusión y vulnerabilidad crecientes.
El soporte que han prestado los gobiernos ha sido demasiado escaso, cuando no inexistente. En estos últimos meses hemos reclamado ayudas a las empresas, dinero para ERTES y hemos exigido -con razón- más medios y reconocimiento para los sanitarios pero ¿quién se ha acordado de las miles de maestras y maestros, del profesorado que tiene la función esencial de enseñar a nuestros más jóvenes? ¿Quién se ha acordado de las madres y padres que, además de trabajar, tenían que ayudar a sus hijos e hijas en las tareas del colegio? O, mucho peor, de los niños y niñas o jóvenes a quien nadie ha podido ayudar porque en sus familias no hay conocimientos o medios electrónicos. No se ha proporcionado asistencia educativa, material o incluso psicológica al profesorado o a madres y padres que se han encontrado literalmente abrumados o frustrados y, a estas alturas, ni siquiera se sabe con seguridad en qué condiciones tendrán que afrontar el curso próximo. ¿Cómo es posible que gobiernos que tanto alardean de feminismo no hayan elaborado ya un plan para evitar que abandonen el empleo remunerado miles de mujeres para poder atender la educación de sus hijos?
Hay que preparar la reapertura, total o parcial, de nuestros centros educativos con una estrategia que debería ser compartida y que no se limite a abrir las puertas para que los estudiantes se acomoden como sea en sus aulas o para que se adapten sin más a la no presencialidad.
Un informe reciente del Banco Mundial sobre los efectos de la Covid-19 en los sistemas educativos señalaba que planificar la reapertura significa «evitar deserciones, garantizar condiciones escolares saludables y utilizar nuevas técnicas para promover la rápida recuperación del aprendizaje en áreas clave una vez que los estudiantes hayan regresado a la escuela». Y que, a medida que el sistema educativo se estabilice, «los países podrán utilizar la innovación del período de recuperación para reconstruirse mejor y acelerar el aprendizaje». La clave para ello, dice, es «no repetir los fallos que los sistemas tenían antes de la pandemia» (aquí).
Eso es exactamente lo que deberíamos hacer en España cuanto antes.
Hay que garantizar, ante todo, la seguridad y la salud del profesorado, los estudiantes y la población en general, estableciendo protocolos claros y medidas de protección efectivas, cueste lo que cueste.
Se debe dar prioridad al bienestar físico, psicológico y socioemocional de docentes y estudiantes, reconociendo de una vez por todas la función esencial de los maestros y profesores, no sólo con carácter simbólico, sino dignificando sus sueldos, desde abajo a arriba, y sus condiciones de trabajo. En estos momentos, hay que aliviarlos en la mayor medida de lo posible de cargas administrativas y aplazar los controles y evaluaciones a los que suelen estar sometidos; impedir por todos los medios que, como en otras crisis, pierdan derechos laborales o sufran una intensificación en las horas de trabajo y establecer programas de apoyo al profesorado con mayores necesidades familiares.
Es fundamental elaborar programas de apoyo y protección, dentro y fuera del centro educativo, del personal docente, de los estudiantes y las familias más vulnerables, tratando la discriminación y estigmatización que se haya producido y tomando medidas preventivas para que no vuelva a darse en el futuro. En concreto, se podría promover el uso de monitores de apoyo a familias y subvencionarlos en las que carezcan de ingresos para ello.
Hay que preparar al profesorado para que esté en mejores condiciones a la hora de enfrentarse a situaciones de emergencia como las que hemos vivido y adiestrarlo en métodos de enseñanza alternativos.
En lugar de dejar que cada docente o centro resuelva la situación como pueda, hay que ayudar a generar redes de apoyo e intercambio de experiencias y crear mejores plataformas de recursos educativos.
Hay que evaluar cuanto antes el impacto financiero que ha tenido la pandemia en nuestras diferentes comunidades autónomas y evitar que su diversidad no se convierta en fuente de mayores disparidades sino generar un compromiso de Estado para evitar que el sector educativo siga perdiendo recursos, tal y como ha venido sucediendo hasta ahora.
Soy plenamente consciente de que la educación se encuentra en todo el mundo en una encrucijada terrible. Mantener un sistema educativo de calidad al alcance de toda la población es muy caro, mientras que dejar su provisión al mercado o en manos de instituciones que buscan la supremacía ideológica es un gran negocio y algo muy útil para los pocos que pueden pagarla. Pero parece mentira que después de tanto tiempo todavía no hayamos aprendido que la debilidad del sistema público de enseñanza es un daño que pagamos todos. Cuando se planteó establecer sistemas de depuración de aguas residuales en las ciudades, los ricos reclamaban que sólo se establecieran en sus barrios porque no estaban dispuestos a pagar los de los barrios pobres, hasta que se dieron cuenta de que el cólera y otras enfermedades se propagarían sin distinción si no se generalizaba la limpieza. Algo parecido nos puede pasar si, después de la pandemia, seguimos haciendo recortes en los presupuestos para la educación pública y si las clases más privilegiadas no están dispuestas a financiarla. Es imprescindible un gran pacto de Estado que garantice estabilidad legal y recursos suficientes para la educación de, al menos, dos generaciones de españoles.