Publicado en Público el 4 de junio de 2020
Hay tres sesgos del conocimiento, tres grandes errores que pueden limitar gravemente la eficacia de las medidas para combatir una pandemia como la que estamos viviendo y que, por tanto, pueden hacer que sus daños sean mucho mayores. Si somos capaces de evitarlos, tendremos mucha más probabilidad de acabar antes y mejor con cualquiera de ellas.
El primero es creer que se trata de problema que afecta a todas las personas por igual.
Me parece que sobre este error no hay mucho que decir. El simple ejercicio de mirar a nuestro alrededor nos permite comprobar los efectos tan diferentes que tiene la propagación de un virus como el de ahora: no todo el mundo pierde su empleo y hay quien lo pierde pero tiene patrimonio para aguantar durante largo tiempo sin problemas, se puede teletrabajar en casa o no disponer de los medios más elementales para hacerlo, hay quien tiene personas a su servicio y quien tiene que multiplicar las horas dedicadas al trabajo doméstico, en muchos países no todas las personas tienen igual acceso a los servicios sanitarios, las viviendas son muy diferentes, de modo que el confinamiento puede ser una época de gozo o un verdadero infierno, hay quien dispone de conocimientos y tiempo para ayudar en la enseñanza de sus hijos y quien no puede hacerlo y, por supuesto, las condiciones físicas y de salud de partida son muy diferentes en cada uno de nosotros.
Esas diferentes circunstancias no sólo afectan desigualmente al bienestar personal de cada individuo, sino que inciden en la magnitud de la pandemia, en su letalidad, en los brotes que pueda tener, en su alcance. Y, siendo todo eso así, resulta que las medidas para combatirla no pueden ser lineales ni las mismas para todas las personas. No haber puesto personal de apoyo educativo a las familias sin recursos, por ejemplo, traerá unas consecuencias, no diré que decisivas pero sí muy importantes y que se irán manifestando gravemente a lo largo del tiempo, para miles de familias.
Si apenas tenemos consciencia de las diferencias que hay entre los seres humanos, de la enorme desigualdad que nos afecta en la normalidad, si cuando todo va bien apenas nos preocupamos por el impacto tan asimétrico que tienen cualquier medida de política económica, mucho más difícil resulta que tengamos en cuenta su efecto desigual cuando nos encontramos en medio de la calamidad o la emergencia.
No aprendemos, no nos damos cuenta de que tratar igual a los desiguales agranda cada vez más las brechas que tan injusta e injustificadamente nos separan a unos seres humanos de otros. Ni siquiera las desgracias colectivas nos hacen despertar del egoísmo que nos impide entender que dejar atrás a una parte de la humanidad es condenarnos a todos, antes o después, por igual. Y no tener presente este efecto desigual es la semilla de la que brotan, con mucho más fuerza en las pandemias, la xenofobia, el racismo, el machismo… esa estupidez que nos lleva a pensar que podemos salvarnos solos, que podemos sobrevivir a la desgracia sin ir de la mano del otro.
El segundo error quizá sea más sutil y todavía menos tenido en cuenta. Se trata de creer que los efectos de una pandemia, el mayor o menor daño que produce y las posibilidades de combatirla con eficacia tienen que ver simplemente con su naturaleza sanitaria.
Sabemos, por ejemplo, que las epidemias son más mortales en los países con democracia más o menos avanzada que en las dictaduras, según mostró un análisis del semanario The Economist (aquí). Y no sólo eso. Un investigador español que trabaja en la Universidad de Pensilvania, Mauro Guillén, ha analizado brotes epidémicos en 146 países desde 1995 y su conclusión sobre los factores de los que depende la mayor mortalidad que sigue a las pandemias va mucho más allá (aquí).
En su opinión, la mayor transparencia, responsabilidad y confianza pública que se dan en las democracias «reducen la frecuencia y la letalidad de las epidemias, acortan el tiempo de respuesta y mejoran el cumplimiento de las personas con las medidas de salud pública» pero «la democracia no tiene efectos sobre la probabilidad y la letalidad de las epidemias». Por el contrario, Guillén estima que son más influyentes la capacidad de intervención que tengan los Estados y, sobre todo, la desigualdad.
La intervención del Estado sería como un baluarte que puede influir sobre la generación y los efectos nocivos de las crisis sanitarias y la emergencia que producen, mientras que la desigualdad económica es el factor que los exacerba.
De su investigación se deduce que los países que disponen de estructuras gubernamentales más fuertes y sólidas sufren menor número de epidemias y que, cuando las sufren, se producen con menos casos y menor número de muertes.
Por su parte, la desigualdad es el factor que puede empeorar las condiciones en que se dan las pandemia, lo que aumenta su frecuencia y escala y, sobre todo, el número de casos que se producen.
Las experiencias de España o Italia en esta pandemia tienen, así, un perfecto encaje en el análisis de Guillén: la mayor desigualdad que se da en estos países, la menor capacidad de intervención de la que han dispuesto sus gobiernos y, sobre todo en nuestro caso, la intervención estatal fragmentada explicarían que la pandemia se haya producido con mayor gravedad que en otros países de nuestro entorno.
El tercer error está en gran medida relacionado con los anteriores. Se tiende a creer que la propagación de un virus y la pandemia que puede seguirle son hechos naturales, como podrían serlo un terremoto, la erupción de un volcán o el choque de un asteroide. Algo que depende de leyes o circunstancias que quizá podamos llegar a conocer pero que están fuera de nuestro control y que no podemos evitar que se produzca. Pero no es así. Nuestra forma de vida influye en la producción y, sobre todo, en la difusión de las enfermedades como la Covid-19, así como el modo en que organizamos nuestra vida social, económica y política determina -según acabo de señalar- la expansión, el daño y las posibilidades de aliviar o acabar con una pandemia.
Sin ánimo de exagerar, creo que puede decirse con todo fundamento que, hoy día, nuestra forma de producir y consumir es pro-pandémica. Nos saltamos las leyes de la naturaleza para producir de modo más intensivo y rentable, no consumimos lo que mejor satisface nuestra necesidad sino lo que nos pone por delante la industria que sólo busca incrementar el beneficio monetario, generamos y acumulamos más deshechos y basura de lo que gastamos en satisfacernos, rompemos los equilibrios básicos de la naturaleza, contaminamos el medio natural del conjunto de las especies, provocamos mutaciones…
Nuestro modo de vivir, nuestra civilización de patas arriba, está al borde de conseguir que la enfermedad y las pandemias sean, principalmente, un producto social al que, de seguir así, quizá dentro de poco no podamos hacer frente con un mínimo de éxito y seguridad: la desigualdad creciente las va a multiplicar en número y en mortalidad y, debilitada o incluso desmantelada la democracia para poder mantener el privilegio en el que se basa ese modo de vida, nos tendremos que enfrentar a ellas con creciente impotencia, con gobiernos sin recursos, impotentes y con las manos atadas.
Sabemos, pues, cuáles son los errores en los que no podemos caer y las armas con las que podemos vencer con salud y bienestar a los virus y pandemias que están por venir: democracia, Estados inteligentes y con recursos suficientes para intervenir con diligencia, mucha menos desigualdad y un modo de producir y consumir más saludable y acorde con las leyes de la naturaleza.