Basta con pasear a menudo por nuestro Paseo Marítimo, a costa en estos días de tener que hacer una parte del recorrido esquivando los coches pues hay que bajarse de la acera, para darse
cuenta de hasta qué punto Málaga descuida su patrimonio más universal.
Los Baños del Carmen, una de las encrucijadas que a mí me parecen más bellas de la ciudad, se encuentra abandonada, sin ofrecerse al malagueño como un lugar de encuentro que podría ser paradisíaco, evocador de otros tiempos y balcón inigualable a la bahía. Más allá, el viejo Restaurante Antonio Martín, en otra esquina de difícil parangón, languidece sin que la iniciativa privada o la municipal sean capaces de demostrar que en Málaga hay algo más que negociantes avispados.
Después, el Puerto. O mejor dicho, la frontera entre Málaga y su puerta al mar. Un muro que se levanta como el gigante que intercepta la salida del malagueño hacia su natural contorno
marinero. Lugar inaccesible en vez de espectacular espacio donde podría enriquecerse la vida de una ciudad que nunca supo mirar hacia sí misma.
Y entre medias, el Parque. Ajeno a su propia belleza natural se convierte tan sólo en un simple momento ruidoso, en una expresión lamentable de la incultura de lo veloz y de lo volátil que
la mayoría observa, si acaso y de pasada, tras el cristal neurótico de su automóvil.
No parece que Málaga eche cuentas de cómo se consume su propio paisaje, ni parece que advierta que se desvanecen los espacios que antes fueron el signo más bello de su existencia.
He oído muchas veces la cantinela de las diferentes administraciones afectadas como causa principal de la falta de proyectos y, sobre todo, de la permanencia del Puerto como espacio acotado. Francamente, me cuesta trabajo pensar que el grado de incompetencia de las autoridades respectivas hubiera llegado tan lejos como para que esa circunstancia no se haya podido resolver en los últimos años.
Más bien tiendo a pensar que ha predominado una concepción del espacio urbano muy ajena a la realidad, sin la sensibilidad necesaria para detectar la auténtica demanda ciudadana, en donde se puede encontrar la fuerza necesaria para acometer proyectos ilusionantes, y que ha desconocido, por demás, las condiciones en que hoy día se puede crear riqueza movilizando, al mismo tiempo, espacios, infraestructuras y recursos humanos.
Las autoridades municipales de la pasada etapa, y muy particularmente el antiguo Alcalde, parece que sólo sabían desenvolverse al frente de proyectos grandiosos, del coste más elevado posible y con la monumentabilidad más espectacular. Justamente los más difíciles de realizar, los menos útiles para la ciudadanía y, precisamente por ello, los más innecesarios.
Si se hablaba de Baños del Carmen o del Puerto tenía que ser necesariamente pensando en fabulosos puertos deportivos, hoteles de gran lujo e inversiones cuya magnitud lógicamente se
correspondiera con tan faraónicos sueños.
Resultaba al final que nada de ello era factible, porque no se atendía al signo real de los tiempos, sino a un discurso huero a pesar de su ampulosa apariencia.
Málaga debe reconquistar sus espacios y su paisaje para que reverdezca el sentir de ciudadanía que la hizo gloriosa en otras épocas. Para ello es necesario dibujar en la ilusión colectiva
proyectos que encandilen y llamen a la participación de los malagueños.
Aunque pueda parecer paradójico, me parece que la situación política actual del Ayuntamiento es propicia para abordar este tipo de asuntos, que deben tener que ver, sin embargo, con algo más que cofinanciar arreglos catedralicios.
Se habría de partir de la base de que Málaga puede explotar con especialísimas garantías de éxito una auténtica infraestructura para el ocio ciudadano, pero que ello sólo puede hacerse realidad si se procuran con inteligencia y sentido de la modernidad las condiciones que permitan cristalizar con eficacia las iniciativas y las empresas ciudadanas, no sólo los negocios de los más espabilados.
Pero este punto de partida, que puede parecer muy elemental, creo que no siempre se ha interpretado correctamente. No tiene sentido dar respuesta a la demanda de ocio en nuestra ciudad mediante una oferta que requiera inversiones gigantescas, y resulte luego tan cara que no esté al alcance de la población, o sencillamente que ni tan siquiera tenga mercado más allá del evento circunstancial. Es un error tan grave como perverso, por ejemplo, querer ganar el Puerto para la ciudad para instalar entonces infraestructuras o instalaciones a las que de hecho, la gran mayoría no accederá sino, a lo sumo, como mero espectador.
En lugar de ello, se trata de propiciar que surja, en los espacios que deben haber sido dispuestos para ello adecuadamente, un tipo de oferta mucho más plural, a partir de inversiones poco cuantiosas y más intensivas en trabajo, y que se corresponda con los usos actuales de los ciudadanos (o de los consumidores si se quiere una expresión más mercantil). Pero que, al mismo tiempo, permita modificarlos en la medida en que no sólo se generan mercancías, sino también, y quizá sobre todo, cultura.
No debe pensarse en las grandes obras, sino que hay que favorecer más bien los microproyectos; en vez de concentrar su desarrollo, descentralizar al máximo la capacidad de actuación, y, siempre, evitar que el Ayuntamiento -como el conjunto de las instituciones-, en lugar de dedicarse a eliminar barreras y favorecer condiciones para la actividad, se erija tan sólo en un carísimo y majestuoso constructor de castillos en el aire.
Y, desde luego, no pueden aceptarse por más tiempo razones de competencia administrativa, si es que verdaderamente las hay, por encima de los enquistamientos personales.
Yo pediría a los munícipes una reflexión comprometida que lleve a propuestas concretas sobre los lugares emblemáticos que he señalado arriba y que signifiquen un compromiso para reconciliar a Málaga con su paisaje y con su espacio. Esta es la única forma de conseguir que la disfruten sus ciudadanos y, a la vez, que se cree cada vez más riqueza.