En El Socialismo del Futuro, nº 9/10, 1.995.
Todos los indicadores sociales muestran que en los últimos quince o veinte años se ha deteriorado la calidad de vida en el mundo y que el grado de bienestar del que disfrutan los ciudadanos ha disminuido, tanto en los países atrasados como incluso en los más desarrollados. La tónica de crecimiento económico y de ampliación de las expresiones de bienestar que habían caracterizado los «años gloriosos» que antecedieron a la crisis económica de los años setenta está rota desde hace bastantes años.
Aunque en esos largos treinta años no se eliminaron los problemas de desigualdad, de subdesarrollo, de concentración de capitales y otros signos de desequilibrio, de ineficiencia y malestar social, lo cierto es que gracias al pleno empleo, a la masiva provisión pública de bienes colectivos, al aumento de los salarios, tanto directos como indirectos o diferidos, y a la utilización de políticas de carácter redistributivo, se habían logrado niveles aceptables de satisfacción social. Hasta el punto de que esos años se hayan conocido como los de gestación y generalización del llamado «Estado del Bienestar».
Los «años gloriosos» del capitalismo, o el fulgor de la socialdemocracia
Todo ello fue posible gracias a que después de la segunda posguerra mundial se llevó a cabo un proceso de acumulación generalizada que facilitó, primero en Estados Unidos y después en las demás economías occidentales, la obtención de niveles de beneficios elevados, la expansión de las actividades industriales y, en definitiva, la satisfacción de necesidades cada vez más amplias y en todas las capas de la población.
En ese período de fuerte acumulación de capitales, de expansión económica casi ininterrumpida y de consenso social (de ahí que se haya hablado de «pax keynesiana» o «pax americana», con matizaciones diferentes pero como expresión de un fenómeno común), las estrategias reformistas o socialdemócratas pudieron adquirir un claro, y podríamos decir que merecido, protagonismo.
La vía reformista hacia el bienestar general parecía ser efectivamente una fórmula adecuada para lograr crecimiento económico, redistribución de las rentas y el mantenimiento de estándares suficientes de justicia social, sin provocar convulsiones sociales y respetando en su esencia el orden capitalista dominante. Constituía, por lo tanto, una referencia virtual de progreso, por un lado, frente a los excesos del capitalismo y, por otro, frente a las limitaciones (que llegarían a ser absolutas) de los estados del «socialismo real», en donde la burocratización, la falta de libertades públicas y la competencia con el orden capitalista eran algo más que constricciones secundarias.
Sin embargo, cuando ese modelo de crecimiento y consenso se rompe, las políticas reformistas van a encontrarse con graves problemas de definición, de eficacia y, sobre todo, de capacidad para mantener el status de bienestar que se había logrado con anterioridad.
La ruptura del sistema de bienestar se produce como consecuencia de que las contradicciones internas del modelo de crecimiento de posguerra terminarían dando lugar a una crisis de gran envergadura que tendrá tres grandes manifestaciones y una principal consecuencia: la caída en el nivel de beneficio de las empresas, lo que llevaría consigo la disminución de las inversiones y el desempleo masivo.
La primera expresión de la ruptura del modelo es la crisis de producción. A finales de los años sesenta los mercados comenzaron a saturarse. El consumo de masas ya no era capaz de corresponderse con las estrategias de producción intensiva y que se habían desarrollado ajenas a cualquier plan de producción que tuviese en cuenta los programas de necesidades de la población y la capacidad real de los mercados antes de llegar a la saturación.
Además, al socaire de la acumulación se había modificado la estructura de los mercados mundiales, lo que limitaba las expectativas de realización para las empresas que habían sido hasta esos momentos dominantes. Al igual que sucediera con la deuda familiar y empresarial, las naciones menos desarrolladas (atraídas en su día por los bajos tipos de interés) habían acumulado deudas tan ingentes que al producirse la inestabilidad monetaria internacional verían como sus montantes se elevaban hasta reducir casi a la nada su capacidad de compra. Por otra parte, las empresas europeas y japonesas estaban ya a la altura de las americanas, de forma que había más competidores en mercados que estaban saturados. En suma, los mercados resultaban ya incapaces de absorber la producción y las empresas comenzarían a sufrir el crecimiento de sus stocks y la caída de sus ventas.
La segunda manifestación fue la crisis financiera. El recurso permanente al crédito, en lugar de favorecer la realización de una oferta en permanente expansión dio lugar a una monetización excesiva y al endeudamiento generalizado; mientras que el desmantelamiento del sistema monetario internacional basado en la fortaleza del dólar favoreció la multiplicación desordenada de los activos financieros rentables y la inseguridad cambiaria. Todo eso originó un desarrollo de la actividad financiera sin proporción con la actividad productiva que llevaba necesariamente consigo la inestabilidad monetaria y el desarrollo exacerbado de la circulación financiera.
Por último, se produjo una no menos importante crisis social. La que se llamó la «cultura del más», propia de aquellos años y que era el resultado del consenso fordista, del Estado Benefactor y permanente suministrador de bienes públicos, de la publicidad y de la expansión del crédito, provocó un auténtico desbordamiento social y productivo. Como tantas veces se ha señalado, el pleno empleo y la abundancia son los peores enemigos de la estabilidad social y de la paz laboral (naturalmente, en una sociedad escindida). El pleno empleo había dado «alas» a los asalariados, de manera que -como había previsto Kalecki- no sólo reivindicarían más salarios sino que llegarían a poner en entredicho el propio orden jerárquico. Se multiplicaban las demandas salariales, se perdía la disciplina en las fábricas y se generaba el descontento de los trabajadores y ciudadanos que no estaban sino deseosos de satisfacer la necesidad de más bienes, más ocio y más protección que al amparo del consenso se les había ofrecido.
Pero esa relajación laboral (con muy poco coste de oportunidad para el trabajador cuando no hay apenas desempleo) y la pérdida de la medida en las reivindicaciones salariales (cuando la indiciación no respeta la evolución de la productividad) deterioraba el equipo productivo y reducía drásticamente la productividad hasta el punto en que los beneficios llegaron a estar efectivamente amenazados.
Todo ello iba acompañado, lógicamente, de un creciente desequilibrio macroeconómico. Bajo el peso de una progresiva burocratización, el sector público de las economías occidentales se había ido convirtiendo en un saco sin fondo donde iban a parar las actuaciones no rentables para el sector privado, la protección social que reivindicaba permanentemente una población trabajadora que ya no la encontraba en el ámbito de la fábrica y todo un ejército de funcionarios que hacían aumentar sin medida los desembolsos necesarios para que el aparato administrativo, sin los condicionantes de productividad propios de la iniciativa privada, ejerciera de benefactor de la sociedad.
Y cuando la crisis se desató, los gobiernos no sólo mantendrían el ritmo de gasto (que al fin y al cabo era un soporte principal de la legitimación del sistema), sino que al producirse desempleo, al aumentar la entrada al mercado de nuevas franjas de población activa y al verse en la necesidad de reducir (bien de forma automática o discrecional) la recaudación impositiva, los ingresos públicos mermarían. Eso provocó la aparición de importantes déficits públicos que, además de ir a más, significarían una hipoteca fundamental a la hora de aplicar las recetas de política económica tradicionales, las que habían permitido gobernar con éxito los leves desajustes macroeconómicos de los años de expansión.
En este contexto de crisis, las políticas reformistas que sirvieron de sostén a la expansión económica no sólo dejaban de ser apropiadas, sino que constituían un serio obstáculo para la recuperación del beneficio.
En los primeros años de la crisis, la respuesta político económica predominante fue todavía de carácter keynesiano, típicamente socialdemócrata. De hecho, las primeras reacciones de los gobiernos a los impactos de la crisis en los primeros años setenta, y en especial al shock del petróleo, fueron claramente de esta naturaleza.
Incluso se ha señalado que la depresión de los años 74 y 75 fue debida, precisamente, a la deflación provocada por una pérdida de impulso de la demanda y no tanto a la subida del precio del petróleo (Gauthier 1989, p. 73). Mientras que la recuperación operada a partir de ese último año (expresada en términos de crecimiento del Producto Interior Bruto, pues el paro no disminuiría sustancialmente) y que duraría hasta finales de los setenta presenta, por el contrario, connotaciones típicamente keynesianas: aumento del gasto público, de los salarios reales, de los gastos de protección social y del crédito en el conjunto de las economías.
Pero es justamente en esta recuperación económica «keynesiana» de la segunda mitad de los setenta cuando se puso de manifiesto que las políticas de esta naturaleza podían, en efecto, generar crecimiento, pero que no garantizaban la recuperación del beneficio; por el contrario, propiciaban una distribución de la renta que terminaba por favorecer al salario.
De hecho, en la recuperación de esta segunda mitad de los setenta se registra un incremento de los salarios reales que se traduce en el aumento de entre un 3 y un 4 por cien de la renta familiar de 1975 a 1979 para el conjunto de los países de la O.C.D.E.; mientras que, por el contrario, la participación del beneficio no llegaba a ser suficiente para impedir la caída de la inversión en capital fijo que precisaba la reestructuración productiva (Armstrong, Glyn, Harrison 1991, pp. 233 y ss.).
La O.C.D.E. (1990, pp. 42-43), se quejaría años más tarde de que al amparo de estas situaciones se había producido una «corriente de militancia sindical…cuya herencia iba a ser duradera» y se había favorecido el mantenimiento de las políticas de inspiración keynesiana, lo que «creó fuertes presiones para una expansión continuada de los privilegios, para la aceptación de medidas restrictivas en los mercados de factores y de productos, y para la proliferación de compromisos de gasto que desbordaron ampliamente el margen suministrado por el crecimiento económico».
Es decir, que era precisamente el papel de estas políticas keynesiano-socialdemócratas como elemento integrador de los conflictos sociales lo que iba a ser puesto en entredicho, precisamente porque tendían a dificultar el objetivo principal que requería una salida a la crisis consustancial al sistema de propiedad dominante: la redistribución de las rentas a favor del beneficio.
En los años de gran acumulación, la ambición del propio capitalismo era el diálogo social como forma de garantizar la disciplina colectiva que no pusiera en cuestión el status distributivo existente y ahí jugaban un papel fundamental este tipo de políticas. Pero cuando se rompió la tónica del beneficio, de lo que se trataba era, precisamente, de reconsiderar este status para hacer posible la recuperación de la ganancia, una vez que se hubiera modificado el orden productivo y acondicionado un nuevo espacio para la competencia internacional. Y, entonces, la solución socialdemócrata, incluso en su versión más puramente reformista, pasaba a ser un obstáculo en la medida en que no hiciera suyo, plenamente, el argumento de la recuperación del beneficio a costa de las rentas salariales. Así lo reconoce claramente F. W. Scharpf (1.991, p. 325): «La debilidad argumentativa socialdemócrata-keynesiana radicaba ante todo en su negativa a reconocer la necesidad de la redistribución» (a favor del beneficio).
Las respuestas a la crisis, o cuando el liberalismo tentó a la socialdemocracia
La salida natural a la crisis del modelo de crecimiento de la posguerra, es decir, la que mantenía básicamente intacto el sistema de propiedad y privilegio dominante, necesariamente debía resolver las manifestaciones a las que he aludido antes. Por lo tanto, debería expresarse en las siguientes estrategias.
Frente a la crisis de producción, era necesario, por una parte, la incorporación de una nueva base tecnológica que permitiera: A) La producción de gamas de productos en lugar de series homogéneas para hacer posible, en condiciones menos costosas, la diferenciación que permite conquistar nuevos espacios de venta en mercados ya saturados. B) Formas más flexibles de organización de la producción (toyotismo en todas sus variantes) que permitieran ahorro de trabajo, un uso más versátil y productivo de la mano de obra y una gestión de los stocks y los materiales más económico. C) La posibilidad de disgregar los procesos de producción para lograr economías de integración más ventajosas y la vinculación más estrecha entre procesos de producción y distribución. Por otra parte, era necesario crear las condiciones que permitieran la mayor libertad posible para los movimientos de ajuste en la dotación de capitales (financieros y físico) que se iban a producir en la búsqueda de costes más bajos que galvanizaran la rentabilidad empresarial.
Frente a la crisis financiera y ante la consolidación de la circulación monetaria como un nuevo espacio de ganancia, se hará preciso un nuevo tipo de regulación monetaria que, a través fundamentalmente de los tipos de interés, salvaguarde el beneficio de los poseedores de activos financieros, toda vez que éstos se erigen en alternativa a la inversión productiva cuando ésta no genera el beneficio adecuado, y que tienda a internalizar los costes derivados de una mayor inestabilidad e inseguridad monetarias.
En tercer lugar, frente a la crisis del consenso social se hará también necesaria una nueva fórmula de legitimación social. Cuando la productividad ha caído y cuando no sólo está sin garantizar el alza salarial, sino incluso el propio puesto de trabajo, cuando los gobiernos (que no renuncian a la asistencia prestada a los capitales privados en forma de reducciones fiscales, de privatizaciones o de asunción de las nueves redes e infraestructuras necesarias para la incorporación de las nuevas tecnologías en condiciones rentables para el interés privado) comienzan, por el contrario, a desentenderse del capital social que habían venido financiando y de la protección que procuraban, el consumo privado y el disfrute de bienes colectivos deja de ser el cemento integrador que hace posible la armonía social.
La existencia de millones de pobres, de parados o marginados no permite alcanzar el consenso desde la producción, desde la fábrica. No puede frenarse la rebeldía potencial que provoca una sociedad desigual y fragmentada tan sólo haciendo funcionar al máximo los aparatos productivos, porque ahora quienes pudieran rebelarse no están en condiciones de disfrutar de sus logros, como sucediera antaño. Y porque, incluso en ese caso, orientados los mecanismos redistribuidores hacia la recuperación de las ganancias de capital en detrimento de las rentas del trabajo, la desigualdad irá en aumento y cada vez serán más numerosos quienes no disfrutan del consumo.
Por lo tanto, no puede haber más legitimación que la que procede de la sumisión, bien a través de la generación de vínculos autoritarios de regulación social que la fuercen, bien a través de la aceptación de la individualidad, de la competencia y del posibilismo como expresión más sublime de los comportamientos humanos.
Todos estos cambios se realizaron al amparo de un nuevo diseño de los fines y los instrumentos de las políticas económicas así como de una nueva filosofía económica que pronto fue difundida con inusitado vigor desde el establishment académico, cultural y político.
El renacimiento del viejo liberalismo enterró la pretensión de conjugar la libertad con la igualdad y la democracia formal con la satisfacción social. La renuncia, la condena y desincentivación de todo lo colectivo permitieron recobrar la práctica social más hedonista que evita la mirada del conciudadano insatisfecho, mientras que una turba de medios de comunicación promovieron la quimera de que es el esfuerzo individual lo que puede llevar al éxito y a la satisfacción sin medida.
Paralelamente, se rechazaban los mecanismos de provisión y asignación distintos al mercado, institución abstracta que se entroniza como remedio de todos los males y como garantía de la mayor eficiencia. Pero soslayando, sin embargo, que no se trata de mercados perfectos, sino que los que se protegen y fortalecen están poblados de oligopolios y monopolios, que a lo sumo compiten entre ellos pero con resultados de eficiencia muy lejanos a los que debería producir la teórica competencia perfecta de los manuales.
Con estos presupuestos se llevaron a cabo amplios programas de reprivatización que, sin embargo, no supusieron menos Estado, sino que más bien respondieron a los diferentes tipos de economías de integración que hacía posible la incorporación de nuevas tecnologías, como pone de evidencia el que fuese el sector público quien siguiese sufragando (como en el caso paradigmático de las telecomunicaciones) las infraestructuras y las redes necesarias para el desarrollo rentable de los intereses ahora privados. Verdaderamente, el viejo criterio de socializar las pérdidas y privatizar los beneficios no ha dejado de tener validez en las economías capitalistas.
Como tampoco el Estado dejó de disponer las condiciones generales del intercambio cuando se procedía a realizar amplios programas de «desregulación». Esta constituía más una regulación de distinto tipo, o como se ha dicho, con diferente ética, pero nunca la negación de la función de arbitrio que el sector público asume para intervenir en el conflicto entre intereses colectivos y privados. De hecho, no disminuye la intervención sino que más bien aumenta ésta aunque, ciertamente, orientada ahora a eliminar trabas y obstáculos que, en la mayoría de los casos, habían sido establecidos precisamente para paliar los efectos perversos que conlleva un régimen de producción y consumo que supedita cualquier otra circunstancia al lucro privado.
Como un último corolario, fue preciso reformular el alcance de la propia política económica.
La negación de la política fiscal por intervencionista y generadora de incentivos ineficientes oculta, sin embargo, la reducción pretendida y alcanzada en el gasto público -especialmente en el gasto redistributivo y social- y la disminución de la presión fiscal que soportan las empresas y las rentas más elevadas, en un proceso sin parangón de redistribución pero a favor de los sectores más pudientes de la sociedad.
Al mismo tiempo, la política monetaria cobró un vigor inusitado. Primero, porque requiere menos aparato administrativo y se instrumenta desde los bancos centrales, organismos más resguardados y defendidos del control parlamentario y ciudadano; segundo, porque evita la redistribución a favor de las rentas bajas al dejar hacer al sistema de intercambio que reproduce la desigualdad; y, finalmente, porque permite regular directamente y con una gran autonomía la circulación monetaria, que es el lugar privilegiado de realización de los beneficios, si se tiene en cuenta que la reconversión productiva destruye tejido industrial y libera recursos financieros, masas monetarias ingentes destinadas a la especulación financiera y a la inversión no productiva, para cuya rentabilización son imprescindibles políticas de tipos de interés adecuadas.
En definitiva, la salida a la crisis que respetara las coordenadas básicas del sistema requería, en primer lugar, nuevos espacios productivos y nuevas formas de producción, para lo cual había que alterar la pauta redistributiva vigente que había consolidado al keynesianismo socialdemócrata como alternativa atractiva de progreso; en segundo, distintos comportamientos, valores diferentes y nuevos tipos de aspiraciones sociales, lo que implicaba subvertir el abanico de aspiraciones sociales que había contribuido a forjar la socialdemocracia. Finalmente, nuevas prioridades en la instrumentación de las políticas económicas, de forma que, a diferencia de la situación anterior, el papel del gobierno no fuese encaminado a corregir las disfunciones de todo tipo del mercado, sino a procurar que su funcionamiento (aun imperfecto) fuese mucho más libre, es decir, negar también la razón de ser del propio keynesianismo, el más eficaz sustento teórico de la socialdemocracia.
En consecuencia, la alternativa a la que se enfrentaban los gobiernos socialdemócratas desde finales de los años setenta era particularmente dramática: el mantenimiento de sus postulados tradicionales, que les habían garantizado apoyo social y un papel privilegiado como bisagra en la definición de los horizontes políticos, les llevaría necesariamente a bloquear la estrategia de recuperación del sistema. O dicho de otra manera: para mantener su natural condición reformista tendrían que aceptar que sus principios se negaran a sí mismos.
De ahí proviene la «tentación liberal» a la que tuvo que enfrentarse la socialdemocracia y frente a la cual no puede decirse que haya presentado, sobre todo la que estaba en el ejercicio del poder, demasiadas resistencias. Más bien todo lo contrario.
La economía de los noventa: el desorden como contexto.
El problema principal que comportó la asunción de esas estrategias, que tuvieron su expresión más explícita en la llamada «revolución conservadora» de M. Thatcher y R. Reagan, pero que han sido secundadas por los gobiernos occidentales con mayor o menor disciplina en los últimos años y, por tanto, también por los de carácter socialdemócrata, es que no terminan de cuajar como soluciones definitivas que eviten la inestabilidad, las crisis recurrentes y el crecimiento del malestar social. Así lo prueba, por ejemplo, la envergadura de la crisis de los primeros noventa y la predicción elemental de que la reactivación que se inicia en los primeros meses de 1.994 no permitirá resolver de forma duradera los desequilibrios principales, como el desempleo o los déficits públicos, que padecen nuestras economías, por no hablar de la asimetría creciente entre las naciones o del empobrecimiento de regiones ya amplísimas del planeta.
En particular, agudizaron el proceso de «financierización» generado como secuela del progresivo endeudamiento generalizado, no consiguieron consolidar el necesario marco de competencia internacional renovado que requería la nueva base tecnológica del sistema y, sin embargo, provocaron una situación de progresiva fragmentación social que debilitó la demanda agregada a la vez que hacía cada vez más insostenible mantener la bandera del liberalismo como elemento integrador y legitimador ante los conflictos sociales que laten más fuertemente a medida que aumenta el malestar social.
– La amenaza permanente de la inestabilidad financiera.
El enorme endeudamiento familiar y empresarial, la gran cantidad de activos financieros que fueron acumulando las empresas multinacionales y los bancos, la inversión creciente procedente ya no sólo de Estados Unidos sino también de Japón, Alemania o el Reino Unido, la necesidad de inyectar volúmenes cada vez mayores de recursos financieros para tratar de controlar las oscilaciones de los tipos de cambio y la introducción de nuevas tecnologías que permiten operar más rápidamente en los mercados financieros, han sido los fenómenos principales que han dado lugar a la hipertrofia de los flujos financieros que circulan en la economía mundial.
En 1992 el movimiento total neto diario de los nueve principales mercados de divisas alcanzaba el valor de 910.000 millones de dólares, prácticamente el doble de las reservas totales de oro de todos los países industriales. Por su parte, el volumen de activos financieros pertenecientes al sector privado es aproximadamente cinco veces mayor que el que pertenece a los gobiernos (FitzGerald 1994, p.134), lo que muestra además lo difícil que resulta controlar el flujo de activos privados desde los poderes públicos.
Se ha generado, pues, un proceso en virtud del cual los mercados financieros han cobrado vida independiente, autónoma de los movimientos reales de la economía, constituyéndose además en ámbitos alternativos y de gran rentabilidad para la aplicación de recursos.
A ello ha contribuido especialmente el papel desempeñado por la política monetaria que, en lugar de erigirse en un instrumento de control de esos flujos para evitar que la inestabilidad que llevan consigo se traslade a la actividad productiva, se ha convertido, gracias a la estrategia de altos tipos de interés que se corresponde con su pretensión deflacionista, en la palanca que proporciona una enorme redistribución a favor de los poseedores de liquidez.
De todo ello se deriva necesariamente el incremento de la inestabilidad, el mayor coste de oportunidad al que debe hacer frente la inversión productiva y, como una especie de efecto perverso, que, a la postre, los bancos centrales terminen siendo cada vez más impotentes para controlar la dinámica errática y volátil que caracteriza a los movimientos financieros.
Un efecto añadido de la financierización de las economías es la generalización de la especulación, en el sentido peor del término. Y una de sus consecuencias que ha tenido también importantes efectos sobre el papel gubernamental de la socialdemcoracia han sido los fenómenos de corrupción que han poblado la historia reciente y que lógicamente tienen una trascendencia mucho más dañina en los gobiernos y/o partidos de tradición de izquierdas, que solían levantar con más ahínco la bandera de la transparencia y la honestidad en la gestión pública.
– El nuevo régimen de competencia internacional.
Las condiciones en que se ha incorporado la nueva base tecnológica y bajo las que se ha llevado a cabo el «ajuste» necesario para facilitar la recuperación del beneficio también generan un estado de cosas caracterizado por la inestabilidad y por sus efectos nocivos para el bienestar.
Lógicamente, el nuevo orden tecnológico no se instaura de manera simultánea en el tiempo y en el espacio. Eso provoca escalonamientos entre las empresas y las industrias, de forma que se altera el régimen de competencia, es decir, las coordenadas en que deben actuar para lograr colocar sus productos con éxito en el mercado.
Las industrias o empresas tradicionales que no terminan de incorporar de manera generalizada la nueva tecnología o que no asumen la nueva forma de gestión de la mano de obra se encuentran en muy débiles condiciones a la hora de hacer frente a la competencia. De hecho, sólo tienen una alternativa para mantener cuotas de mercado, para ser competitivas: reducir al máximo los costes de producción o gozar de protección suficiente en su respectiva zona de influencia que permita subvencionar una producción más cara en términos relativos.
Puesto que esta segunda posibilidad no puede estar muy a la mano de forma generalizada la solución será reducir la principal componente de los costes totales en este tipo de industria tradicional: los salarios.
Cuando eso es posible, se puede mantener una cierta dinámica industrial tradicional en los países más desarrollados, aunque a costa de menos ingresos y peor calidad de vida para los asalariados. Pero lo normal ha sido y es que las empresas que se encuentran en estas condiciones tiendan a relocalizarse en las zonas geográficas donde el nivel salarial es más bajo (a veces hasta setenta veces más bajo para las mismas tareas) que en los países donde estaban instaladas antes.
En consecuencia, en los países de salarios más altos (o lo que es lo mismo, en los que habían gozado de mayor protección social, de más seguridad en el trabajo y de mejores condiciones laborales) se produce una «desindustrialización selectiva», esto es una pérdida de tejido productivo y un aumento del desempleo.
El problema es, sin embargo, que el traslado de la industria de carácter más tradicional a países del Sur no conlleva una mejora sustancial en la condición de los mismos. Unas veces, porque la operación la realizan empresas multinacionales que operan con precios de transferencia, de manera que los países receptores no se apropian de las ganancias reales del traslado. Otras, porque la operación provoca una competencia desenfrenada que lleva consigo una caída en los precios internacionales y, en consecuencia, de los ingresos percibidos. Y siempre, porque la nueva industrialización se basa en cualquier caso en salarios muy bajos e incapaces de generar la suficiente demanda interna que actúe de catapulta del crecimiento económico y garantía de una mayor satisfacción. Más bien sucede lo contrario: alienta la urbanización acelerada, el abandono de las fuentes de abastecimiento autóctono y el deterioro de los lazos de interacción social.
De esta forma, la situación en que quedan tales industrias tradicionales es causa de conflicto a nivel internacional y expresión de una contradicción evidente: desalientan el crecimiento en los países más ricos, en donde generan altos volúmenes de desempleo, no procuran el desarrollo real de los que las reciben, y exacerban, sin embargo, la competencia mundial, lo que se traduce en guerras de precios que finalmente expulsan a más empresas de los mercados.
Otras empresas o industrias se desenvuelven con un alto nivel de sofisticación en diseño y producción, pero no tienen una complejidad o dificultad suficiente como para quedar fuera del alcance de los nuevos productores. Por ello, pueden dedicarse a producir a gran escala con un notable contenido de nueva tecnología, pero con un gran peso de la mano de obra barata que es característica de los países de reciente industrialización con acceso a esa tecnología intermedia.
La estrategia de penetración en el mercado de las empresas de esta naturaleza puede sustentarse, entonces, bien en la capacidad de obtener una mayor calidad o un diseño más atractivo, bien en la disminución de precios que permite el régimen de bajos salarios y exiguos derechos laborales (lo que luego se condena como «dumping social»).
Generalmente, es esta última la dominante, porque la otra exige una gran inversión y disponer de mejor tecnología. Pero esto llega a ser tan prohibitivo que las industrias afincadas en países de altos salarios que no logran mejoras muy sustanciales en el diseño y/o en la producción no consiguen hacerse un hueco en mercados donde los precios vienen impuestos desde los países de reciente industrialización.
Por ello, la industria de esta naturaleza ubicada en países de salarios altos está condenada al fracaso, pues tampoco resulta fácil que pueda lograr su relocalización selectiva. Como dice Ohmae (1991, p. 138), «por mucho que se esfuerce por encontrar un paraíso estable, una compañía que emigre en busca de mano de obra barata, sólo logrará una vida semicompetitiva de cinco años». Por lo tanto, la consolidación de éstas industrias conlleva también, a medio o largo plazo, la desindustrialización en los países de salarios relativamente más altos.
Pero tampoco dejan de originar problemas a los países en donde se ubican por razón de los menores costes salariales. Normalmente, esta industria es, en palabras de Ohmae (1991, p. 140), «maquilladora»; es decir, que recibe componentes claves de los países más desarrollados, los transforma gracias a su base tecnológica semi-compleja agregando sobre todo mano de obra y los reexporta de nuevo a los países en donde se encuentra el tercer tipo de industria que analizaré después, las de muy alto componente de investigación y desarrollo.
Y, además, las industrias de estos países se enfrentan a un problema principal para dar el salto cualitativo que es de carácter endógeno. Es necesario un mercado interno potente como punto de partida de una industria exportadora, como demuestra el caso de los países más desarrollados. Pero ello es difícil de lograr, precisamente, sobre la base de salarios reducidos y, en consecuencia, de muy baja capacidad de compra.
Finalmente, se encuentran lo que llamaremos las empresas y/o nuevas industrias de alto valor añadido, es decir, las que son capaces de incorporar el innovación tecnológica más avanzada y las pautas de organización interna más apropiadas para lograr una combinación de costes óptima. Sus principales características son las siguientes: A) La sustitución de la competencia por disponer de nuevos productos por la encaminada a poner en práctica nuevos procesos que permitan la penetración más fácil en el mercado y a menor coste. B) La difusión muy rápida de la innovación tecnológica que no permite mantener durante mucho tiempo una posición ventajosa de monopolio tecnológico. C) La necesidad de posicionarse en el mercado mundial para ser competitivas, lo que obliga a constituir costosas redes de distribución internacional. D) Que al tratarse de empresas cuyo componente de mano de obra tiene un valor muy reducido (que generalmente se sitúa en torno al 10 por cien del coste total de producción), no se obtienen grandes ventajas de intentar reducir la componente salarial. Por ello, estas empresas no tienden a localizar su producción fuera de los países desarrollados, a veces ni tan siquiera la de sus componentes intermedios de mayor valor añadido. E) Por último, y para hacer viable la estrategia de mundialización de las ventas, la producción de estas industrias más avanzadas tecnológicamente se suele llevar a cabo constituyendo «redes», es decir en una organización sin fronteras. Esta característica es importante porque significa que se llevará a cabo -bajo las relaciones de propiedad vigentes- preferentemente en el seno de las grandes empresas multinacionales.
La dinámica muy competitiva que conlleva lo que acabo de señalar origina un proceso permanente de desaparición de las empresas menos eficientes, un ritmo vertiginoso en la innovación que obliga a destinar recursos muy cuantiosos a la investigación y al desarrollo (que o bien hipotecan los beneficios si los canaliza la empresa privada o aumentan los déficits públicos si los proporcionan los gobiernos) y, en suma, una situación de inestabilidad, de cambios en el empleo y de crecimiento económico «a saltos», como consecuencia de las rupturas permanentes a que se da lugar.
Además, los mercados internos se encuentran en una situación de franca debilidad. Como he señalado, la relocalización y los incrementos continuados de productividad generan paro, las políticas de control salarial impuestas para tratar de evitar el desplazamiento de la industria con mayor componente de mano de obra debilitan el gasto privado; y la «financierización» y el endeudamiento drenan recursos cuya disposición sería necesaria para impulsar la inversión y el gasto.
Si a ello se añade que se renuncia expresamente a impulsar la actividad económica por la vía de la demanda (sobre todo para soslayar cualquier compromiso de mayor protección social que pudiera derivarse) resultará que incluso los países más avanzados encuentran en su propio mercado interno un escollo fundamental a la hora de lograr el impulso necesario para hacerse un sitio definitivo en el nuevo orden económico.
Por otro lado, la necesidad de revitalizar el mercado interno también choca con la exigencia de alcanzar un grado suficiente de mundialización. Mientras que esto último requeriría que las industrias más dinámicas encontraran abiertas las puertas de los mercados internacionales, el fortalecimiento de los mercados internos invita a proteger las industrias nacionales menos avanzadas y a establecer bloques comerciales que actúan verdaderamente como compartimentos estancos del comercio mundial. Por este motivo, se incrementa el proteccionismo para evitar el lastre de la desindustrialización y el declive de los sectores tradicionales; pero eso, como ha señalado entre otros Gilpin (1987), es justamente lo contrario de lo que requiere la industria más innovadora, sobre la que realmente descansa el impulso principal de las economías.
Puesto que la dinámica de competencia exacerbada también afecta a los propios gobiernos que constituyen los focos principales de las decisiones mundiales (Japón, C.E., Estados Unidos), resulta que se produce una coordinación internacional insuficiente y una falta de liderazgo claro que provoca que la competencia mundial se produzca de manera muy desordenada, que el posicionamiento de las grandes empresas en los mercados se realice de forma agresiva, ocasionando caídas sustanciales en los márgenes de ganancias, y en un contexto general de gran incertidumbre.
– La amenaza de la creciente fragmentación social.
La generalización del desempleo y la disminución de los programas de bienestar social han generado estratos sociales sin ingresos salariales que han de refugiarse en el subsidio limitado en cantidad y tiempo, en la economía informal o, simplemente, en la delincuencia; pues, como ponen de manifiesto reiteradamente los estudios sobre pobreza, el desempleo sigue siendo el principal factor que la genera (Schiller 1989, pp. 44 y ss).
A ello hay que añadir la paulatina precarización del empleo y la generalización del empleo de baja calidad. La terciarización de las economías tiende a disminuir el empleo capaz de proporcionar ingresos suficientes a las familias para crear legiones de vendedores, camareros, secretarias, cajeros, aprendices y otros empleos sin cualificación y normalmente a tiempo parcial, cuyos salarios son comparativamente mucho más bajos. Lo que provoca que el momento de entrada en los mercados de trabajo de estos empleados sea también el de su inclusión en las estadísticas de pobreza.
Mientras que las políticas liberales consolidan, por un lado, a una minoría más o menos exigua de grupos sociales saciados, por otro multiplican el número de los colectivos de insatisfechos. Son éstos últimos los que forman las «familias desfavorecidas (que) se encuentran cada vez más marginadas y políticamente aisladas. No tienen «voz»; están dispersas e internamente diversificadas, compiten entre sí por unos recursos decrecientes y se ven también abandonadas por los partidos políticos de la izquierda. Se les empuja a la apatía o a la acción individualista y terminan por convertirse en un simple problema de «orden legal», al menos, cuando la pobreza y la marginación social no se concentran mucho en términos sociales o espaciales» (Mingione 1993, p. 541).
La fisonomía de nuestras sociedades es claramente dual. La opulencia y la insatisfacción conviven de momento en equilibrio, pero es evidente que esa polarización lleva en su seno el germen del desorden. No en vano, un economista tan consagrado como Galbraith (1992, p. 173) afirma que una de las amenazas que origina este tipo de políticas, que él llama de la satisfacción, las destinadas a privilegiar aún más a los ya satisfechos, es «la rebelión, en la forma que sea, de la subclase».
El problema principal de este fenómeno consiste en que la dualidad y la fragmentación no sólo llevan consigo un espectro cada vez mayor de malestar social o un deterioro incluso de la capacidad de generar demanda interna que no es de soslayar. Es que, además, pueden llegar a poner seriamente en cuestión el orden de los valores sociales en tanto que son una expresión explícita de que las bondades con que se arropa ideológicamente la política dominante no son sino señuelos, nunca realidades. Y en la medida en que eso llegara a generalizarse, las políticas conservadoras se quedarían sin interlocutores sociales a los que poder convencer, desnudas entonces de todo poder legitimador.
La estrategia para el bienestar. )Más de lo mismo con insatisfacción, o un cambio de rumbo hacia la necesaria transformación social?
En el contexto que acabo de analizar, las políticas socialdemócratas que sucumbieron ante la tentación liberal se enfrentan ya -y más aún en un futuro inmediato- a graves contradicciones.
El privilegio concedido a la política y a las instituciones monetarias independientes del poder ejecutivo (resultado de la nueva regulación monetaria que requiere la financierización de las economías), privará a los gobiernos de una importante capacidad de actuación en el ámbito de la política económica. En el supuesto previsible de que esta circunstancia será cada vez más determinante, se puede deducir que en el futuro se fortalecerá la «restricción monetaria», en palabras de Altvater (1994), a la que estarán sometidas las políticas de regulación económica nacionales. De manera que será aún más difícil que la estrategia reformista pueda ser percibida y asumida socialmente como una forma de interlocución política frente al sistema, esto es, como un contrapeso efectivo frente a la insatisfacción que deriva de él.
A tenor de lo que he señalado sobre las características del nuevo régimen de competencia y de las coordenadas en que debe realizarse el ajuste productivo, también creo que pueden deducirse limitaciones importantes para que la socialdemocracia «reconvertida» al credo liberal pueda mantener su coherencia como estrategia plausible y duradera.
No puede olvidarse que la razón de ser de toda estrategia reformista, la clave de su éxito en términos de aceptación social, radica en ser capaz de proporcionar un nivel de satisfacción que sea perceptible de manera inmediata por los agentes sociales. Se puede constatar fácilmente que sus momentos de mayor auge coinciden precisamente con aquellos en que se ha podido impulsar con éxito y equilibrio el crecimiento económico. En ese sentido, se podría decir que la perspectiva reformista, como la que corresponde a la socialdemocracia, se asienta con eficacia en la sociedad cuando la dinámica social responde a expectativas crecientes, mucho mejor que cuando éstas son limitadas.
En consecuencia, y si se tiene en cuenta que las tensiones inherentes a la «respuesta liberal» conllevan un alto grado de perturbación permanente y crisis recurrentes, resulta que la reconversión liberal de la socialdemocracia implica que ésta última se desprende también de su carácter de estrategia trascendente, connotación que le es es necesaria, sin embargo, para poder conformar en torno a sí un bloque social de apoyo permanente; lo que también es la condición necesaria para protagonizar el pilotaje de la acumulación y actuar como referente de la legitimación.
En particular, estas circunstancias afectan a dos soportes básicos de la estrategia socialdemócrata.
Por un lado, al aceptar el tipo de restricción monetaria que he señalado, se encuentra especialmente hipotecada la posibilidad de utilizar políticas de demanda, aquellas en las que se expresa más claramente la vocación compensadora en lo redistributivo del reformismo, y que, por lo tanto, facilitan la legitimación a su través.
Por otra parte, la asunción del criterio de redistribución en contra del salario, para facilitar así la reestructuración productiva que salvaguarda el beneficio, implica necesariamente invertir el discurso que es consustancial a la socialdemocracia: en lugar de tratar de reajustar el resultado desigual del mercado para procurar una distribución más justa de la renta, se debe pasar a abanderar una solución de reparto que viene a fortalecer la asimetría y la desigualdad que origina el mercado. Pero este cambio de perspectiva lleva consigo dos problemas fundamentales.
Por un lado, esa es una estrategia que, a la postre, no va a poder evitar los desequilibrios (déficits públicos), ni va a eliminar tampoco el problema cuya solución le sirve de coartada (el desempleo), porque los primeros son el resultado de tensiones estructurales que se originan, precisamente, por la creciente desigualdad en el disfrute, y porque el paro no es sólo consecuencia de la tensión salarial.
Por otro lado, la asunción de la alternativa de redistribución a favor del beneficio sitúa a quien la asume claramente enfrente de las demandas sindicales y, en general, de las aspiraciones del bloque asalariado; lo que inevitablemente derivará en el agotamiento del modelo de socialdemocracia liberal, toda vez que la única posibilidad que tiene una estrategia de esa naturaleza para asentarse socialmente radica en llegar a ser la expresión política de aquellos.
En suma, como dice Sharpf (1991, p. 332),
«Una política socialdemócrata y sindical que hubiera de poner su orgullo masoquista en ser capaz de organizar de forma más efectiva la redistribución económicamente necesaria en favor del capital de lo que serían capaces de hacerlo los propios capitalistas, puede que esté en condiciones de producir a sus protagonistas un cierto placer y alegría funcionales, pero no cabe duda de que de ella no podría deducirse ya ninguna visión de futuro, plausible y capaz de generar integración»
Finalmente, habría que señalar un fenómeno adicional que tiene que ver con el necesario cambio en el sistema de valores sociales que requiere la instrumentación de políticas liberales como las que vienen aplicándose en nuestro contorno.
El cultivo del individualismo, el desprecio de lo público y el rechazo de la política que lleva consigo, la banalización de los códigos morales de conducta ciudadana, la gubernamentalización, a lo sumo, de las prácticas solidarias y la contribución efectiva que desde los gobiernos se hace para propiciar un consumo cultural tan vacío de contenidos como carente de expectativas de cambio social, contribuyen a diseñar un ciudadano estanco y renuente a ejercer como parte de la acción colectiva, porque se la hace ajeno a la situación del otro. Justamente, el prototipo de ser social egoísta y ensimismado que se corresponde nítidamente con la dinámica de la competencia basada en la responsabilidad individual, la que no contempla la insatisfaccción generalizada como un problema colectivo. Resulta entonces que cuando la socialdemocracia cae en la tentación liberal termina forjando un ciudadano que apenas se va a sentir identificado con sus referencias ideológicas originarias y que le dan personalidad propia. Deja, pues, de ser socialdemocracia, para confundirse intrínsecamente con el proyecto liberal, convirtiéndose, entonces, tan sólo en el semillero que hará posible que éste germine, al final, sin socialdemócratas.
Ahora bien, si tiene sentido preguntarse sobre el papel de la socialdemocracia en la encrucijada económica actual es, justamente, porque ésta (en las diferentes manifestaciones partidarias del socialismo democrático) ha sido la expresión política de un bloque social específico, al que corresponden objetivamente las mismas aspiraciones sociopolíticas por encontrarse bajo un umbral semejante de satisfacción/insatisfacción. Y que, por tanto, tiende a identificarse con los proyectos que apuntan a conseguir la elevación de ese umbral de bienestar.
Lo que interesa entonces no es tanto el devenir de la estrategia socialdemócrata cuando ésta se desvanece al transformarse en un remedo de la respuesta liberal-monetarista, como la naturaleza de la estrategia que puede satisfacer efectivamente la demanda de bienestar de ese bloque social, es decir, las condiciones en que puede reconstituirse una expresión política del mismo que garantice su satisfacción y que, sin embargo, no llegue a ser una estrategia baldía o autoparalizante.
En este sentido, entiendo que habría que partir de dos grandes hipótesis.
La primera es que no es factible reproducir la solución de bienestar característica de los períodos pasados de crecimiento económico intensivo y autosostenido.
Esto es así, a mi parecer, por varias razones.
– Porque manteniendo las grandes coordenadas del actual modelo de crecimiento no es posible generar niveles de ocupación de pleno empleo. Porque el crecimiento económico, o está vinculado a actividades que sustituyen capital por trabajo y entonces no genera empleo, o, cuando lo genera, es que está basado en actividades muy poco productivas que proporcionan fundamentalmente empleo de baja calidad. En consecuencia, si se respeta la tónica de acumulación existente, se tendrá que soportar o una creciente fragmentación social o un desequilibrio financiero progresivo, lo que indica que será imposible la regulación social desde la óptica del bienestar general (en el más simple sentido de proporcionar ingresos que garanticen la satisfacción de las necesidades sociales elementales).
– Porque, en un contexto de perturbación más recurrentes, tampoco será viable la utilización de políticas estabilizadoras que permitan, al mismo, una redistribución correctora de la desigualdad y una recomposición eficaz de los desequilibrios macroeconómicos. Primero, por la más fuerte restricción monetaria que señalé; y segundo porque, al acortarse temporalmente el ciclo económico, al estrecharse la distancia entre la expansión y la crisis, las políticas de «enfriamiento» y «recalentamiento» de la actividad económica llegan a superponerse, ocasionando el efecto contrario al propuesto de contraponerse a las fases del ciclo. Esto es, que no se podrá conjugar la redistribución con la estabilidad.
– Porque las condiciones de reducción salarial en que se lleva a cabo la mundialización del régimen de competencia no permiten lograr una regulación «nacional» que garantice, simultáneamente, la inserción en el sistema global de intercambios y la generación de una demanda interna suficiente y soporte de la oferta interior.
– Finalmente, porque, incluso la hipotética posibilidad de lograr incrementos muy sustanciales en los ritmos de acumulación que permitieran soslayar las cuestiones anteriores se encontraría con una gran limitación (de la que no puedo ocuparme aquí con más detalle): la externalidad medio ambiental y la saturación de la base energética del sistema.
La segunda hipótesis se deriva de la primera. Si no es posible reproducir la solución típica de una expansión económica prolongada, resulta que deben encontrarse fórmulas alternativas si se quiere, no ya mejorar radicalmente, sino tan sólo recobrar los niveles de bienestar social anteriores. Y si, como he tratado de apuntar, la estrategia puramente redistribuidora (la que procura una distribución de las rentas secundarias más satisfactoria que la de las rentas primarias que genera el mercado) es inviable en las condiciones actuales, no puede concebirse un proyecto que se proponga sinceramente elevar el nivel de satisfacción social que no apunte, principalmente, a la intervención sobre la distribución originaria de las rentas.
En este sentido, se podrían indicar los siguientes seis grandes ámbitos de reflexión en torno a los que habría que diseñar los contenidos más concretos de una estrategia alternativa, posible y útil para lograr mayor satisfacción:
1. Los poderes de apropiación que constituyen hoy día el marco institucional de los intercambios de mercado (y no éste en sí mismo) son la principal fuente de desigualdad y, al mismo tiempo, la causa de que de él no se derive la eficiencia, sino el despilfarro.
Por tanto, es preciso establecer mecanismos de limitación de esos poderes, que no podrán proceder sino del Estado, en su sentido de no-mercado, de lugar de la preferencia colectiva. Sin embargo, hay que tener también en cuenta que el Estado no se sustraer necesariamente a la influencia de poderes de apropiación de idéntica naturaleza, lo que obliga también a replantear la forma en que se generan, se expresan y se hacen efectivas las preferencias sociales.
Esto implica replantear, desde la naturaleza de la intervención estatal hasta los mecanismos de control del gasto público, pasando por el diseño de políticas de cooperación interempresarial, o de nuevos mecanismos que garanticen la recaudación fiscal.
2. La creciente financierización de las economías, y la vinculación creciente de recursos a actividades especulativas y no productivas, es una expresión paradigmática del caracter despilfarrador e ineficiente del capitalismo en las condiciones actuales. Es impensable que puedan llevarse a cabo políticas de progreso que no terminen siendo autoparalizantes si no se aborda prioritariamente el control de los flujos financieros, bien estableciendo mecanismos de control («al dinero le pasa lo contrario que al hombre -dice E. Galeano-, cuanto más libre peor»), bien generando sistemas de incentivos que faciliten la aplicación de los recursos para la generación de riqueza productiva.
3. La única forma de conseguir en nuestras sociedades un estado de ocupación generalizada y que proporcione el ingreso necesario es la desmercantilización progresiva del trabajo, toda vez que los mercados laborales no pueden generar ya el pleno empleo.
Esto implica que debe profundizarse en el análisis/propuesta de fórmulas de «reparto del trabajo», de aportación de trabajo comunitario con remuneración, etc.
4. El régimen de los intercambios internacionales no puede limitarse a ser una simple imagen refleja del desorden de la mercancía. Debe regularse de manera que, primordialmente, se protega el desarrollo de las capacidades endógenas, lo que no tiene por qué limitar la búsqueda de la mayor libertad en los intercambios.
En particular, habría que considerar como punto de partida que una regulación más justa y eficiente del comercio mundial debería basarse en la recuperación de las economías más débiles, teniendo en cuenta, además, que esa debilidad ha sido sobrevenida, consecuencia del mantenimiento -la mayoría de las veces por la fuerza- de un sistema económico internacional que ha primado el expolio y que ha vuelto la cara siempre a la secuela de empobrecimiento que ha ido dejando.
5. La escasez no puede ser entendida como expresión de la imposible generalización de la abundancia, sino como la limitación que lleva consigo un sistema cuyo orden técnico y de propiedad tiende a agotar toda fuente de sintropía.
Esto implica replantear los modos de consumo, la desmercantilización de la protección del medio ambiente y, fundamentalmente, a considerar que hacer frente al condicionante de la escasez implica impedir la opulencia y el despilfarro.
6. Frente a los procesos de desintegración social, son necesarias estrategias de desfragmentación social que favorezcan el reconocimiento de lo colectivo como fundamento de la transformación social autogratificante.
Lógicamente, avanzar en estas líneas es ir algo más lejos de hasta donde alcanzan los planteamientos más convencionales; pero es que éstos suelen ser los que nunca miran de frente ni a la insatisfacción ni al padecimiento de tantos seres humanos y, en consecuencia, lo que terminan siendo, con demasiada frecuencia, verdaderos cómplices de las políticas que provocan del sufrimiento humano y el malestar social. Por el contrario, me parece que el riesgo de asumir un posicionamiento reflexivo más radical es la única garantía de lograr una acción social nítidamente transformadora, con verdaderas posibilidades de protagonismo en el futuro y de no terminar siendo una simple evanescencia de las políticas conservadoras, verdaderas causantes de la situación de frustración que afecta a la inmensa mayoría de la Humanidad.
Y, además, la única condición que permitirá a los que aspiran sinceramente a soluciones de progreso y satisfacción para la mayoría, que no tengan que limitarse, también frustrados, sólo a reivindicar el orgullo de tener ideales.
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