Hace ahora casi un año se desencadenaba un problema en el Reino Unido cuya dimensiones auténticas todavía no están del todo claras. Me refiero a la llamada crisis de las «vacas locas» que ha sido analizada recientemente en un trabajo que vale la pena glosar del profesor chileno José Miguel Vera, becado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y que ha visitado recientemente nuestra universidad.
La enfermedad que se conoce con este nombre es en realidad una encefalopatía llamada espongiforme porque, a causa de la acción de una proteína defectuosa, se llega a perforar el cerebro dejándolo realmente como una esponja. La enfermedad provoca descontrol, temblor en las ovejas o «locura» en las vacas y lleva inexorablemente a la muerte después de un proceso acompañado de pérdida de peso, degeneración cerebral, pérdida de coordinación automotriz y de memoria y de un estado demencial que deriva en conductas totalmente dislocadas.
Aunque se conocían casos de estas encefalopatías desde años atrás, su número alcanzó cifras desorbitadas en el último decenio: aproximadamente ciento sesenta mil casos en Gran
Bretaña.
Sin embargo, el problema más grave, con serlo, no fue solamente el elevado número de vacas afectadas en este tiempo, sino la aparición de este tipo de enfermedad en seres humanos
asociada a la del ganado.
Efectivamente, en los años noventa se comenzó a detectar en Gran Bretaña que una encefalopatía de las mismas características que la sufrida por el ganado y llamada de Creuztfeldt Jakob, que cursa con síntomas y resultados de demencia precoz semejantes, se daba de manera completamente atípica en personas menores de cuarenta años. Y sorprendentemente, el cuarenta por cien de los casos se daban en el condado de Kent, justamente donde años antes había aparecido el «mal de las vacas locas».
Varios científicos habían llamado gravemente la atención, sobre todo, acerca del hecho de que la enfermedad podía estar siendo contagiada por vía de ingesta. Hasta tal punto el problema alcanzaba seriedad que el propio Primer Ministro debió reconocer el 21 de marzo pasado que no podía descartarse la posibilidad de contagio de la encefalopatía que afectaba a la cabaña británica.
Las primeras demandas fueron de eliminación radical de los animales potencialmente afectados, lo que comportaba unos costes extraordinariamente elevados que nunca fueron asumidos por las autoridades británicas. De hecho, nunca se aceptó la posibilidad de diezmar la cabaña, lo que de suyo equivale a admitir que la producción de carne y también de sus derivados (desde lácteos a piensos o cosméticos, pasando por productos farmacológicos, casquería o subproductos para hamburguesas y comida rápida) sigue introduciéndose en los distintos mercados, ya que hasta hace muy pocas semanas, y parece que sólo de forma experimental, no hay manera de reconocer la enfermedad si no es post mortem.
Curiosamente, a medida que se han hecho públicas algunas opiniones de científicos que abundaban en la posibilidad de contagio, las autoridades británicas han ido encontrando mayor
apoyo en sus colegas de Europa y Estados Unidos y, además, consiguiendo que el problema tenga cada vez menos eco en los medios de comunicación. El Gobierno español, por ejemplo, proponía a través de la Ministra Loyola de Palacio medidas de control radical perjudiciales, como lógicamente debía de ser, para Gran Bretaña. Casualmente, el Gobierno británico realizó inmediatamente después una oferta de uso del aeropuerto de Gibraltar, oferta más bien tímida si se tiene en cuenta la magnitud del contencioso de la Roca, pero que parece que bastó para que nuestro Gobierno aliviara sobre la marcha la presión y fuese totalmente receptivo de las tesis de sus colegas británicos.
Cuál es problema de fondo de la enfermedad de las «vacas locas», y cómo es posible que no se hayan adoptado medidas mucho más transparentes y efectivas?, ¿Cómo es posible que no se ponga un freno radical a un problema sanitario que pudiera ser de enorme extensión?
Entre las causas que pudieran haber desencadenado la patología parece que puede encontrarse el hecho de que las vacas se hubieran alimentado con harinas animales, particularmente con carne de ovejas deficientemente esterilizadas, o sencillamente con piensos procedentes ilegalmente de ejemplares infectados.
Hay que tener en cuenta que gracias al uso alimentario de las grasas animales las vacas pueden alcanzar su peso máximo en un tercio de tiempo del que necesita la que se alimenta de pasto, o que pueden conseguirse incrementos del 60 por cien en el rendimiento de las vacas lecheras.
Al fin y al cabo eso es lo que nuestra sociedad de mercado nos está demandando a cada momento: mayor rendimiento, más productividad, beneficio.
Y el verdadero problema es que cuando se construye un orden social cuyo motor principal es el afán de lucro desaparecen los incentivos para que la gente y las empresas miren a su alrededor para echar cuentas de los costes sociales que se van provocando o de las pérdidas a largo plazo que tendrán que soportar las generaciones venideras. O, sencillamente, para comprobar que su privilegio provoca incluso la muerte de muchas personas.
Desgraciadamente, en nuestro mundo dominado por el mercado las empresas no pueden tener buen corazón, las que dejan de ser competitivas, esto es, las que no ganan suficiente dinero
(pues no otra es la medida de su éxito), terminarán desapareciendo de los mercados.
El caso de las vacas locas no es el primer caso conocido de patologías provocadas por el afán desmedido de lucro (aunque, por definición, no puede haber afán de lucro que no sea desmedido). Piénsese, sin ir más lejos, en el aceite de colza, en la venta de sangre infectada en Francia, en la venta en Africa de leche en polvo de una conocida marca, o quien sabe si en el próximo escándalo de la dioxina en alimentos.
Lo que quizá haya sido característico de este problema es el amparo de los gobiernos, la falta de transparencia, tal y como acaba de señalar el prestigioso semanario The Economist y, sobre todo, la pasividad durante mucho tiempo de las autoridades, quizá porque se enfrentaban a procesos que se consideran habituales en este tipo de industrias.
Y es también típico que los avances técnicos se pongan al servicio directo del beneficio capitalista sin mayores miramientos, con independencia de cualquier juicio moral que tienda a evitar muchos de sus efectos perversos, como tantas veces sucede en la industria alimentaria que en lugar de organizarse para la satisfacción humana se orienta sencillamente a la obtención de la rentabilidad privada.
Nuestra época conoce el mayor nivel de innovación tecnológica y la mayor disposición de recursos de toda la historia. Pero batimos también el récord de la frustración. E incluso el récord de muertes generadas sencillamente por la avaricia de una minoría privilegiada que, al amparo de la ética inmoral del máximo beneficio, ha conseguido doblegar para su favor la voluntad de los gobernantes e incluso la confianza de aquellos de quienes se aprovecha. Nunca el ser humano fue tan enemigo de los propios seres humanos. Definitivamente, los locos somos nosotros.