En Revista de Estudios Regionales, nº 54 1999.
Este trabajo es una primera aproximación al análisis de lo que podría ser una manifestación novedosa del fenómeno de desigualdad social característico de nuestras sociedades. Se trata del primer avance de una investigación más completa en la que tratamos de establecer empíricamente la realidad, la naturaleza y el alcance de dicho fenómeno, y que en estas páginas se limita a presentar las hipótesis de partida.
1. La desigualdad en la sociedad capitalista
La historia de la sociedad capitalista no ha podido ser sino la historia de la desigualdad. Un sistema socioeconómico basado en la escisión a la hora de disponer de los derechos elementales de apropiación y de los recursos que permiten producir los medios de satisfacción no puede traer otra consecuencia que el desigual disfrute y la diferencia a la hora de hacer frente a la necesidad.
Efectivamente, el fenómeno de la desigualdad consustancial a nuestras sociedades es tan evidente como creo que son claras sus connotaciones más significativas y a las que me referiré brevemente para poder analizar después los rasgos diferenciales de un nuevo tipo de desigualdad emergente y que habría que empezar a tomar también en consideración.
– Se ha manifestado claramente en expresiones objetivables: niveles de renta, acceso a bienes o servicios públicos, nivel de educación, gasto monetario, pauta de consumo, etc (Una visión general para España en Argentaria 1995).
– Se traduce en términos de diferencias entre grandes colectivos o grupos de población homogéneos, hasta el punto de que el reconocimiento de éstos constituye el punto de partida del análisis social más riguroso. El inicio del pensamiento económico como disciplina científica no fue posible sin el desarrollo coetáneo de la primitiva sociología, del reconocimiento de las clases sociales y, precisamente por ello, su objetivo principal no pudo ser otro que el analizar la distribución de la renta y la riqueza entre ellas.
– La desigualdad que hemos conocido a medida que se ha desarrollado el sistema capitalista ha sido un fenómeno de naturaleza plural, que no sólo afectaba a la propia condición material de los individuos, sino a su nivel cultural, a su ideología y a sus percepciones del mundo, llevando así consigo proyectos o visiones de la realidad también diferenciados.
– El análisis de la desigualdad ha permitido siempre comprobar en qué efectiva medida no se trataba de un fenómeno resultado de la condición individual sino, por el contrario, que era la consecuencia de la escisión grupal y de la conformación de la sociedad en dinámicas estancas, pues está directamente originada por la distribución desigual del ingreso y la riqueza que es consustancial a la economía de mercado capitalista.
– La desigualdad típica de la sociedad capitalista que hemos conocido se ha caracterizado también porque sus consecuencias de frustración relativa, de insatisfacción absoluta o en términos comparativos, no afectan solamente al individuo, sino que son generalizables y propias del colectivo social del que cada individuo se siente parte. Y, además, es precisamente la percepción de este tipo de desigualdad lo que ha permitido que se fortalezca incluso el sentido de grupo, toda vez que el individuo puede percibir que la padece como consecuencia de su propia ubicación grupal. La desigualdad, de esta forma, refuerza la imagen del colectivo desigual y su percepción de la distancia colectiva a la satisfacción.
– Justamente por ello, en la medida en que la existencia y las consecuencias de la desigualdad se vinculan a las dinámicas colectivas, los grupos sociales incorporan el asunto de la desigualdad a estrategias de satisfacción más inmediatas: la cuestión del reparto, como reverso del desigual acceso y disfrute, pasa a formar parte del corazón de las demandas de los diferentes grupos sociales.
– Ha sido justamente la existencia de una gran desigualdad lo que ha permitido que la historia de la sociedad y la economía capitalistas haya sido, también, la historia de una tensión distributiva permanente. Y, más en concreto, que el progreso social, en la medida en que ha ido proporcionando instancias de participación y negociación más abiertas, haya traído consigo un alivio evidente de los efectos de la desigualdad. En la medida en que ha habido suficientes oportunidades de negociación del reparto, el crecimiento económico y la mejora en las condiciones de participación democrática han permitido reducir la desigualdad o, por lo menos, lograr que ésta no se traduzca en niveles extremos de insastisfacción. Lo que Keynes expresó como «la paradoja en el seno de la abundancia» ha sido una contradicción y un elemento desestabilizador suficientemente potente como para abrir la puerta a estrategias paliativas de la desigualdad social.
En resumen, éstos podrían ser los rasgos esenciales de un tipo de desigualdad que podría denominarse estructural, típica y consustancial a un régimen social capitalista que produce y reproduce la división social, la fragmentación y el mantenimiento de grupos sociales con capacidades, recursos y posibilidades de satisfacción restringidas por el acceso igualmente desigual que tienen a la dotación de recursos existente.
Sin embargo, la hipótesis que trato de plantear es que en la época más reciente de la economía y la sociedad capitalista, que coincide precisamente con el dominio de lo que conocemos como neoliberalismo, se está modificando la naturaleza del fenómeno de la desigualdad, apareciendo como añadido un proceso de características mucho más dañinas y difíciles de erradicar.
2. Las nuevas formas de la desigualdad social
Trataré de señalar a continuación, con la prevención de que se trata tan sólo de formular hipótesis de partida o de vislumbrar tendencias que quizá no estén del todo definidas, los rasgos que me parecen más significativos y que hay que considerar especialmente.
– En primer lugar, es un hecho que la desigualdad tiende a crecer en cualesquiera que sean sus expresiones tomadas como referencia, y tanto a nivel personal como global, de regiones o países y bien si se mide en diferencias, como si se considera en términos absolutos la situación de insatisfacción.
Aunque no es necesario traer aquí a colación pruebas específicas de lo anterior, baste con recordar el incremento de personas o familias pobres (en la Unión Europea en 1970 había 30 millones de personas pobres y en la actualidad, según los datos de Eurostat hay a 57 millones), o la disminución en la parte de renta global (del 2,3% al 1,4%) que corresponde al 20% de la población más pobre del planeta, frente al aumento del 70% al 85% que ha registrado el 20% más rico.
En todos los países del mundo, la proporción de las rentas totales que corresponden al trabajo asalariado han disminuido en mayor o menor cuantía, mientras que invariablemente ha aumentado la correspondiente a los beneficios del capital. La OCDE mostraba en un informe de 1996 que la participación en la producción mundial de la 1/5 parte más pobre del planeta ha disminuído del 45% al 1% en los últimos treinta años. Y, en la gran mayoría de los países, las diferencias de renta personal han tendido a agrandarse de manera a veces espectacular. Así, en Estados Unidos los salarios y bonificaciones de los ejecutivos mejor pagados aumentaron un 951% entre 1975 y 1995 (cuando la tasa de inflación subió un 183%), mientras que los salarios de los trabajadores sólo aumentaron un 142%. (Sebastián 1998:11).
En fin, es de sobra conocido que la anual comparación que realiza el PNUD entre la riqueza de unas pocas docenas de personas y la inmensa mayoría de la población mundial es cada vez más desigual (PNUD 1998).
El aumento de las diferencias sociales de todo tipo, suficientemente verificado en multitud de estudios empíricos (Navarro 1997, Tortosa 1993), contrasta enormemente con lo que se había considerado convencionalmente que era el desarrollo «normal» de las sociedades. La célebre hipótesis de Kuznets, según la cual se irían reduciendo progresivamente las desigualdades sociales a medida que se fuera generando suficiente crecimiento económico, y la más elemental convicción de que el desarrollo histórico iba acompañado del propio crecimiento de la actividad económica, no son hoy sino formulaciones con muy escaso contenido real. Lo cierto ha sido que se ha debilitado el ritmo de crecimiento económico con carácter general, a causa de las políticas deflacionistas dominantes (Torres 1995) y que, además, incluso cuando éstas se han dado no han sido capaces de traer consigo una disminución sustancial, o incluso mínima, de la desigualdad.
En resumen, una característica primera de los fenómenos de desigualdad es que no sólo no desaparecen, sino que aumentan en todo el mundo, con independencia de que se produzcan fases de expansión o de recesión económica.
– En segundo lugar, la desigualdad contemporánea no se expresa solamente en términos de diferencias entre grandes grupos, como era propio de la desigualdad estructural a la que hice referencia más arriba. Se trata ahora de un fenómeno que se manifiesta como un mosaico de distintas intensidades y también desigualmente esparcido en la estructura social.
Como he señalado, tradicionalmente habíamos percibido la desigualdad como una característica perceptible principalmente por la existencia de grandes y diferenciadas categorías sociales que se correspondían con la existencia de grandes morfologías colectivas. Se trataba de una desigualdad de naturaleza básicamente intergrupal
Hoy día, la desigualdad tiende a darse también en el seno de esos mismos grupos, de manera que el hecho diferencial no aparece como consecuencia de la pertenencia a un grupo y a partir de la cual se deriva una diferencia respecto a los de otro cualquiera, sino que la desigualdad se puede percibir con semejante intensidad entre los propios miembros del macrogrupo al que se pertenece. La desigualdad, pues, no se da sólo, ni principalmente, entre clases, entre colectivos conformados objetivamente en virtud de una determinada posición social frente a los derechos o al uso de los recursos, sino que se produce en el mismo seno de estos, lógicamente, por circunstancias que son, entonces, mucho menos objetivables pero no por ello imperceptibles, como trataré de señalar en seguida.
La consecuencia más inmediata de ello es que la desigualdad no proporciona una imagen de la sociedad en términos de grandes manchas, sino como una especie de suma de muchas variedades, desdibujada, sin perfiles nítidos entre los grupos, sin fronteras de desigualdad claramente establecidas en términos de clases o estratos sociales. Y, en consecuencia, con mucha menor posibilidad de establecer diferencias nítidas en el orden de los intereses, de las percepciones colectivas y de las demandas grupales.
– En tercer lugar, la desigualdad a la que estoy refiriéndome como un fenómeno nuevo y reciente se caracteriza porque es el resultado del devenir individual, más que del pasado grupal.
Tradicionalmente, también podía deducirse que la desigualdad era el resultado de la pertenencia a un determinado origen, podríamos decir que de un conjunto de condiciones heredadas. Sin embargo, en la actualidad, la desigualdad deriva más bien del futuro que del pasado. Es una condición que se va a generar a lo largo del recorrido vital y, en una gran medida, con independencia del origen social. No es, por lo tanto, el resultado de una determinada condición (desigual) de partida sino, sobre todo, una contingencia de destino.
La gran diferencia que hoy muestran nuestras sociedades (en realidad, la gran paradoja de la dinámica de «progreso» que se ha generado) es que, tradicionalmente, el ciclo vital parecía tender preferentemente hacia la igualdad, toda vez que el conflicto por el reparto y la necesidad de evitar niveles inaceptables de deslegitimación habían provisto a los grupos sociales de instancias para paliar la desigualdad de partida o, al menos, para aliviarla a lo largo de la vida, mientras que actualmente puede estar sucediendo lo contrario. La condición desigual, o su resultado en términos de pobreza o marginación, puede ser un punto de llegada aunque no haya sido la condición de partida.
– En cuarto lugar, la desigualdad más reciente se enfrenta a un problema muy agudo de predecibilidad. Se genera al producirse contingencias no grupales que no se pueden abordar, sin enormes efectos perversos, individualizadamente. La desigualdad que hoy día se estaría añadiendo a la que siempre hemos conocido en nuestras sociedades tiene que ver con una incapacidad generalizada para la previsión, con la incapacidad para incorporar las contingencias que la generan a lo que los juristas llamarían «las condiciones generales» en virtud de las cuales se contratarían los remedios posibles para evitarlas.
Los regímenes tradicionales establecidos para hacer frente a las consecuencias indeseadas de la desigualdad se basaron en la formulación de una especie de contrato social suscrito a partir de los grandes números y orientado a proporcionar respuestas a contingencias colectivas o globales. Hoy día, la gama de contingencias que provocan las nuevas formas de desigualdad son, no sólo novísimas y por ello aún no tenidas en cuenta, sino de muy difícil singularización.
La creciente desigualdad de género, por ejemplo, es bien expresiva de la aparición de nuevas formas de desigualdad/discriminación que no sólo no son paliadas por medio de los mecanismos tradicionales (Derecho de Familia), sino que, por el contrario, se ven agudizadas precisamente porque estos mecanismos no están concebidos sino en términos de riesgo típico y de contingencias homogeneizables.
– Las nuevas situaciones de desigualdad están causadas en una gran medida por dos tipos de circunstancias. En primer lugar, porque la desigualdad que hoy día se produce no está ligada tanto a la dotación inicial de derechos y recursos, díríamos que al haz originario de derechos de apropiación de cada sujeto social, a su punto de partida, como a contingencias sobrevenidas muy marcadas por el azar.
Hasta hace unos años era una evidencia general que unas pocas circunstancias, y particularmente la educación, podían explicar gran parte de la desigualdad existente. Según Mincer (1975:73), hace veinticinco años «las diferencias en capital humano explicaban a grandes rasgos el 60% de las diferencias de los ingresos en norteamérica». Hoy día, sin embargo, se comprueba que se alcanza un alto nivel de desigualdad incluso entre grupos de personas con el mismo nivel educativo (Sarbanes 1994:169). En el caso español, por ejemplo, ya es posible observar que una mayor igualdad global va acompañada de mayor desigualdad en el seno de diferentes grupos educativos (Pena:912-914).
En segundo lugar, porque resulta que lo que se solía considerar como la dotación inicial de recursos que permitiría alcanzar determinados estándares de riqueza, ingreso o bienestar se hace mucho más difusa. A grandes trazos, su expresión monetaria, per se homogénea y homogeneizadora, puede ser aún válida para poder diferenciar ventajas relativas, condiciones de vida diferentes o posibilidades de trayectoria vital determinadas. Pero es una medida que ya no basta para percibir la situación de diferencia real entre los colectivos o las personas. La misma condición monetaria puede incorporar con toda seguridad multitud de circunstancias y contingencias de desigualdad. El divorcio, a causa de un derecho de familia anquilosado; un accidente, en el contexto de un sistema de responsabilidad civil en crisis y con tendencia creciente a (im)perfeccionarse a través del establecimiento de estándares de seguridad; un despido, la incertidumbre generalizada en un régimen de precariedad laboral y vital creciente… terminan por provocar situaciones de diferencia en el seno de los grupos sociales homogéneos en lo monetario (Kimenyi 1995).
Hoy día sabemos, por ejemplo, que el haber establecido garantías de tipo general para lograr el acceso universal de la población a la enseñanza no está garantizando que eso repercuta en una dotación igualitaria de recursos formativos. Precisamente, porque el establecimiento de un mecanismo igualitarista que responde a un principio de reparto de carácter universalista no elude la existencia de otras contingencias intragrupales. Así, el fracaso escolar motivado por circunstancias dispares o la diferente probabilidad de empleo de los egresados evidencia claramente que los factores de desigualdad no tienen que ver con el establecimiento de pasarelas de alcance intergrupal, porque es en el seno de los propios grupos sociales y con una casuística muy difusa donde se generan las causas de la desigualdad que va a ser sobrevenida.
– Por último, un efecto tremendamente importante del origen intergrupal de la desigualdad es que éstas son generadoras de exclusión.
Mientras que la desigualdad estructural, inter grupos, tiende incluso a fortalecer las relaciones de pertenencia, la imagen de colectivo y la capacidad de respuesta del propio grupo, es decir, su posibilidad de encontrar coincidencias estratégicas en la demanda de mayor satisfacción frente a la frustración relativa que se percibe nítidamente, la desigualdad intragrupal deshilvana estas relaciones.
El efecto más dramático de la desigualdad contemporánea es, precisamente por ello, la marginación. El desfavorecido tiende a enajenerse del grupo, porque es en relación con este mismo como comprueba la consecuencia de su condición desigual.
Mientras que, quizá paradójicamente, la desigualdad estructural de la sociedad capitalista incentiva la aparición de lazos de solidaridad grupal, la desigualdad reciente es la desigualdad excluyente, que desdibuja los tejidos sociales de referencia. )Dónde encuentra el profesional de clase media su necesaria imagen vicaria para generar lazos de refortalecimiento mutuo, en qué universo se circunscribe el parado de larga duración, cuál es la referencia, que antes hubiéramos llamado «de clase», de la madre soltera, del joven sin empleo, del trabajador pobre, o del jubilado forzoso a los 45 años, )cuál es el vínculo entre el trabajador ocupado y sus vecinos parados?
En definitiva, una condición socioeconómica de esta naturaleza implicaría reconocer que hoy día la desigualdad presenta una especie de doble frente, de doble expresión. Por una parte, la desigualdad estructural vinculada a la permanencia de una sociedad escindida, en donde la existencia de clases y estratos sociales de posición objetiva diferenciada tiene todavía una repercusión evidente, una influencia decisiva sobre las opciones, las condiciones de disfrute y sobre las posibilidades de satisfacción. Es una desigualdad, de todas formas, que no tiende a disminuir, pero que se entrelaza con una nueva forma de discriminación.
3. Nuevas fuentes de desigualdad
Es muy importante advertir que estas nuevas expresiones de la desigualdad no sustituyen a la desigualdad intergrupas más tradicional y típica de las sociedades capitalistas. Se trata, y eso es también su lado aún más negativo, de una desigualdad añadida. Puede decirse que se trata de la aparición de nuevos generadores sociales de desigualdad, de nuevas fuentes de la misma que, una gran medida, podemos ya reconocer.
a) Por un lado, una crisis que ha afectado al papel del Estado y de las instituciones colectivas en la sociedad, en particular las que tienen que ver con las estructuras de bienestar y de negociación sobre el reparto.
Sabemos que el llamado Estado de Bienestar (Guerrero y Díaz 1998:137-166) no produjo una igualación significativa, ni mucho menos, de los niveles de renta en nuestras sociedades. Pero, a pesar de ello, repercutió de manera muy positiva a la hora de extender niveles universales de bienestar; permitió paliar los efectos más desestabilizadores de la desigualdad, promoviendo mecanismos de solidaridad colectiva y provisión de bienes públicos gracias a las políticas redistribuidoras; instituyó racimos de derechos de acceso general; y permitió que se extendieran ciertos criterios de equidad como principios orientadores de las decisiones sociales esenciales.
Además, en la medida en que el tipo de riesgo al que se deseaba hacer frente era de caracter global y susceptible de homogeneizar, la inaccesibilidad a determinados bienes y derechos de grandes colectivos de la sociedad podía ser eficazmente combatida suministrando la posibilidad general de acceso a los mismos, con independencia de las contigencias intragrupales que no estaban afectando a esa posibilidad de acceso sino de forma muy marginal.
El debilitamiento de todas estas estructuras, instituciones, políticas y principios de bienestar o de redistribución, por muy tímidas que hayan podido ser en el contexto capitalista en que se dieron, ha provocado lógicamente un incremento de la desigualdad estructural pero también la pérdida de las necesarias coberturas para hacer frente a las nuevas manifestaciones de necesidad. Esto es lo que ha hecho que se hagan mucho más vulnerables los Aextremos@ sociales, la población especialmente sujeta a riesgos (que no tiene por qué constituir una morfología poblacional previa determinada) y que hayan aparecido, junto a más desigualdad tradicional, sus nuevas manifestaciones.
b) Por otro lado, la crisis de las relaciones sociales de carácter general y la vida económica. El sistema capitalista ha funcionado históricamente sobre la base de extender el trabajo asalariado como una relación ambivalente: el trabajo no era sólo la prestación a partir de la cual podía obtenerse un medio de vida, sino que era, a su vez, la garantía para mantener una pauta de consumo y de satisfacción material legitimadora.
Hoy día, el trabajo, a pesar de mantener paradójicamente su centralidad como mecanismo de socialización, ocupa menos tiempo del trabajador considerado en su conjunto, de la clase trabajadora, y, al mismo tiempo, tampoco es la garantía esencial de satisfacción.
La crisis del trabajo deriva, por demás, en distintos fenómenos que producen y refuerzan la desigualdad intragrupal. Primero, porque al hacerse escaso se generaliza la exclusión del mercado de trabajo y se desarticula así la primera y más importante fórmula de fortalecimiento grupal: la condición misma de asalariado. Segundo, porque la relación salarial se desentiende de su función mantenedora de la pauta de satisfacción. Tercero, porque el trabajo se realiza cada vez más en condiciones de inseguridad e incertidumbre, bien por el mayor riesgo de perderlo sin alternativa alguna, bien porque incluso los costes financieros y de todo tipo que es preciso soportar para ejercerlo se elevan de manera vertiginosa. Finalmente, el incremento de las diferencias salariales, la segmentación de las actividades laborales y, en general, el cambio en las condiciones de organización del trabajo modifican la relación laboral al provocar el desmantelamiento de los espacios del trabajo colectivo, la jerarquización disipativa y la aparición de estrategias de competencia que socaban los vínculos de acercamiento tradicionales.
Todo ello ha tenido dos consecuencias más específicas sobre la generación de nuevos procesos de discriminación y desigualdad. Por un lado, la pérdida del sentido de clase, la ruptura de los referentes y la instauración de un universo del trabajo que ya no propicia el encuentro sino que, por el contrario, conforma una percepción atomística del mundo por parte de los propios trabajadores. Por otro, la pérdida de sindicación que hoy día constituye una variable inmediatamente vinculada por la investigación empírica con la mayor desigualdad obervada en nuestras sociedades.
c) Estos dos procesos que acabo de mencionar provocan igualmente una crisis en las propias morfologías grupales, cambios sustanciales en las categorías y en las relaciones de interacción social.
Actualmente, hablar de «trabajadores», de «clase obrera» o, incluso, de «empresariado», apenas si equivale a decir algo. La nueva forma de incidencia del tiempo, generador de incertidumbre e inseguridad en la trayectoria vital (Beck 1998); el papel diferente del espacio, que en lugar de referente de estabilidad constituye un marco de movilidad permanente y de instantaneidad; o las nuevas formas de concebir el trabajo modifican las relaciones sociales hasta ahora objetivables, que ya dejan de ser la forma elemental de incardinación, de socialización. El género, la condición de la familia, la temporalidad, el paro (como un fenómeno verdaderamente interclasista), el tipo de cotidianeidad y toda una serie de condiciones sociales mucho más difusas, auténticos lugares opacos de los social o de lo colectivo, tal y como lo hemos entendido común y convencionalmente, constituyen hoy día los referentes a los que hay que mirar para contemplar el origen de desigualdades que no están vinculadas a las condiciones de grupo que se han objetivado tradicionalmente.
d) Finalmente, ha jugado un papel principal en estos procesos una radical crisis antropológica, una verdadera crisis del sujeto social que lo ha llevado a quedar sumido en nuestra época en la individualidad humanamente más inerme, porque no se ha producido como resultado de un proceso de introspección trascendente sino como consecuencia de una verdadera disipación del ser social en el uno mismo, o mejor, en la dimensión más incapaz y frustrante del yo.
Desde el aislamiento y la soledad los sujetos no pueden hacer frente a la incertidumbre sino en términos de inseguridad. Y ello, junto a la confusión con que se presentan las referencias conformadoras de la identidad, ha dado lugar a que los procesos de insatisfacción no se conviertan en demandas colectivas de respuesta, sino en la desidentificación o, en el peor de los casos cuando estos procesos se hacen patológicos, en la asunción de referentes perversos que se muestran en la numerosa criminalidad iniciática de los jóvenes, en la drogadicción, o en la asunción de la paralegalidad como escenario vital de miles de familias.
El individuo, desentendido de los demás, no refuerza ni reclama entonces lo que no es distintivo suyo, sino de él junto a éstos, y reduce su universo a una aspiración desarraigada y fatal que termina por ser un único y no-referente común. Enclaustrado en ese universo de lo individual, sin asideros y sin conciencia de vivir en una situación que no es aislada sino común, su transcurso vital se limita a ser un simple ejercicio de supervivencia y no la conquista de la libertad que debería ser propia de cualquier experiencia humana.
4. Problemas de percepción
Las nuevas formas de desigualdad comportan serios problemas de tratamiento, principalmente, porque no cabe abordarlas desde políticas universalistas tradicionales y porque precisan de una detección mucho más singularizada y específica que las expresiones de la desigualdad social. Me referiré aquí a los problemas de percepción que hoy día tenemos para poder determinar con precisión y rigor operativo su verdadera presencia en nuestras sociedades.
El primero de ellos es que se produce en un contexto social de gran y creciente opacidad.
A pesar de que se multiplican y mejoran nuestros medios de análisis, es cada vez más complejo poder detectar los rasgos de nuestra realidad desigual, sus manifestaciones concretas, su presencia personal, su existencia singular y no sólo estadísticamente agregada.
En particular, en este aspecto nos encontramos con varias limitaciones importantes:
a) El conocimiento estadístico disponible y generalmente utilizado está orientado a descubrir la situación de grandes grupos homogéneos en cuyo seno se da una distribución probabilística de los sucesos. Pero la desigualdad a la que nos estamos refiriendo es, valga la redundancia, de distribución muy desigual y aleatoria en el propio seno de los grupos donde se produce, de manera que es necesario modificar nuestra percepción de las categorías sociales y de las referencias habituales a la hora de establecer grupos y variables.
Un ejemplo específico de estas limitaciones es el relativo al conocimiento de la distribución funcional de la renta, tal y como habitualmente está siendo utilizado. A la vista de la mayor diferenciación salarial, de la multiplicación de categorías y condiciones laborales, la sustitución espuria de asalariados por trabajadores legalmente autónomos, o la difuminación de las diferentes rentas del capital, la distribución funcional que solemos analizar deja de ser un reflejo exacto, incluso, de la desigualdad entre los grandes grupos de rentas. Mucho menos, de lo que sucede en su seno.
b) Además, la desigualdad se produce en una dimensión individual de muy difícil percepción porque está detrás, por así decirlo, de todo un bosque de derechos formales igualitaristas que no permiten contemplar con nitidez la situación personal. Aparentemente, todos los ciudadanos tienen iguales derechos reconocidos y la misma posibilidad de acceder a bienes y servicios de promoción, todos ellos conviven en condiciones de igualdad de oportunidades, pero su condición desigual no depende ya de la ausencia o no de esos derechos de acceso, sino de su peor condición a la hora de hacer frente a contingencias cuya casuística mucho más singular, aleatoria y diversificada no puede ser cubierta por derechos transversales.
El segundo problema es que ésta difícil percepción de la desigualdad más moderna hace que hoy día sea una desigualdad que los ciudadanos sienten, pero que aún no se percibe como un problema objetivable. Y, justamente por ello, se trata de un fenómeno social todavía políticamente irrelevante. Aunque no sólo por su opacidad.
El problema principal es que, como ya he apuntado, ni las políticas redistributivas de la mejor intención pero que toman como referencia los grandes grupos sociales, ni las políticas de protección basadas en estrategias de universalización pueden hacerle frente con la eficacia necesaria.
El tercer problema es que al producirse estos fenómenos de desigualdad como procesos centrífugos en el seno de los grupos sociales de pertenencia y provocar la exclusión del mismo, debilitando así pues el papel del propio grupo como referente, la desigualdad excluyente se realimenta permanentemente. En esta nueva condición desigual, los individuos no tienden a contemplarse como integrantes del colectivo desigual, sino que, excluídos, se perciben a ellos mismos como la expresión única de la desigualdad, sólo son imagen de sí mismos. De ahí, el proceso continuado de fragmentación (Minguione 1993) a través de la exclusión permanente que actualmente constituye una de las connotaciones más típicas de nuestras sociedades. Por eso, esta nueva dimensión de la desigualdad no puede comprenderse sólo como un asunto de diferencias o de distancias. Es una evidencia que las situaciones a las que ha coadyuvado de manera fundamental una crisis antroplógica y un grave desmoronamiento del sistema de valores sociales no pueden resolverse, ni tan siquiera paliarse, operando tan sólo en el reducido universo de las magnitudes y las cantidades.
En resumen, en éste trabajo preliminar tan sólo me he propuesto llamar la atención, al socaire de un aniversario, de la aparición de un nuevo tipo de fenómeno social al que entiendo modestamente que deberíamos atender con prontitud los científicos sociales. Como creo que queda suficientemente planteado, se trata de un problema especialmente complejo y arduo por varias razones, y no sólo por su novedad: por su difícil percepción empírica, que requiere nuevos estudios estadísticos, nuevos instrumentos de análisis y nuevas definiciones; por su viscosidad social, toda vez que no aparece vinculado a grupos sociales especialmente señalados y con conciencia de riesgo: porque no puede ser abordado desde las políticas igualitaristas convencionales y porque dada su naturaleza polisémica no puede entenderse ni resolverse sin el concurso de diversas especialidades del conocimiento. Tan inútiles serán las aproximaciones economicistas como los intentos de abordarlo y resolverlo sin modificar los procesos económicos que, en todo caso, lo están provocando.
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