No cabe duda de que Andalucía ha conquistado metas que hace pocos decenios hubieranparecido inalcanzables y que han cambiado de manera radical la faz de nuestra tierra. Como también es cierto que aún permanecemos atrasados respecto a nuestro entorno más próximo y que el esfuerzo de los últimos años no ha sido suficiente para superar el retardo que se manifiesta en ámbitos tan distintos, pero tan expresivos de la modernidad, como la inversión en ciencia y tecnología o en educación o el menor consumo relativo de productos culturales.
Es verdad que en Andalucía ha habido que hacer un esfuerzo mucho mayor que en otras comunidades para suministrar bienes públicos básicos de los que habíamos venido careciendo en mayor medida y que eso ha venido lógicamente en detrimento de otras políticas más favorables a la creación directa de valores de mercado. De hecho, está de moda en círculos liberales criticar y repudiar las políticas redistributivas andaluzas, a las que consideran como el origen de todos nuestros males pero sin reconocer, sin embargo, qué panorama ofrecería hoy día nuestra sociedad de no haberse llevado a cabo, o que los países más avanzados del mundo y con mejores resultados económicos son precisamente los que cuentan con políticas redistributivas más potentes. No es verdad que el problema de Andalucía sea, como afirman los liberales, que se reparte demasiado, sino que llevábamos muchos decenios sin que apenas se hubiera repartido.
Con ese balance contradictorio nos toca hacer frente a una nueva época de cambios cada vez más acelerados, a un mundo que de nuevo se modifica con rapidez e incluso compulsivamente. La incorporación de una nueva base tecnológica provoca cambios en la economía, en la sociedad, en la política, en la cultura y en la vida cotidiana a los que hemos de acostumbrarnos y, sobre todo, a los que hemos de aprender a gobernar para que no seamos de nuevo meros agentes pasivos de los cambios que ocurren a nuestro alrededor.
Entramos en una época en donde las nuevas posibilidades técnicas de utilizar la información y el conocimiento y su corolario, la organización en red de todas las actividades humanas, nos
obligan a disponer de actitudes, de aptitudes, de habilidades y de incentivos muy diferentes a los que nos hacía utilizar la sociedad más lineal que nos deja.
Se trata de una nueva realidad social que nos obliga a adaptarnos al cambio constante, a la movilidad permanente, al reciclaje continuo, al uso cotidiano de nuevos artefactos, a lógicas tecnológicas en permanente mutación, a la expresión reticular y por tanto más difusa y etérea de todas nuestras representaciones sociales, a la modificación casi instantánea de nuestros referentes vitales, a la mutación de los espacios territoriales, a la disipación de los espacios políticos… en suma, a una nueva realidad cuyo patrón más representativo sería, seguramente, el cambio vertiginoso y el valor cada vez más central del conocimiento.
Todo ello implica plantearse retos ineludibles en el ámbito educativo, en el empresarial o en el de la gestión pública para lograr que la utilización que hagamos de nuestros recursos humanos y materiales se acomode a estas nuevas exigencias de la que pomposamente llamamos la Nueva Sociedad de la Información o del Conocimiento.
Todo ello es cierto, pero nada de ello tiene sentido si no se es consciente, exactamente al mismo tiempo, que lo anterior responde a una lógica dominante que en demasiados aspectos es
radicalmente indeseable.
La sociedad de la información tan abundante y omnipresente es, sin embargo, la sociedad de la incomunicación y la soledad humana; el avance tecnológico que nos deslumbra resulta ser a la postre un avance guiado por intereses puramente mercantiles y a veces sencillamente bastardos; la innovación es el motor de las economías, pero se concentra en sectores olipolizados que la utilizan para fortalecer su posición de privilegio en el mercado; alabamos el cambio constante, pero junto a él aparece la inseguridad, el riesgo y la ansiedad permanente de las personas normales y corrientes que no tienen grandes patrimonios para cubrirse las espaldas; nos maravilla hablar de una Nueva Economía, pero ocultamos que provoca crisis económicas cada vez más recurrentes y que se basa en especulación generalizada y completamente improductiva; nos subyugan la informática y las telecomunicaciones pero resulta que sólo están al alcance de las minorías sociales más favorecidas.
Encandilados por un horizonte de tecnología, de conocimiento y de información sin límites, no caemos en la cuenta de que, justo cuando se han ido consolidando estas nuevas realidades que tanto nos llaman la atención, las desigualdades se han ampliado brutalmente en el mundo y que los seres humanos nos vemos reducidos cada vez más a la mera condición de mercancías.
Es preciso, pues, que nos enfrentemos a este nuevo horizonte modernizador sin dejarnos llevar por las inercias que impone la lógica de los poderosos. Hemos de ser capaces de entender y convencernos de que es preciso gobernar el cambio histórico en el que entramos. Hay que rechazar la idea de quienes simplemente nos dicen que hemos de aspirar a estar en la Sociedad de la Información, como si esa fuera la única e inevitable estación de llegada o como si con eso fuese suficiente.
Lo mismo que no debemos admitir que más tecnología sea más gasto militar, más telecomunicación más control de la información, o más conocimiento menos democracia y menos participación, hemos también de asumir que los procesos históricos no responden a una lógica ineluctable que no pueda cambiarse y que no están asociados indefectiblemente a los valores del lucro y del mercado que son los que hoy gobiernan la Sociedad de la Información y del Conocimiento que nos quieren presentar como único plato del menú.
Andalucía no sólo necesita ser más moderna, si eso va a significar ser más desigual, menos integradora y más extravertida y dependiente. Andalucía necesita entender su modernización como un desarrollo más capaz de sus propias fuerzas y recursos, como la generación de una ciudadanía más culta, eficaz y emprendedora, como la asunción de su propio ser como algo libre que no necesita tutelas.
Es preciso que Andalucía llegue a tiempo a esta segunda modernización pero, sobre todo, debe llegar en las condiciones que le permitan ser de otra forma.
Se trata, sin duda, de un problema de todos nosotros, de todos los ciudadanos y ciudadanas andaluces que debemos comprometernos a ponerle letra a este reto, y por ello me parece valiosa la llamada al debate que ha hecho el Gobierno Andaluz. Pero la responsabilidad de este último y del partido que fundamentalmente lo sostiene es ahora especialmente relevante porque aún hay prácticas de gobierno, en el campo de la política económica o en el de los medios de comunicación por citar sólo dos ejemplos, que de ninguna manera encajan con el horizonte modernizador al que se dice aspirar.