Publicado en La Opinión de Málaga. 18-7-2004
Los avances científicos y tecnológicos que disfrutamos en tantos aspectos son tan extraordinarias que parece innecesario pensar globalmente acerca de la dirección en la que se encamina la investigación y la innovación en nuestros días. Sin embargo, lo que está ocurriendo en realidad es que sus consecuencias son tan ambivalentes en la mayoría de los casos que cada vez resulta más urgente que la sociedad establezca una ética de la innovación, que suscriba una especie de nuevo contrato social en virtud del cual se pudiera regular democráticamente el uso de los recursos comunes y la naturaleza de los efectos que el desarrollo tecnológico puede tener sobre la vida humana.
Un caso especialmente importante es el de la investigación en biotecnología y, más concretamente, su aplicación en los sectores productivos para lograr producir recursos comercialmente más atractivos.
Como es sabido, la aplicación de las tecnologías informáticas a las ciencias de la vida ha permitido desarrollar nuevos campos de conocimiento, fundamentalmente encaminados a descubrir las claves de la vida y de su reproducción. Hoy día se está en condiciones de replicar el ADN, de lograr mutaciones o conseguir especies híbridas, mutaciones o incluso auténticas clonaciones de organismos vivos de todo tipo.
Estos avances pueden permitir indudables mejoras en la calidad de vida, avances sustanciales en la lucha contra enfermedades antes incurables y obtener más o nuevos recursos para satisfacer las necesidades humanas de todo tipo.
Las grandes empresas que lideran estos increíbles avances científicos tratan de vincular estos avances exclusivamente a sus efectos benéficos olvidando generalmente que, en la mayoría de los casos, se están asumiendo riesgos y produciendo efectos muy negativos sobre muchas naciones y sobre colectivos sociales amplísimos.
Esto último está ocurriendo específicamente en el caso de la producción agrícola. Con la excusa de que hay que incrementar la producción y aumentar los rendimientos se desarrolla enormemente la obtención de productos genéticamente modificados que sustituyen cada vez más a los cultivos tradicionales.
Se dice que los nuevos cultivos tratados genéticamente permiten elevar la productividad gracias a que proporcionan más rendimientos y porque son más resistentes, obtener productos de mayor calidad o de estética más atractiva para los consumidores y extender las superficies de cultivo ya que se crean como más resistentes a plagas o insectos. La búsqueda de esos rendimientos es lo que ha extendido el negocio de los cultivos transgénicos en todo el mundo, gracias a las inversiones masivas de las grandes empresas y al apoyo de los gobiernos. Y el elevado volumen de negocio es lo que ha permitido que se produzca una gigantesca concentración empresarial de manera, por ejemplo, que sólo diez grandes empresas agroquímicas controlen más del 80% del mercado, y el 10% de las empresas del sector el 40% del mercado de semillas, el 45% del negocio farmacéutico o el 47% del veterinario.
La expansión de este nuevo tipo de agricultura comienza a generar en muchísimos países auténticos monocultivos, lógicamente no orientados hacia el interior del país sino hacia el exterior, que traen consigo problemas variados y muy importantes.
En primer lugar, resulta que en realidad no están logrando los incrementos de rendimiento que prometían. Lo que implican es menos mano de obra, una agricultura sin agricultores. Y tampoco suponen menos costes, sino que comienza a comprobarse que ocasionan mayores gastos por superficie cultivada.
En segundo lugar resulta que desaparecen los cultivos libres y los agricultores se hacen muy dependientes, tecnológica y económicamente, de las empresas que les venden las semillas o los herbicidas. Uno de los «avances» más espectaculares de la biotecnología vegetal es la creación de las llamadas semillas «terminator» o suicidas que incorporan una toxina que les impide reproducirse, de manera que, alterando el ciclo y la lógica naturales de la vida, obligan a los agricultores a adquirirlas para cada cosecha.
Las Naciones Unidas han calculado que esta nueva dependencia afecta a agricultores que alimentan a unos 1.400 millones de personas, lo que significa que la extensión de cultivos transgénicos más caros, con menos capacidad de creación de empleo y sustitutivos de la producción orientada a los mercados internos es un claro factor de inseguridad alimentaria para una parte muy grande de la población mundial. Puesto que el negocio que buscan las empresas es la venta de semillas, de herbicidas y de otros productos semejantes se incentiva la producción dando lugar a una oferta excesiva y descompensada que baja los precios, aunque tampoco eso es suficiente para que los países más pobres puedan competir adecuadamente por culpa de las subvenciones o de los controles más estrictos de los países ricos. La cuestión es que no es verdad el principio que está sirviendo de excusa para el desarrollo de estos cultivos: la necesidad de alimentar a una población creciente e insatisfecha. Se trata de una mentira colosal de las grandes corporaciones biotecnológicas porque lo cierto es que su estrategia de innovación no está dirigida a satisfacer más sino a ganar más dinero vendiendo sus productos, como prueba el hecho de que la inseguridad alimentaria no esté mejorando en el mundo a medida que avanza la producción de este tipo de cultivos. La alimentación de todo el planeta no requiere más producción de engorde animal (destino al que se dirige el 80% de este tipo de cultivos) sino una mejor y más justa distribución de la riqueza y los ingresos. Y eso por no hablar de los riesgos ambientales y sanitarios que están asociados a un tipo de producción agrícola que, en aras de su rentabilización inmediata, no tiene las garantías mínimas. Algunos organismos internacionales calculan que la implantación de este tipo de cultivos en los países más pobres les supondrá unos costes tan elevados como los que han tenido que soportar a causa de la deuda externa que los ha venido arruinando. Eso no parece preocupar a las grandes compañías que, por el contrario, se disponen a convertir a la producción de transgénicos en el gran negocio del siglo XXI. Las consecuencias económicas, sociales, políticas y morales son tan gigantescas que es imperioso que los gobiernos pongan límites a la codicia en lugar de convertirse en cómplices de quienes puestos a ganar dinero no respetan ni a la propia vida