Publicado en Público.es el2 de abril de 2020
En el año 2001 la economía japonesa se encontraba por los suelos y el Banco de Japón respondió poniendo en marcha un plan de acción billonario con el fin de impulsarla. Consistía en realizar compras masivas de activos financieros (acciones, bonos privados o públicos…) que estaban en poder de los bancos comerciales. La actuación se denominó Quantitative Easing (QE) o Expansión Cuantitativa, aunque también se la conoció después como Flexibilización Cuantitativa. Tras ganar las elecciones en 2012, el primer ministro Shinzo Abe ordenó al Banco de Japón que las volviera a llevar a cabo.
La Reserva Federal inició su Expansión Cuantitativa en 2008, con un programa de compras verdaderamente colosal. Sólo en los primeros ocho meses de ese año creó más dinero para comprar activos de los bancos que habían provocado la crisis (940.000 millones de dólares) que todo el que había creado en los cincuenta años anteriores (840.000 millones) para que funcionara la economía. En los siguientes cinco años se gastó casi cuatro billones de dólares en esas mismas operaciones. En 2018 volvió a poner en marcha otro programa semejante y en 2009 ya consideró que esa sería una forma permanente de actuación para evitar que las bolsas, cada vez más inestables y peligrosas, se vinieran abajo. Hace unos días, cuando se percibió que la pandemia del coronavirus provocaría un problema económico gravísimo, se anunció otro nuevo programa masivo de compras. Primero de 700.000 millones de dólares, pero enseguida «por cantidad ilimitada».
El Banco de Inglaterra también ha realizado este tipo de compras masivas desde 2009, por valor de un billón de libras desde ese año, y ha anunciado nuevas operaciones por valor de 645.000 millones para hacer frente a los efectos del coronavirus.
En julio de 2012, en medio de grandes ataques de los fondos especulativos a las economías europeas más afectadas por la crisis, el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, se convirtió en el gran héroe de la Expansión Cuantitativa. El 26 de julio compareció ante la prensa y se limitó a decir: «El BCE está dispuesto a hacer lo que haga falta para preservar el euro. Y créanme, será suficiente». Con esas pocas palabras paró en seco los ataques y elevó a los cielos la consideración de estas políticas. Todo el mundo lo aplaudió pero yo me pregunté en un artículo si no sería más lógico juzgarlo por no haberlo hecho antes.
Más tarde, en 2015, el Banco Central Europeo ya asumió la expansión como un programa permanente y desde entonces ha realizado compras por unos 3,5 billones de euros. También ahora, como los demás bancos centrales, volverá a gastar, de entrada, 750.000 millones de euros en comprar títulos para combatir los efectos de la pandemia.
Todos esos datos muestran que los bancos centrales tienen una capacidad de crear dinero ilimitada y que la han utilizado cuando lo han creído necesario. ¿Con qué objetivo? El Banco Central Europeo lo explica muy claramente en su web:
«El Banco Central Europeo compra bonos a los bancos… lo que incrementa el precio de esos bonos y genera dinero en el sistema bancario… En consecuencia, muchos tipos de interés se reducen y los préstamos se abaratan… lo que permite a empresas y particulares solicitar más préstamos y pagar menos por sus deudas… Como resultado, el consumo y la inversión reciben un impulso… El aumento del consumo y de la inversión fomentan el crecimiento económico y la creación de empleo».
La justificación es buena y cualquiera que la lea se apuntaría sin reservas a este tipo de programas de expansión cuantitativa de los bancos centrales. El problema es que las cosas no funcionan realmente como dice esa cita del Banco Central Europeo y que sus efectos son bastante diferentes a los que proclaman sus impulsores.
No se puede negar que puntalmente han servido para impedir que se hundan las bolsas, que hayan caído economías enteras (como algunas europeas gracias a la intervención de Draghi) o para reactivar en alguna medida el crédito. Lo que ocurre es que eso no es todo lo que producen ni ha ocurrido siempre así.
¿Hemos de dar la enhorabuena a los bancos centrales por actuar de bomberos en las bolsas, cuando en realidad son quienes permiten que allí se produzcan incendios constantemente?
¿Aplaudimos a los bancos centrales por salvar, como Draghi, a las economías, cuando en realidad son quienes permiten que haya movimientos especulativos que las amenazan cuando ven la oportunidad?
¿Hay que felicitar a los bancos centrales porque le den dinero a mansalva a los bancos para que financien a la economía, cuando les están permitiendo que actúen como auténticos zombis y cuando esa financiación podrían proporcionarla mucho más barata ellos mismos?
Las compras masivas de títulos por los bancos centrales tiene otra cara de la que apenas se habla. Esconden, como si de un truco se tratara, que no son la mejor forma de hacer política económica y que benefician casi exclusivamente a los más ricos.
La mejor prueba de su fracaso es que sus diseñadores las concibieron como una solución temporal y de emergencia y, sin embargo, se han convertido en permanentes y cada vez más cuantiosas.
No voy a negar que realizar ese tipo de intervenciones de forma puntal sea necesario y positivo. Eso es evidente. Lo preocupante es que esos programas de compras masivas se están convirtiendo en una constante que tiene consecuencias bastante negativas, como ya se ha podido poner de manifiesto en investigaciones científicas, una vez que ha pasado algún tiempo desde que empezaron a realizarse.
Así, al aumentar la cantidad de dinero, reducen los tipos de interés, algo que no es necesariamente siempre bueno. Por ejemplo, porque las compras masivas hacen más rentables los activos de mayor riesgo, de modo que en realidad aumentan la peligrosidad de las bolsas, obligando a que los bancos centrales tengan que volver a hacer nuevas compras. También, producen desórdenes en los mercados de divisas que perjudican al comercio internacional. Algunos ven positivo que estas operaciones suban el precio de la vivienda y que así parezca que disminuye la desigualdad porque sube el valor de la riqueza de las familias propietarias, pero, por otro lado, dificultan que puedan disfrutarla los grupos sociales de menos renta. Y, lo que es quizá más grave, el dinero que ponen en manos de los bancos no va directamente a financiar a la economía. En gran parte ha servido para que acumulen nuevos activos, que luego van vendiendo de nuevo a los bancos centrales.
No es cierto, tampoco, que la inversión y el consumo dependan solo del interés de los créditos, como hemos visto que supone el Banco Central Europeo para justificar las compras masivas. Dependen, sobre todo, de otras circunstancia que tienen que ver más con la economía real que con la financiera. Lo que sí hacen los tipos de interés demasiado bajos es estimular la deuda que es, ¡qué casualidad!, el negocio de la banca.
El corolario de todo eso es que las intervenciones masivas de los bancos centrales para comprar títulos financieros han ayudado decisivamente a que aumente la desigualdad en los últimos años. Con ellas se busca, como hemos visto, que no se hunda su precio cuando cae después de que las operaciones especulativas lo hayan elevado artificialmente, y eso lógicamente beneficia a sus propietarios y no precisamente a la mayoría de la población: en Estados Unidos el 80% de los títulos los posee el 10% más rico y, a nivel mundial, el 50% de los activos financieros está en manos de quienes tienen más un millón de dólares de patrimonio, según el informe anual del Boston Consulting Group. Por tanto, los grandes beneficiarios de esas compras masivas que realizan los bancos centrales, como ahora en medio de la pandemia, son las personas más ricas.
Se ha demostrado que en Japón «sólo beneficia a los grupos de rentas más elevadas y que amplia la brecha entre estos y los demás». En Estados Unidos también se ha comprobado que la Expansión Cuantitativa aumenta la desigualdad, al menos, en un 25%. El Banco de Inglaterra argumenta que el efecto de su Expansión Cuantitativa fue bueno porque conservó el empleo y que la desigualdad era ya de por sí alta pero lo cierto es que, en Inglaterra, la renta del 10% de los hogares más pobres aumentó 3.000 libras y la del 10% más rico 350.000 en el periodo en el que la llevó a cabo. El Banco Central Europeo también sostiene que su expansión cuantitativa disminuye la desigualdad porque aumenta el empleo y aumenta ligeramente el precio de la vivienda. Un argumento que es bastante falaz. Si esa política monetaria expansiva fuese realmente la que es capaz de aumentar el empleo no se entiende que se siga sin incluir el objetivo de aumentarlo entre los del banco central. Y, en todo caso, algún trabajo empírico ha demostrado que el efecto principal de la expansión es el aumento de los precios de los activos que es el que aumenta la desigualdad y no el de impulsar la economía.
Al volver a realizar compras masivas de títulos financieros con la excusa de luchar ahora contra la pandemia, los bancos contrales vuelven a hacer ilusionismo delante de nuestras narices. Van a conseguir lo que ya consiguieron en momentos anterior: salvar a los grandes propietarios de riqueza financiera y a los bancos impulsando la generación de deuda que es el único motor que saben poner en marcha para movilizar a la economía. Algo tan peligroso como arrancar un coche poniéndole un misil en el tubo de escape.
Es hora de acabar con el truco. En lugar de darle el dinero a los bancos, a los fondos especulativos y a los grandes propietarios de riqueza financiera, los bancos centrales deben ponerlo directamente en manos de quien lo gasta en crear riqueza y empleo y no en especular. Y mucho más ahora, en medio de una emergencia sanitaria que quizá se convierta en económica poco después.