Las últimas semanas ha adquirido un protagonismo especial la idea de que nos introducimos en una «nueva economía» basada en los valores tecnológicos, en el uso masivo de las redes electrónicas y en la información.
Nada hay más evidente hoy día que el profundo cambio producido en la base tecnológica de nuestras sociedades. La aplicación generalizada de las tecnologías de la información permitió sustituir la lógica productiva lineal de antaño por la lógica de la versatilidad y la fragmentación, y gracias a ellas fue igualmente posible superar las constricciones de la gran unidad al instituirse la red como un tipo de organización mucho más flexible y rentable.
También se puede puede ya dar por cerrado el proceso en cuya virtud el trabajo se ha abaratado sustancialmente gracias a la fragmentación de los procesos, a la impuesta flexibilidad
laboral y al cambio en los usos del trabajo que ha permitido la nueva tecnología.
De corrido con estos cambios llegó la recuperación de la tasa de beneficio que ha dejado a las empresas de nuevo en una posición muy ventajosa frente al trabajo y, sobre todo, ante vías renovadas de rentabilización.
Señalaba en esta revista hace una semanas que todo ello justificaría hablar de una verdadera nueva época de expansión, quizá de crecimiento sostenido durante bastantes años. Reconocer estos cambios es reconciliarse elementalmente con las realidades más evidentes. Pero otra cosa es pasar de ahí al mito que se está extendiendo.
Lo que se está viviendo en los últimos meses no es la expresión de un cambio en la economía. El cambio de ésta se ha ido produciendo en los últimos veinte años de cara a transformar, como hedicho, el uso y el valor del trabajo, la forma de producir, el tipo de regulación macroeconómica, el marco institucional e incluso los mecanismos de legitimación social. Ese ha sido el cambio inspirado eficazmente por el neoliberalismo y gracias al cual el capitalismo disfruta hoy día de perspectivas renovadas de expansión y fortalecimiento. Pero esos cambios han podido generar estos nuevos horizontes porque han tenido lugar, o han influido esencialmente, en el ámbito real de las economías.
El cambio, por lo tanto, es el que consiste en mayor explotación del trabajo, lógica compulsiva del beneficio, menos control democrático de las políticas económicas y mecanismos cada vez más autoritarios y frustrantes de socialización humana.
Por el contrario, lo que se nos quiere presentar como la nueva realidad económica no es sino un simple espejismo. Lo que está ocurriendo, principalmente en Estados Unidos y a remolque en los demás países, no es sino una auténtica hiperinflación de expectativas financieras prometedoras. El endeudamiento masivo que se genera al albur de los inmensos beneficios de las empresas permite capitalizar en bolsa acciones a cuyo valor le ocurre lo mismo que al de la mayoría de los militares: sólo se le supone. La expectativa de próximas compras eleva el valor de las acciones de unas empresas que no han tenido nunca beneficio y que, seguramente, nunca lo tendrán porque están llamadas a desaparecer o a transformarse por absorción o mutación.
Los fondos financieros improductivos, a la búsqueda tan sólo de rentabilidad inmediata, encuentran en la bolsa la oportunidad de multiplicarse gracias al movimiento continuo en el que se ha instalado la inversión financiera. Las acciones de Amazon.com, por ejemplo, cambian de manos cada catorce días, y eso es lo único que permite que el valor de esta empresa sea ridículamente superior al de Volvo y Ericson juntas, o que la cotización financiera de gigantes como General Motors sencillamente palidezca ante el valor de empresas que no tienen, como los propios «expertos» bursátiles reconocen, más que la expectativa de que el futuro necesitará muchas otras como ellas.
El resultado a medio plazo de todo esto no puede ser más que uno: elavadísimos beneficios bursátiles para los grandes inversores, porque sólo ellos pueden disponer de la capacidad de comprar y vender rápidamente, y quiebra a medio plazo para los pequeños y medianos accionistas. Un «boom» financiero más, aunque a tenor de la masa de capital que se encuentra involucrada puede generar efectos muy grandes sobre el conjunto de la economía.
A corto plazo, es muy posible que la propia Reserva Federal, y en general los grandes poderes financieros, lleguen a considerar que se trata de un casino demasiado peligroso y decidan recurrir, como hace unos años, al mecanismo mucho más expedito de subir los tipos de interés para garantizar con menos peligro potencial la rentabilidad de los hipertrofiados capitales financieros, aunque eso provocaría, sin embargo, una nueva fase deflacionista y quizá depresiva.
Lo sorprendente y paradójico de la actual situación financiera de los valores tecnológicos es que para que se pudiera decir que entrábamos en una nueva economía lo que tendría que desaparecer, precisamente, es esa burbuja financiera artificial y que viene a ser como un señuelo que lleva a las inversiones en la dirección equivocada.
Los espectaculares movimientos bursátiles que contemplamos no son la expresión de que se avanza de forma imparable hacia unas nuevas condiciones económicas sino justamente lo contrario: muestran que el capital se ha distraido por el camino vinculándose a sus usos más improductivos y que nunca permiten construir realidades, por mucha ganancia que lleven consigo.
No puede olvidarse que ninguna revolución tecnológica se consolida si no va de la mano, en el campo estrictamente económico, de una expansión de la demanda real, de una modificación radical de los usos de gasto y de las dimensiones del mercado. Los cambios que se han ido produciendo en la base productiva requieren un impulso monumental de las capacidades de gasto, lo que no podrá producirse si el protagonismo de la especulación financiera obliga a restablecer las políticas deflacionistas de los años en los que era preciso cerrar todas las válvulas del gasto para financiar la reconversión tecnológica y descapitalizar el trabajo.
Y eso con independencia de que la filosofía de globalización y universalizadora que guia a la nueva economía no puede ser más contradictoria con la realidad de fragmentación, de desigualdad y de penuria en la que se desenvuelve la inmensa mayoría de la población. No se trata de una pura especulación filosófica: ¿cómo hacer posible la incorporación, que debería de ser masiva, de toda la población al comercio electrónico, a internet, o sencillamente al teclado de un ordenador, cuando cada persona deberá tener dos o tres empleos mal pagados, sin horarios y sin la menor certidumbre sobre su futuro?
Mientras que la inversión se destine a la especulación y se opte por el salario precario en lugar de financiar el aumento del gasto productivo no será posible una nueva economía de la información, lo mismo que el capitalismo de producción en masa no fue posible hasta que empresarios como H. Ford se dieron cuenta de que compensaba pagarle cinco veces más a sus empleados para poder vender todos los coches que producían. La universalización de esta nueva economía economía que se anuncia es poco compatible con la miseria, con el trabajo a destajo y con la fragmentación social.
A no ser, claro está, que se de ya por hecho que esta nueva economía implica reconocer definitivamente que unos serán los que la disfruten y gocen en el reino electrónico de internet y que otros, la gran parte, quedarán convertidos definitivamente en material humano sobrante.