En los últimos meses y semanas se han producido cambios de gobierno que muestran el significativo perfil de los partidos de derechas que los ocupan.
La derecha nacionalista catalana no tardó ni días en anunciar recortes de gasto público social en educación, salud y otros servicios públicos. Es lo suyo: abrir la puerta al negocio privado aunque eso sea a costa de privar de servicios esenciales a una parte importante de sus conciudadanos. Curioso patriotismo, de clase, eso sí.
También habrá cambio de gobierno en Castilla La Mancha y el anuncio de la futura presidenta es también muy significativo: eliminará organismos como el Defensor del Pueblo, la Comisión de Competencia y el Consejo Económico y Social y pone en cuarentena la Sindicatura de Cuentas. El ahorro que eso va a suponer parece que equivale al 0,07% del presupuesto de la comunidad. Es decir, que con esa medida prácticamente no se va a ahorar dinero. Buscan ahorrarse otra cosa, como pone de relieve que los populares también hayan anunciado que si llegan al gobierno de la Nación eliminarán otros organismos del mismo estilo como el Consejo Audiovisual que está a punto de nacer.
Está claro que lo que quiere ahorrarse la derecha del PP no es exactamente dinero sino control de la vida política, esas instituciones que le resultan incómodas y extrañas quizá porque nacen de un concepto de la democracia más auténtico y deliberativo y que la entiende como algo que no funciona solo al albur de los partidos sino sujeta al control de organismos independientes.
Ambas líneas de actuación (a lo que se podría añadir el perfil más autoritario de la derecha catalana frente a las movilizaciones del 15-M y la propuesta de cambio de ley elctoral de Esperanza Aguirre para asegurarse un régimen monopartidista) marcan el futuro que se presenta en España si no somos capaces de hacer que cambie la inercia que nos lleva como consecuencia de la completa claudicación del Partido Socialista ante los poderes financieros y de la insuficiente respuesta social a sus políticas neoliberales: durísimos recortes de derechos sociales, más autoritarismo y, muy posiblemente, un cambio a la italiana en la reglas de juego de la democracia.