La crisis eléctrica que se vive en las últimas semanas en California no es ni mucho menos un episodio industrial anecdótico. No se trata tan sólo de una sucesión de apagones. Por un lado, hay que tener en cuenta que se produce en un territorio que, si fuera un país, ocuparía el sexto lugar del planeta por su riqueza, equivalente más o menos a dos veces y media la de España. Se trata de uno de los enclaves más privilegiados del mundo, allí donde se concentran las empresas más valiosas, más adelantadas y las que propagan los ideales del progreso del que se nos quiere hacer beber a todos. Si allí se puede generar una parálisis tan grave de la actividad económica y social, ¿qué no puede ocurrir o puede estar ya ocurriendo en otras zonas del mundo que no merecen la atención que siempre reclaman para sí los más privilegiadas? En otros lugares, el apagón es constante si se tiene en cuenta que sólo el 20 por ciento de la población más rica del planeta consume el 65 por ciento de la energía eléctrica mundial
Por otro lado, este gran apagón sitúa sobre la mesa algunas cuestiones que no suelen ser consideradas ni de lejos por quienes definen los discursos dominantes.
En primer lugar, que cuando se defiende la bondad de nuestra civilización capitalista porque se muestra capaz de resolver con eficacia los problemas sociales y económicos no parece que se esté mirando a los hechos que en realidad constituyen las bases más elementales de la vida humana. El capitalismo triunfante lo es por su enorme capacidad de generar beneficios, legitimación social e incluso convencimiento, pero ni tan siquiera en los núcleos más privilegiados es capaz de asegurar el funcionamiento elemental de los procesos técnicos que deben garantizar un normal funcionamiento de las empresas y las instituciones, o de la propia vida cotidiana de los ciudadanos.
En concreto, lo que está ocurriendo en California muestra de manera bastante evidente que la dinámica del mercado no es capaz de resolver por sí sola, sino más bien todo lo contrario, los procesos de asignación esenciales para el propio capitalismo. Más liberalización, regímenes más favorables para las grandes empresas y menos intervención regulatoria de los gobiernos no proporcionan a la postre ni una provisión más amplia de bienes y servicios, ni precios más bajos, ni garantía de perdurabilidad de los procesos económicos. El mercado, lejos de ser un elemento de estabilización del sistema, termina por provocar, tanto más cuando se deja a su estricto y libre albedrío, más crisis, más desprovisión, costes más altos y mucha mayor inestabilidad.
En segundo lugar, y de una forma así mismo bien clara, resulta evidente la extrema irracionalidad de las pautas que gobiernan el régimen energético de nuestra civilización. Si hay algo que no se puede domeñar con las leyes del mercado son las leyes que regulan el sistema energético de nuestro planeta. La posibilidad de utilizar el sistema de precios como regulador autónomo de un recurso limitado como es la energía es sencillamente una quimera. Pero una quimera que hace peligrar no sólo la actividad industrial sino la propia vida humana. Sencillamente, porque la lógica que guía al mecanismo de los precios de mercado es el beneficio, estrictamente incapaz de contemplar los costes no monetizables que lleva consigo la destrucción del equilibrio que debe respetarse cuando se opera, como es el caso, en un sistema cerrado.
En tercer lugar, lo que viene ocurriendo en California revela igualmente la endeblez de la base en que se sostienen nuestras sociedades más desarrollas. Los efectos en cadena y la secuela de costes que provoca dan una auténtica imagen caótica de lo que habitualmente se presenta como la imagen idílica del progreso y la riqueza sin límites. ¿Cómo valorar que no puedan ser anticipados los cortes de luz para evitar el desorden, los tumultos y el pillaje, según advierte la policía californiana?
En realidad, lo que ocurre en California, la escasez que provoca el ansia de beneficio de unos pocos, no es sino una manifestación singular de lo que viene ocurriendo en muchísima otras zonas del planeta, aunque es desde luego emblemático por ser California lo que es. Sin embargo, sí que resulta extraordinariamente prodigioso que se haya conseguido que una civilización tan endeble, tan ineficaz y tan sumamente ajena a las necesidades colectivas sea venerada de forma tan generalizada. Si pueden dejar a oscuras las ciudadades sin que nada ocurra debe ser que antes han podido apagar la inteligencia.