Publicado el 18 de abril de 2020
Ahora que hay en España un gobierno progresista y que nos encontramos de lleno en el inicio de una crisis que puede ser grave quizá sea un buen momento para reflexionar sobre el papel que tienen las empresas en los proyectos de transformación que pretenden llevar a cabo los partidos de izquierda.
Cualquiera que conozca su mundo y haya analizado con un mínimo detenimiento las ideologías, las propuestas políticas y la prácticas de las izquierdas, de las diferentes sensibilidades o corrientes de la izquierda en general, habrá detectado la escasa empatía e incluso el alejamiento que se da entre las ellas y el mundo de la empresa, también en general.
No se puede decir que la izquierda sea ajena a los problema empresariales. De hecho, resultará significativo comprobar que la palabra empresa salió más veces en los programas electorales de los partidos de izquierda que en los de la derecha en 2019: 87 veces en el del PSOE, 79 en el de Podemos, 55 en el del PP, 29 en el de Ciudadanos y sólo 12 en el de Vox.
A mi juicio, se trata más bien de que la militancia de izquierda suele considerar que los asuntos relativos a las empresa, si bien merecen atención a la hora de hacer políticas generales, pertenecen como a una especie de otro mundo distinto al de los intereses populares, de las clases trabajadoras, de los de abajo… o como quiera calificarse a la parte de la sociedad que las izquierdas consideran que representan más específicamente.
En algunas corrientes de izquierdas incluso hay animadversión explícita y hasta una actitud combatiente contra todo lo que tenga que ver con la empresa.
A mí me parece que esta actitud que en mayor o menor medida está casi siempre presente en el universo ideológico y simbólico de las izquierdas es el resultado de un error de comprensión bastante generalizado que trae consigo consecuencias muy negativas a la hora de poner en marcha las estrategias de transformación social que las izquierdas se proponen llevar a cabo.
El error se basa en asociar mecánicamente a la empresa en general con el capitalismo, un sistema que, con más o menos radicalidad, es el que se quiere superar por los socialistas o comunistas de diferente tonalidad, por el anarquismo o por cualquier otro matiz de las propuesta de izquierdas.
Es cierto que el capitalismo no podría existir sin empresas, pero exactamente lo mismo le ocurriría a cualquier otro sistema económico. Ni las empresas (con ese o con cualquier otro nombre) nacieron cuando comenzó a extenderse el capitalismo ni será posible que desaparezcan mientras los seres humanos tengamos que utilizar en común lo que tenemos a nuestro alrededor para producir los bienes y servicios que necesitamos.
Otra cosa es que en cada sistema económico las organizaciones que se encargan de producir los recursos y de distribuirlos respondan a una lógica u otra, que funcionen bajo tipos diferentes de propiedad o que actúen en un sistema de intercambio que también pueden ser distinto en cada momento histórico.
También es cierto que las empresas capitalistas son singulares y que en su seno se refleja el conflicto básico de nuestras sociedades, entre el capital y el trabajo. Al basarse la producción y distribución de lo que necesitamos en el trabajo asalariado, es decir, en la compra de tiempo de trabajo por los propietarios del capital, es inevitable que el valor total de todo lo que se produzca vaya a uno o a otro factor (el Estado puede apropiarse de una parte, pero acto seguido vuelve a repartirlo). Y de ahí el conflicto permanente para tratar de quedarse, cada uno, con la mayor parte de la tarta. Y la historia nos ha enseñado que si ese balance no se modula bien se producen desequilibrios y bloqueos que terminan minando tanto a las empresas en particular como a las economías en su conjunto.
Sin embargo, incluso en nuestra economía capitalista existen formas de empresas que no responden a la lógica dominante de capitalismo. Por ejemplo, las cooperativas o también muchas empresas que renuncian a todos o a parte de los principios o formas de funcionamiento típicos del capitalismo, en aras de asumir una alto grado de responsabilidad o compromiso con la sociedad, las personas o el medio ambiente.
Sé que nunca es bueno generalizar, pero yo me atrevería a decir que, consciente o inconscientemente y de manera más o menos explícita, las izquierdas han equiparado casi siempre a las empresas en general con todo lo malo del sistema económico capitalista que se desea superar o transformar y eso supone, a mi juicio, una limitación muy grande a la hora de tener éxito en esta pretensión de cambio social.
Incluso cuando se asume la importancia de las empresas para lograr la riqueza que hay que repartir del modo más justo posible, como se se supone que pretende la izquierda, se las considera como cosa de otros, extramuros de ella, y no como un instrumento propio para la política transformadora. Ni siquiera se suele ser consciente de que existen muchas empresas que responden a objetivos y formas de actuar que no sólo no concuerdan con los del capitalismo dominante, sino que anticipan una economía diferente y mucho más satisfactoria desde todos los puntos de vista.
Cuando eso ocurre, cuando los proyectos y las políticas de las izquierdas no asumen como algo propio el poner en marcha empresas de nuevo tipo, transformadoras, alternativas, y al mismo tiempo tratar de conseguir que las que ahora existen dispongan de sistemas de incentivos y facilidades que les permitan satisfacer de la mejor forma posible las necesidades sociales, creo que pierden una gran oportunidad y que lastran su capacidad efectiva de transformar la realidad.
Si las izquierdas no crean o no promueven otro tipo de empresas, otra manera de organizar la producción y la distribución de los recursos que necesitamos para vivir les están diciendo a la sociedad que la única manera de hacerlo es la capitalista.
Si las izquierdas siguen considerando como extramuros todo lo relativo al mundo de la empresas, al final termina destilándose un discurso, un lenguaje y una práctica social que no sólo no empatiza, sino que incluso violenta a quienes viven en el mundo de la empresa. Y no sólo a ese ese uno por ciento súper rico que se queda con todo sino a millones de personas que sacan día a día sus empresas quizá con más esfuerzo, con más sufrimiento y mayor renuncia, en un mundo empresarial dominado por las grandes corporaciones, que las clases trabajadoras en sentido estricto a las que emplean. Es decir, a aliados imprescindibles para hacer posible la transformación social a la que se aspira.
Además, el error del que vengo hablando impide que las izquierdas hagan suyos valores que mueven a las empresas, capitalistas o no, y que no sólo no son intrínsecamente negativos por el hecho de cultivarse allí, sino que quizá sean fundamentales para promover el cambio social al que se aspira. Valores que muy a menudo se echan en falta en el seno de la izquierda en una época en la que, como dijo Anthony Guiddens, es la que es esta última quien se ha hecho conservadora y la derecha revolucionaria. Me refiero, por ejemplo, a valores como la innovación, espíritu de equipo, asunción de riesgo, proactividad, sentido de la estrategia, competencia, capacidad de adaptación, sacrificio, eficacia, realismo… sin los cuales no puede funcionar bien una empresa exitosa, en el mejor sentido del término, y que sería deseable que fueran asumidos, con las matizaciones que hagan falta, en el conjunto de los comportamientos sociales.
Finalmente, cuando las izquierdas no son capaces de entender el papel central de las empresas en el progreso social y eso se traduce en un lenguaje y en proyectos que no las incluyen activamente, resulta que le resultará mucho más difícil conseguir apoyos para sus políticas de transformación. Se pueden presentar sólo propuestas como la elevación del salario mínimo, la creación de un ingreso mínimo vital o de gasto social en cualquiera de sus manifestaciones como medidas que benefician sólo a los trabajadores o a las personas más necesitadas o, por el contrario, también como beneficios que van a tener acto seguido las empresas en su conjunto puesto que prácticamente la totalidad del dinero que se gaste en todo eso se va a convertir casi inmediatamente en más ventas empresariales.
Afortunadamente, las actitudes y las propuestas están cambiando en las corrientes de izquierdas más avanzadas. Cada día se comprende mejor que es imprescindible que existan formas de producción y distribución, organizaciones (empresas) que funcionen con eficacia, innovación y plena adaptabilidad al mundo en el que vivimos sin necesidad de perseguir exclusivamente y a cualquier precio el máximo lucro privado. La protección de estas empresas y su impulso debiera ser una prioridad de los gobiernos progresistas. Y cada vez hay más propuestas imaginativas y rigurosas para tratar de corregir lo que de malo hay en los modelos empresariales del capitalismo de nuestro tiempo. Las propuestas de que Thomas Piketty realiza en su último libro Capital e ideología, o las nueva formas de comportamiento empresarial que viene promoviendo la Economía del bien común, inicialmente concebidas por Christian Felber y ya con un buen número de iniciativas y experiencias concretas, son una buena muestra de ello.
Sin empresas no es posible que haya ni economía ni sociedad. Considerar, en general, que forman parte de otro mundo distinto al de la reforma social que persigue la izquierda es un error que bloquea cualquier proyecto de cambio.
2 comentarios
Gracias por esta interesante reflexión que nos obliga a repensar y recomponer apriorismos y opiniones establecidas
La situación que señalas es debida a que la izquierda está contaminada desde hace tiempo por el virus del progresismo postmoderno, que la ha reducido al ridículo al oprobio y al descrédito social. «Capitalismo» ha pasado de ser un término que hacía referencia a un sistema económico concreto basado en la reproducción del capital y su hegemonía respecto a los otros dos factores de producción, insumos (es decir, naturaleza) y trabajo… a un concepto vago con que referirse a «lo que no mola». De hecho, he visto usarse «capitalismo» en contextos, en los que podría ser perfectamente intercambiable por «modernidad». La alternativa al «capitalismo» sería pues una especie de égloga bucólico-pastoril en versión perroflauta, para el consumo de una sociedad urbana acomodada. Un mundo mítico que cualquiera con dos dedos de frente comprende que, de realizarse, sería una distopía de miseria. Operes el sistema económico que operes, no se puede renegar de la tecnificación (hoy robotización e IA) o de la especialización del trabajo. La alternativa es volver a los tiempos de miseria, hambre y brutalidad de nuestros abuelos.
En resumen, la izquierda ha sustituido el rigor expositivo (a veces pecaba de demasiado ardua) y la coherencia ideológica por un batiburrillo de «luchas» identitarias, importadas y maltraducidas de centros tan obreros y revolucionarios como Yale o Harvard. Con Foucault nos han dado el cambiazo, y donde antes había clases ahora hay categorías sociales predeterminadas.