Publicado en Público.es el 4 de diciembre de 2o20
Uno de los grandes fracasos de las izquierdas en los últimos cuarenta años es haberse dejado asociar a la idea de que el Estado tiene que gastar cada vez más y de cualquier forma. Una fama que ha permitido ocultar que los gobiernos de derechas, tratando de satisfacer los intereses del capital privado, han sido los causantes de los mayores déficits públicos de la historia y del aumento continuado de la deuda.
Aunque se trata de ocultar, el gasto público es, en realidad, lo que ha sacado al capitalismo de sus peores crisis, una fuente principal del beneficio de las grandes empresas y bancos del planeta y la red que les salva la vida cuando quiebran por su mala gestión. Es el remedio del capitalismo cuando fracasa y la vía para disponer de los recursos que al capital privado no le interesa producir porque no le son rentables pero que imperiosamente necesita: desde la investigación básica a la mayoría de las infraestructuras, pasando por la formación de la mano de obra o el mantenimiento de un mínimo de legitimidad y orden social.
Buena y reciente prueba de ello es que, cuando se ha anunciado que el Estado invertirá miles de millones de euros a costa de endeudarse para muchos años, los empresarios españoles no han pedido que se renuncie a ese gasto público sino que ese dinero sea para ellos. Incluso algunos criticaron que, por prudencia, el Ejecutivo no haya solicitado todo el crédito que tenía disponible de Europa desde el primer momento (El presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, apoya que el Gobierno solo pida 72.000 millones de ayudas de la UE en contra de otras voces de la patronal)
No quiero decir, por supuesto, que el gasto público sea sólo eso, una pieza sin la que el capitalismo no podría funcionar. Es un motor muy potente de las economías porque genera una renta final superior a su cuantía inicial, y como tal debe utilizarse cuando la actividad económica necesita impulso; y es, además, la fuente de financiación del bienestar social y de los bienes públicos que el mercado no puede proporcionar o que responden a necesidades, incentivos o valores que van más allá del lucro individual. Tiene, pues, un carácter ambivalente: puede ser una pieza esencial de la maquinaria capitalista pero también lo que introduce un nuevo tipo de sociedad en el seno del capitalismo, como ocurre, sin ir más lejos, cuando financia la sanidad pública que se corresponde exactamente con el principio que según Carlos Marx caracteriza al comunismo: a cada cual según su necesidad y de cada uno según su capacidad.
El gasto público es una especie de permanente objeto del deseo que se encuentra sometido a un pulso constante entre los grupos sociales y eso es algo natural puesto que permite generar rentas que pueden ir a unos u otros en función del poder que cada uno tenga. Pero la historia demuestra que su mayor ineficiencia no viene precisamente del intento de orientarlo hacia objetivos de bienestar social. El despilfarro que en mayor medida se ha producido en España en los últimos años es el derivado de contratos públicos con grandes empresas para financiar obras inútiles, inversiones artificialmente encarecidas o proyectos que por su naturaleza son más caros como obra privada que pública, como ocurre típicamente en el caso de la sanidad.
Lo mismo que la banca privada busca e impone que se hagan políticas que incrementen sin cesar la deuda, porque su negocio es proporcionar el crédito, a las empresas les interesa que el Estado se gaste sin parar y de cualquier forma el dinero público porque, directa o indirectamente, siempre termina por llegarle a sus bolsillos. Y para que ambas cosas ocurran es por lo que corrompen a los políticos y procuran que gobiernen los partidos que estén dispuestos a promover la deuda y a poner el dinero público a disposición del capital privado. La consecuencia de ello ha sido, por ejemplo, que casi el 65% del incremento de la deuda pública española desde 1995 corresponda a intereses pagados a la banca privada y que nuestro territorio esté lleno de obras, carreteras, puertos, aeropuertos… que nos han costado cientos de miles de millones, pero que no tienen más utilidad que la de haber proporcionado beneficios a las grandes empresas. Y lo dramático es que, cuando ese despilfarro se produce, lo que se plantea es la ineficacia del gasto público en general y, por tanto, la necesidad ineludible de recortarlo, pero no en esos usos perversos (como los intereses que se podrían evitar si lo financiara el banco central) sino, justamente, en lo que verdaderamente se necesita, el gasto social y la provisión de bienes públicos. El liberal Milton Friedman expresó con toda claridad que lo que le preocupaba no era el despilfarro sino el uso del gasto público para lo que a él, como buen intérprete de los intereses de las grandes empresas, no le interesaba: “Mucha gente se queja del despilfarro público, pero yo lo doy por bueno, por dos razones. En primer, lugar la eficiencia no es nada deseable si alguien está haciendo algo malo. El Gobierno hace cosas que no queremos que haga, de modo que cuando más dinero despilfarre, mejor. En segundo lugar, el despilfarro lleva a los hogares de la gente el hecho de que el Gobierno no es un instrumento eficiente y efectivo para conseguir sus objetivos”.
Lo cierto es que si el gasto público ha llegado a ser ineficiente e incluso en algunas ocasiones innecesario e indeseable ha sido por la utilización parasitaria que de él hace el capital privado, un fenómeno -esto también es verdad- al que desgraciadamente no ha sido tampoco ajena la izquierda y, sobre todo, la de tradición socialdemócrata.
Esta se ha dejado atraer por la capacidad expansiva que, en todo caso, tiene el gasto del Estado como impulso muy eficaz de la economía sin preocuparse demasiado de su destino. Como se solía decir, cuando se trata de generar crecimiento económico, sobre todo en momentos de recesión, lo importante es generar gasto aunque eso se haga pagando sueldos para hacer hoyos y luego taparlos. Una estrategia que está bien para salvar al capitalismo pero que no contribuye a la transformación progresista que se supone que persiguen las izquierdas.
De ahí que el reto más importante que ahora tienen ante sí los gobiernos progresistas no sea el de disponer de más recursos públicos (que son más necesarios que nunca) sino el de utilizarlos bien. En materia de gasto público, las izquierdas deben ser las abanderadas de la auténtica austeridad, de la transparencia y del control estricto, de la eficacia y la eficiencia. No se le debe tener miedo al gasto público y a su utilización en la medida en que sea necesaria, como tampoco a la deuda que financia el progreso y el bienestar de las generaciones presentes y futuras, pero sí se debe combatir el uso parasitario que de ellos viene haciendo el capital privado, las grandes empresas que viven del presupuesto público y los bancos. Y también, por supuesto, su mala gestión, su uso improductivo y el despilfarro, cuando los haya.
El gobierno español tiene ahora por delante una buena oportunidad para avanzar por ese camino, con decisiones acertadas y mucha pedagogía, aunque de momento no lo está haciendo precisamente bien. Eludir las reformas imprescindibles de nuestra administración pública y recurrir a los grupos de presión privados para repartir los fondos y las inversiones que están por llegar es una vía que sólo lleva a reproducir lo peor que hemos vivido en años anteriores. Y estamos comprobando que medidas imprescindibles y muy positivas como los ERTEs o el Ingreso Mínimo Vital se pueden convertir en fracasos si la administración carece de medios, o que dejamos ejecutar por esa razón una buena proporción de los fondos europeos.
Sería una verdadera catástrofe para España que algo parecido o peor nos vuelva a ocurrir a la hora de poner en marcha el multimillonario plan de reconstrucción tras la pandemia.
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Toda la razón