En E. Moyano y M. Pérez Yruela (coords.) «Informe Social de Andalucía (1978-1998)». I.E.S.A. Córdoba 1999.
La economía andaluza de los últimos años ha registrado cambios muy notables. En realidad, toda la economía mundial y la sociedad de todo el planeta viven una era de grandes transformaciones que afectan, al mismo tiempo, a las instituciones políticas, a la estructura económica y a la vida social en su conjunto, a los valores y a las pautas de comportamiento cotidianas de los individuos y de todos los grupos sociales. Puede decirse con razón que no hay ámbito de nuestra existencia que no se haya sometido a una tremenda pulsión de cambio en las últimas décadas. El mundo ha cambiado y está cambiando de lógica, de hábitos, de ideas dominantes y de formas de organización. Se han modificado las pautas de producción y las formas de consumo. Se han transformado los modos de ganar mercados, las fórmulas que permiten tener éxito o, sencillamente, los protocolos que nos permiten relacionarnos unos con otros. Precisamente, la propia transformación que vivimos, y dentro de ella la de la economía andaluza, se caracteriza porque es imposible entenderla sin percibirla en su globalidad, porque es una transformación que afecta fundamentalmente a los modos y a los procesos básicos de toda nuestra vida social.
Pero, como suele suceder en todas las épocas históricas, la vorágine de los cambios y la retóricas de quienes más se benefician de ellos tienden a generar simplificaciones de la naturaleza real de los procesos y a esconder sus consecuencias finales. Hoy día, pareciera que sólo combinando términos como mercado, globalización, competitividad y aldea global, entre muy pocos más, pudieran definirse ya las estrategias que permiten salir a regiones como Andalucía, y al mundo entero, de una postración económica que viene de muchos años atrás.
En la creencia de que esa retórica nada de bueno tiene, sobre todo para los espacios más desfavorecidos como el andaluz, en este breve ensayo me propongo destacar las lógicas que afectan a la economía andaluza y sus tensiones internas, así como realizar una lectura quizá distinta a la que suele predominar de los horizontes a los que le conviene aspirar.
Una época de cambios
En el campo específico de la economía puede percibirse muy claramente cuál ha sido la matriz de cambio dominante en los últimos años, cuáles han sido las tendencias que han sostenido y sostienen los procesos económicos.
Por un lado, se ha incorporado de manera general una nueva base tecnológica que ha permitido sustituir el régimen lineal de la producción en masa por otro basado en la versatilidad, en la automatización, en la flexibilización y en la fragmentación. En su virtud, la ventaja comparativa, la competitividad, no vendrá dada por la economía de la reproducción de la industria tradicional (basada en la obtención de productos más baratos), sino por la economía de la invención y organización de nuevos procesos. Las nuevas tecnologías de la información, además, facilitan el ahorro de mano de obra y procuran una nueva forma de organizar el trabajo. La posibilidad de segmentar los procesos productivos permite que los intensivos en trabajo y con menor capacidad de generación de valor añadido puedan desplazarse a espacios de salarios más bajos o, simplemente, utilizar mano de obra local muy descualificada y barata (como ocurre en el caso de los servicios), mientras que en los procesos de alto componente de valor el trabajo se transforma: requiere una mayor cualificación y se presta en condiciones de alta versatilidad, autonomía y codeterminación. Se genera, así, un nuevo tejido productivo en las economías capitalistas cuyas características principales son el peso del valor inmaterial o intangible, la disminución de la escala de los procesos, la exigencia de trabajo altamente cualificado, la sujeción a la regla de la innovación permanente, la integración de los sistemas de producción y organización y la demanda de grandes y costosas infraestructuras para la información.
Por otro lado, y para facilitar que las empresas y el sistema productivo en general estuvieran en condiciones privilegiadas de financiación y disfrutaran de plena libertad a la hora de hacer frente a esos cambios, se ha modificado el entramado institucional y la forma de regular las economías. La generalización de los nuevos espacios productivos, la incorporación de las nuevas tecnologías de la información y, en general, la consolidación del nuevo régimen de producción como el que estamos viviendo demanda la desaparición de restricciones al intercambio, la mayor flexibilidad institucional, la plena movilidad y, en fin, la consolidación de un único espacio económico en donde capital y recursos puedan fluir con la mayor libertad.
Y, al mismo tiempo, toda una serie de circunstancias que no es posible ni necesario desarrollar aquí (endeudamiento, crisis monetaria, crisis industrial, pérdida de consenso social, agotamiento de los mercados,…) hicieron inservibles los modelos de regulación de tipo keynesiano de la época anterior, al mismo tiempo que requerían nuevos principios y nuevas estrategias de regulación y de gobierno. Fue necesario modificar la lógica de la intervención pública en la economía para procurar el contexto que favorezca más fácilmente el desarrollo de los procesos de transformación. De ahí el cambio de la estrategia fiscal, la desregulación, la reversión al ámbito privado de actividades rentables bajo dominio público, la modificación de marcos legales, etc. Todo lo cual implica una nueva pauta distributiva, ahora desentendida del pacto de rentas anterior, para poder favorecer la recuperación del beneficio y de la inversión privada, así como para drenar recursos públicos que financien la costosa reconversión productiva. El eficaz desenvolvimiento de esta nueva forma de regulación macroeconómica requiere mucho más automatismo, más independencia de sus operadores e incluso un verdadero distanciamiento de las condiciones en que se desenvuelve, por utilizar el término keynesiano, el mercado de bienes y servicios, lo que ha motivado el menor control público y democrático de sus operadores, así como un enorme «macroeconomicismo» a la hora de definir y aplicar la nueva política económica.
Un ámbito tecnológico tan flexible, versátil y de difusión planetaria y un régimen institucional que implanta la plena libertad de movimientos del capital traen consigo inevitablemente la permanente disipación de los límites espaciales. La supranacionalidad es ya una constante de los flujos y de los procesos económicos, de manera que ninguno de estos puede concebirse de manera independiente en el interior de cualquier frontera.
Por último, el nuevo orden tecnológico consagra al sector de la comunicación en uno de los pilares del orden social. La industria cultural extraordinariamente diversificada y rentable permite la generación de códigos que pueden ser transmitidos transversalmente y recibidos en cualquier lugar del mundo. Se ha podido, así, homogeneizar las categorías o las claves esenciales del pensamiento de manera que, en cualquier lugar del mundo, se toman como inexcusables las mismas referencias intelectuales: mercado, competitividad, economía-mundo, individualidad, tecnologización,… constituyen los códigos referenciales y omnipresentes de un nuevo lenguaje muy distinto al de la época inmediatamente anterior (Estado, solidaridad, rentas, desarrollo…). Se trata del lenguaje homogéneo del neoliberalismo que gobierna la aldea global y en cuya virtud se explica, se racionaliza y se justifica, al mismo tiempo, el universo de la producción y el microcosmos de la individualidad.
Es obvio que Andalucía no ha sido ajena a estos cambios y a esta dinámica de transformación tan espectacular. Cualquier observación de su realidad económica y social muestra de la manera más evidente la profunda mutación que ha protagonizado nuestra tierra. El panorama urbano, la dotación de infraestructuras, la formación humana, el simple paisaje social ahora ya plenamente equiparable a cualquiera de los núcleos más desarrollados del planeta, su capacidad de autogobierno, en fin, cualquiera que sea el aspecto que se quiera tomar como referencia nos llegará a mostrar una sociedad distinta, que ha cambiado y que cambia. Que ha sido capaz de generar actividad y que no sólo no parece haber perdido la comba de los tiempo, sino más bien todo lo contrario.
Si se consideran, entonces, estas tendencias como la referencia ineluctable del futuro, como las vías por donde efectivamente habremos de transitar, no cabe duda de que los retos que debe afrontar nuestra economía y nuestra sociedad estarían muy claros. De hecho, los últimos documentos oficiales y analistas muy reconocidos tienden a considerar que tal es lo adecuado. Se considera, a la luz de las lógicas de cambio dominante, que lo que precisa Andalucía es incorporarse a los mercados globalizados, fomentar los comportamientos individuales y el espíritu de empresa, renunciar a la protección pública para hacer descansar la satisfacción social en la dinámica del mercado. Se trataría de generar impulsos que llevaran a la economía andaluza en esa senda de transformación estructural basada ineluctablemente en la competitividad, en la liberalización, en el impulso de las relaciones de mercado y en el suministro de las condiciones idóneas para el capital privado que busque nichos de rentabilidad, enclaves con costes favorables o ventajas de localización.
Sin embargo, me parece que estos discursos no sólo no suelen plantearse los efectos sociales tan negativos de la lógica neoliberal que ha inspirado esos grandes cambios sino que, además, tienden a considerarla inmutable. Olvidan, por regla general, levantar el velo y contemplar el verdadero rostro de nuestras economías.
La otra cara del Aprogreso@ neoliberal
Los procesos a los que acabo de referirme constituyen, efectivamente, grandes tendencias a las que se somete hoy día el desarrollo de nuestras sociedades y de nuestras economías. Se interpretan generalmente como los hilos conductores de los grandes fenómenos de transformación que estamos viviendo y las referencias que hay que tomar inevitablemente en consideración cuando se quiere articular estrategias para el futuro que no quieran situarse fuera de la realidad, que no sean ajenas al pulso que mueve la economía de nuestros días. Comúnmente, sin embargo, no se suele hacer referencia, al menos con semejante ponderación, a una serie de procesos paralelos que acompañan a las mencionadas tendencias pero que, desde mi punto de vista, son igualmente esenciales para poder dilucidar los elementos determinantes de las opciones de desarrollo futuras.
El primero de ellos es que la estrategia de política económica dominante en estos últimos decenios ha sido de carácter deflacionista, orientada preferentemente a lograr la estabilidad de los precios y a contener el crecimiento de la oferta monetaria, lo que ha implicado un evidente deterioro de los «grandes números» de las economías occidentales y un freno permanente a la expansión de la actividad productiva: las tasas de crecimiento del PIB, los ritmos de creación de empleo, las tasas de crecimiento de la Formación Bruta de Capital son menores que en la época anterior, por muy buena que haya sido la evolución de la tasa de beneficio en nuestras economías. Además, es una evidencia que los momentos de crisis financieras y económicas son cada vez más abundantes y recurrentes en los últimos años como consecuencia, por un lado, del irracional descontrol de los movimientos financieros especulativos y, por otro, de la progresiva renuncia a ejecutar políticas económicas de intervención activa.
Por otro lado, y a pesar de lo que suele afirmarse generalmente, la evidencia empírica nos muestra que nuestras economías no está tan globalizadas como se cree. En la Unión Europea, por ejemplo, el volumen de importaciones procedentes de países subdesarrollados ha disminuido en los últimos años respecto al consumo interno total y, según datos de P. Krugman, sólo el 1,2% del PIN de los países de la OCDE provienen de países subdesarrollados. En realidad, se opera con conceptos empíricamente muy discutibles pero a partir de los cuales se adoptan estrategias de control salarial, del gasto público y debilitamiento del Estado de Bienestar que provocan graves daños sociales y no contribuyen a dinamizar el gasto y la actividad económica. Lo cierto, y a pesar del discurso retórico prevaleciente, es que se han multiplicado las barreras al comercio, si bien eso no ha sido tanto entre países como entre grandes bloques. En puridad, sólo los flujos de capital se encuentran sometidos a un verdadero régimen de libertad, pero ello, lejos de provocar tan sólo efectos beneficiosos, constituye uno de los problemas más graves que hoy padece la economía mundial, pues la hipertrofia de los flujos financieros drena recursos de la actividad productiva para orientarlos preferentemente a la especulación, lo que es especialmente grave para los espacios, como el andaluz, más necesitados de capital orientado a la creación de riqueza.
Una consecuencia fundamental de todo esto es, precisamente, la evidencia indiscutible de que en los últimos años se han incrementado las diferencias sociales, entre el mundo rico y el mundo pobre, entre el centro y la periferia, entre las zonas y los individuos más desarrollados y los más desfavorecidos. En la Unión Europea, sin ir más lejos, había 30 millones de pobres en 1.970 y hoy día más de 57 millones. También en Europa aumentaron las diferencias regionales, de manera que las regiones más pobres, como Andalucía, no se pueden acercar al nivel de bienestar de las más ricas, lo que da idea de que el proceso de globalización no afecta, ni mucho menos, de la misma manera a todo el mundo.
Estos problemas, y otros no menos graves sobre los que ni tan siquiera puedo llamar aquí la atención sobre (como el deterioro ambiental, la extremada asimetría en el uso de los recursos tecnológicos nada coherente con las condiciones aparentes de globalización tecnológica, el crecimiento compulsivo de la productividad, el propio desarrollo vertiginoso de técnicas que no atienden más necesidad que la que ellas mismas generan, el deterioro educacional de gran parte de la población, la fragmentación social y el incremento de la vulnerabilidad de colectivos sociales cada vez más amplios) reflejan la otra cara de un mundo en aparente estado de progreso vertiginoso y en el que se nos quiere hacer creer que la mayor competitividad y la incorporación en los mercados globales son las circunstancias que resuelven los problemas de los ciudadanos.
No es aceptable, pues, olvidar que el modelo de crecimiento que imponen las políticas neoliberales dominantes tiene efectivamente estas contraluceses, muchas tensiones internas y graves contradicciones que terminan por generar lastres muy importantes para el desarrollo económico integrado e integrador al que lógicamente deberíamos aspirar.
Y muy particularmente, eso no debería olvidarse cuando se analiza la situación de economías periféricas y atrasadas como la andaluza que, lógicamente, no ha podido ser ajena a esas lógicas generales ni a los efectos negativos que la acompañan.
Así, nuestra economía ha mostrado tasas de crecimiento económico muy favorables durante algunas fases, pero ha sufrido también las caídas de actividad más fuertes del último cuarto de siglo, lo que indica que ha quedado afectada por la dinámica deflacionista generalizada. De hecho, el inmenso cambio social, económico y político que ha vivido Andalucía no le ha permitido mejorar de manera sustancial su posición relativa en el conjunto español.
Prácticamente todas las macromagnitudes muestran que no mejora la posición relativa de Andalucía, salvo en muy poco la Renta Familiar Disponible. Y esto último como consecuencia de una entrada relativamente mayor de transferencias (aunque, por cierto, en menor cantidad per capita que otras regiones más desarrolladas) y a la menor carga impositiva, lo que en realidad revela más bien la pérdida de fortaleza endógena y una mayor atonía productiva. Variables muy significativas, como el ahorro personal, empresarial o público, el gasto privado, la dotación de infraestructuras, el gasto en I+D, el valor añadido bruto, las retribuciones salariales, etc. muestran una evolución relativa desfavorable en los últimos años, a pesar de la magnitud de los cambios que podemos percibir con toda nitidez e, incluso, a pesar del enorme esfuerzo inversor de algunas etapas, o de las ventajas que ha significado la coincidencia de este periodo con la consolidación del estado de Bienestar en España.
Igualmente, el análisis sectorial indica que se agudiza un desgraciado proceso de desespecialización y de desarticulación productiva y, por supuesto, que nuestra economía no es capaz de reducir sustancialmente la espectacular brecha existente entre nuestra tasa de paro y la nacional o europea. Es más, a pesar del gasto tan enorme que ha realizado nuestra administración autonómica, las desigualdades han disminuido muy poco, y menos que en el conjunto nacional, manteniéndose todavía bolsas demasiado grandes de pobreza, cercanas al 30% de la población en algunas provincias o a la mitad de la población en las comarcas más deprimidas. Es muy significativo, por ejemplo, que entre el 30 y el 40 por cien de la población, según sea el estudio, afirmen que viven peor que hace unos años. Así, la Encuesta de Presupuestos Familiares de 1991 mostraba que sólo el 28 por cien de los andaluces reconocía vivir mejor que hace diez años y sólo
un 9 por cien mejor que el año anterior. Es igualmente sintomático, por ejemplo, que las retribuciones salariales, que constituyen la principal fuente de ingresos de la mayoría de la población, representen hoy día la menor proporción de las rentas totales de los últimos veinticinco años.
Hay una general coincidencia entre los especialistas a la hora de reconocer que, ni en las mejores fases del ciclo económico, cuando se han registrado tasas de crecimiento más elevadas, Andalucía no no sólo no dispone de suficientes impulsos endógenos para generar actividad y empleo, sino que incluso está perdiendo su ya de por sí escasa capacidad productiva interna, bien porque la lógica de especialización imperante desarticula los espacios periféricos, bien por la penetración extraordinaria de empresas multinacionales, bien por la concentración en los espacios más ricos que afecta a los sectores que podrían actuar como motores de la economía andaluza.
Pero ello no puede explicarse, para ser coherente con quienes defienden las tesis más liberales, sin contemplar la naturaleza global del modelo en el que se incardina la economía andaluza. Es completamente irrisorio pensar que el marco exterior (político, económico y social) de la economía andaluza sea la solución de todos sus males y que, sin embargo, nada tenga éste que ver con los problemas que le afectan. Es una simplificación demasiado grosera considerar que los mercados oligopólicos mundiales, la competitividad exacerbada, el sometimiento a las políticas deflacionistas, el ánimo incontrolado de lucro o la explotación irracional de los recursos naturales son los horizontes a los que debe aspirar la economía andaluza y no, como es mucho más lógico, pensar que ese modelo general de intercambios es lo que la condena, como a otros tantos espacios más vulnerables, a la postración, al atraso y a la dependencia.
Andalucía, una vez más en la encrucijada
Las tendencias que hoy día gobiernan los procesos económicos tienen una derivación fundamental para los espacios, las empresas, las instituciones y las personas. La dinámica de acumulación intensiva, de innovación permanente, de movilidad vertiginosa de los recursos, de competitividad exacerbada y de competencia oligopólica conlleva un riesgo permanente de desplazamiento y de expulsión de los mercados, un peligro continuo de distanciamiento entre los focos más dinámicos y los menos avanzados.
Eso es lo que explica que en las dos últimas décadas, y a pesar de tónica aparente de tensión compulsiva y generalizada en la actividad y en los mercados, se hayan agrandado las diferencias entre regiones y naciones y que el propio mundo empresarial haya visto modificarse de manera rotunda su composición, su estructura y sus pautas y estrategias de comportamiento.
Actualmente, la lógica de producción y distribución que se desenvuelve bajo las tendencias que he apuntado más arriba impone requisitos muy concretos para que las economías pueden mantener la vertiginosa velocidad de crucero que demanda la nueva naturaleza del régimen de intercambios.
Por un lado, deben estar en condiciones de basar el crecimiento de la actividad económica en mercados internos muy potentes, en un sector industrial de elevada productividad y alto valor añadido, en una buena capacidad exportadora y, todo ello, en el seno de sociedades capaces de ofrecer confianza, homogeneidad y capital humano suficientes.
Por otro, deben disponer de una base técnica de vanguardia, capaz de proporcionar el medio ambiente adecuado para la gestión eficaz de la innovación y para garantizar continuas economías de integración y proceso.
Por último, deben alcanzar las ventajas suficientes en productividad (gracias a la mejor dotación de estructuras de apoyo al crecimiento o a la capacidad de generar mayor valor añadido), calidad (gracias a la innovación de procesos) o coste (más bien en la periferia gracias a niveles salariales más bajos o disponibilidad privilegiada de ciertos recursos estratégicos) que les permitan competir en los respectivos ámbitos de comercio de manera no sólo simétrica, sino privilegiada respecto a sus competidores.
Lógicamente, no es fácil que éstas condiciones se reúnan con la deseable generalidad, entre otras cosas porque sólo pueden darse en situaciones globales de suma cero, ya que las dotaciones necesarias para articular las bases de partida no pueden sino destinarse a usos que son alternativos.
Mi modesto punto de vista es que, si se considera a la economía andaluza como un todo, e incluso a la economía española en general, resulta muy difícil pensar que nuestra estructura productiva llegue a disfrutar de las condiciones necesarias para poder alcanzar una posición competitiva tan potente como resultaría necesaria para estar en la punta del desarrollo industrial y comercial de nuestro entorno más inmediato.
Además, sucede, sencillamente, que el efecto global de este tipo de inserción (como enclave) en su entorno económico es claramente insuficiente, por no decir que frustrante, toda vez que a medida que se da com mayor intensidad se fortalece la desarticulación, la desespecialización y la deslocalización que hoy día afecta a nuestra estructura económica.
La grave problemática actual de nuestra economía deriva de que, desgraciadamente, Andalucía no está en condiciones de competir con otros enclaves regionales europeos mucho mejor dotados históricamente y con unas ventajas de salida quizá ya insuperables. Y, al mismo tiempo, tampoco puede competir con espacios mucho menos desarrollados, culturalmente más atrasados y cuyos mercados internos son mucho más débiles. Esto último implica que es igualmente una quimera considerar que las estrategias basadas principalmente en la reducción de costes salariales (de suyo ya mucho más reducidos que los correspondientes a los espacios con los que preferentemente compite), en la flexibilización o en la apertura radical a los mercados exteriores pueden ser una base sólida para garantizar transformaciones estructurales en el futuro.
Eso no debe interpretarse como una expresión de pesimismo histórico, o simplemente de falta de confianza en los resortes endógenos de nuestra economía. Es el resultado de considerar que las distancias originadas por el modelo de crecimiento que compartimos en lo que se refiere a recursos, infraestructuras, innovación y desarrollo, etc. (y que son bien conocidas) no pueden reducirse si no se modifica, precisamente, la propia pauta del modelo de crecimiento.
Tampoco eso quiere decir que la economía andaluza no pueda tener papel alguno en la actual dinámica de acumulación que vivimos. De hecho, es obvio que nuestra economía ha sido y está siendo capaz de convertirse en un enclave atractivo para actividades productivas de vanguardia y, en general, para mantener una pulsión económica suficiente, que se manifiesta en la consecución de tasas de crecimiento del PIB relativamente aceptables, al menos en las fases de expansión del ciclo.
Es más, de lo antedicho se deriva una exigencia principal: Andalucía no puede permitirse perder la más mínima oportunidad de atraer capital o generar actividad económica, bien que ésta se genere en las condiciones de asimetría que lleva consigo el modelo de crecimiento dominante.
Nuestra economía hace frente, al mismo tiempo, a las tendencias centrífugas y distanciadoras del entorno más desarrollado en el que se encuentra y a las centrípetas de los espacios que atraen inversiones gracias a su menor desarrollo. Y entre esas dos fuerzas debe tratar de acomodarse con la reducida capacidad de movimientos que proporciona, se quiera o no se quiera, un modelo de crecimiento como el que hoy día predomina en el espacio económico del que formamos parte.
De una manera gráfica, podríamos decir que es mucho más apropiado que la economía andaluza se dote de mecanismos de defensa frente a una dinámica de crecimiento global que le va a resultar (que le resulta) normalmente agresiva, que tratar de incorporarse desguarecida en un vendaval donde las tendencias destructoras son mucho más fuertes que las creadoras, por emplear términos schumpeterianos. Sólo de esa forma podría ser posible, al mismo tiempo, evitar el efecto adverso de un modelo de crecimiento por definición desfavorable para los espacios más débiles y tomar posiciones que puedan favorecerle y favorecer al mismo tiempo contratendencias adecuadas frente al mismo.
Precisamente, un problema principal que ha afectado muy negativamente a la evolución reciente de nuestra economía ha sido la permanente indefinición, o mejor dicho, la práctica ausencia de criterios sostenidos sobre la estrategias de futuro que deben marcar el norte de nuestra economía, la confusión con que se ha afrontado ese marco de por sí contradictorio, pero inevitable. Ni los agentes económicos, ni la administración autonómica, ni las organizaciones sindicales, ni la sociedad en general se han planteado con coherencia y con perdurabilidad cuáles son sus propios horizontes. Así, hemos pasado sin apenas solución de continuidad de considerarnos casi el último enclave feudal necesitado de una especie de moderna desamortización civil a calificarnos como la California de Europa.
Me parece, por el contrario, que un requisito esencial a la hora de afrontar los retos estructurales del futuro es partir con realismo de la situación periférica, dependiente y atrasada de nuestra economía y nuestra sociedad. Lo que no equivale ni puede llevar, sin embargo, a la adopción de actitudes pasivas y claudicantes. Todo lo contrario.