Presentada en el Primer seminario de investigadores para la Paz de Andalucía.
Universidad de Granada, 21 y 22 de septiembre de 2007
Al abordar los estudios y la problemática de la paz parece hoy día ya evidente que lo hacemos a un asunto que requiere omnicomprensión, transversalidad y un enfoque capaz de adecuarse a su intrínseca complejidad.
Por eso no hay aspecto de la vida humana y social que pueda dejarse a un lado para entender la problemática de la paz, a la hora de conocer su naturaleza, de explicar las dificultades que implica su práctica o las demandas que plantea a los individuos y a las relaciones sociales que éstos protagonizan.
La cultura, la política, la ética, las creencias, la psicología, las condiciones materiales de la vida humana … todos los aspectos de la vida social constituyen el nudo gordiano en el que se entronca el problema y la aspiración de la paz.
Y ahí es obvio que se encuentra también la dimensión económica de los problemas sociales, la actividad económica misma de los seres humanos y las acciones que llevamos a cabo para intervenir de una manera u otra sobre ella.
Y, tal y como ocurre con cualquier otra de las dimensiones de la vida humana y social que afectan a la problemática de la paz, es igualmente obvio que no cualquier condición económica tiene el mismo efecto sobre ella, si la entendemos aunque sea de forma muy elemental como la condición en la que los seres humanos disponen de garantías suficientes para satisfacer las necesidades básicas, satisfacción sin la que se ven forzados a involucrarse en un conflicto por la utilización de recursos que tiende a presentarse habitualmente de forma violenta.
Pues bien, en esta intervención quisiera simplemente exponer algunas ideas básicas sobre lo que podríamos denominar las pre-condiciones económicas para la paz. es decir, el tipo de actividad económica y de comprensión analítica de los asuntos económicos que puede permitir que el conflicto por la utilización de los recursos se resuelva pacífica y satisfactoriamente.
La base de la que parte es considerar que la vida social en paz requiere unas condiciones previas de satisfacción que eviten que el conflicto material por el uso de los recursos básicos que quizá de forma inevitable es consustancial con la vida humana se resuelva de forma violenta, para lo cual es necesario que ese conflicto se plantee y resuelva dentro de unas coordenadas básicas de equidad e igualdad. Una idea que en términos normativos equivaldría a pensar que es preciso aceptar una especie de imperativo moral que obligue a garantizar la satisfacción de esa demanda humana básica relativa a los recursos esenciales para la vida.
La realidad de las cosas me parece que prueba de manera indiscutible que una buena parte de la violencia en la que el ser humano se ve envuelto hoy día (y quizá siempre), la ausencia efectiva de paz, deriva precisamente del hecho evidente de que los recursos materiales se apropian de modo muy desigual, a través de mecanismos intrínsecamente inequitativos, al margen de cualquier criterio de justicia y con resultados manifiestamente desiguales y frustrantes para la inmensa mayoría de la sociedad.
Es difícil encontrar un conflicto bélico que no esté asociado, más o menos directamente, a las condiciones económicas, a la carencia de recursos, a la lucha por disponer de los medios de los que unos u otros nos apropiamos sin tener en cuenta la necesidad de quien está a nuestro lado y carece sin razón de ellos.
Por eso me parece que la reflexión sobre la paz, como anhelo humano, como condición de la vida social y como práctica relacional, requiere incorporar “la cuestión económica”, “el problema” de la satisfacción material, y tratar de evidenciar cuáles son las condiciones que, desde esta perspectiva, dificultan hoy día la práctica de la paz y cuáles pueden ser la que faciliten la resolución pacífica del conflicto en torno a la satisfacción material y el uso de los recursos necesarios para la vida humana. Un conflicto que, aunque quizá sea inherente a la vida humana, no tiene por qué resolverse necesariamente (como ningún otro) de forma violenta.
En términos generales, creo que ese planteamiento ha de atender a tres dimensiones esenciales de las cuestiones económicas.
La primera de ellas es, lógicamente, la definición de lo que va a ser o mejor dicho, de lo que debe ser considerado como “problema económico”.
La segunda es la determinación de lo que comúnmente se entiende por “economía”, como cuerpo de conocimientos e instrumento de análisis. Es decir, la naturaleza, el alcance y la pretensión del tipo de enfoque intelectual y de las herramientas analíticas que utilizamos para abordar los problemas que anteriormente hayamos aceptado considerar como los asuntos sociales de naturaleza económica.
En tercer lugar, hay que referirse a los asuntos de la vida económica que hoy se ponen principalmente sobre la mesa y de cuyo estado actual implique una mayor y más evidente dificultad para lograr que la paz se imponga en las relaciones humanas y sociales.
Trataré a continuación de desarrollar algunas tesis que me parecen fundamentales sobre estas tres cuestiones principales.
Una agenda global injusta que genera violencia
Como dice el Premio Nobel de Economía Amartya Sen (2007:191), “si en la mente de muchas personas la religión y la comunidad están relacionadas con la violencia global, también lo están la pobreza y la desigualdad”.
Y si eso es así, no queda más remedio al mismo tiempo que reconocer que esas condiciones son así mismo el resultado del tipo de asuntos económicos a los que se les da tratamiento preferente y de las soluciones que reciben en la agenda global de nuestros días.
En concreto, me parece que hay hoy suficiente consenso como para poder afirmar que en la actualidad hay una serie de materias y de políticas vinculadas a cada una de ellas que están en el origen de la pobreza global, de la desigualdad creciente y de la persistente frustración en la que viven cientos de millones de personas en nuestro mundo (Stiglitz 2002).
Puede ser, como el propio Amartya Sen reconoce, que la pobreza, el desempleo, la precariedad y la necesidad incluso vayan acompañados de una falta tan mortecina de respuesta que no generen violencia: “Un desdichado muerto de hambre puede ser demasiado frágil y estar demasiado abatido como para luchar y combatir, y hasta para protestar y gritar. Por tanto, no es sorprendente que con mucha frecuencia el sufrimiento intenso y generalizado y la miseria hayan estado acompañados de una paz y un silencio inusuales” (Sen 2007:192).
Pero ni siquiera así se puede negar que esas situaciones constituyen en sí mismas una situación de violencia interior, una carencia efectiva de paz, si esta se entiende como algo más que la que se expresa en el silencio de los cementerios.
Podemos mencionar algunas componentes de esta agenda global que están causando la pobreza y la desigualdad en nuestro mundo:
– Las normas que actualmente regulan el comercio internacional, claramente asimétricas, de modo que permiten a los países más ricos imponer constantes trabas a los flujos comerciales que podrían proporcionar rentas a los más pobres, mientras que imponen a éstos últimos una aceptación casi militar de las normas liberalizadoras que ellos no cumplen (Stiglitz 2007).
No solo se ha impuesto un criterio de plena libertad comercial que ya es intrínsecamente injusto, puesto que implica tratar igual a los desiguales, sino que ni siquiera es seguido por las grandes potencias que protegen sus intereses mientras que obligan a los países empobrecidos a abrirse sin reservas ante los poderosos.
El hambre en países ricos en recursos naturales, la pobreza en países con abundante producción de mercancías de amplia aceptación en los mercados o la colonización que impide que las decisiones económicas se adopten atendiendo a los interés autóctonos son las consecuencias de un régimen comercial mundial injusto, desigual y regulado de espaldas a las necesidades de la población mundial.
El proteccionismo de la Unión Europea que le lleva, por ejemplo, a ser la primera exportadora mundial de azúcar cuando éste producto se obtiene en este continente con los costes más altos del mercado mundial es bien expresivo de cómo los ricos pueden imponer sus intereses comerciales sobre los demás países sólo por el hecho de que son más ricos y no porque respeten (como obligan a hacer a otros para que no puedan defenderse) las leyes del mercado que afirman defender.
– La práctica desregulación de las relaciones financieras a escala planetaria, dando lugar a que el dinero, como dice Eduardo Galeano, tenga en este mundo mucha más libertad que los seres humanos, es otra de las componentes de la agenda económica mundial que provoca pobreza y desigualdad mundial (Torres 2006).
En los últimos decenios se ha producido una hipertrofia de los flujos financieros que ha generado un universo monetario muy volátil e inestable pero sumamente rentable. Uno de los problemas que esto plantea es que, al ser más atractiva la actividad financiera, absorbe recursos que dejan de fluir a la actividad productiva, lo que provoca, por un lado, descapitalización (a pesar de que en realidad hay una sobreabundancia de recursos) y, por otro, crisis periódicas que lógicamente terminan por afectar (como sucede con la actual crisis hipotecaria) a las personas o países con rentas más bajas.
Todo eso se produce en el marco de una gran desregulación (o, para ser más exactos, de una potente regulación bajo la ética liberal que permite dejar hacer y movilizarse sin trabas a los capitales), de modo que hoy día no hay manera de enfrentarse con garantías a la furia que se desata en los mercados financieros, a los vaivenes muy caprichosos de los capitales que se mueven a cortísimo plazo (y precisamente por eso incapaces de sembrar actividad real por donde circulan) en busca de la rentabilidad.
Se dice con razón que la economía mundial de nuestra época está financiarizada, que es una economía de casino en donde priman la especulación y la generación de activos ficticios que, a pesar de que llevan tras de sí ingentes cantidades de recursos financieros, nada tienen que ver con los bienes y servicios necesarios para satisfacer las necesidades humanas. La sobreabundancia de capital existente en nuestros días en los mercados financieros se da al mismo tiempo que la escasez de esos mismos recursos para la actividad productiva y eso está en el origen de la subsiguiente falta de medios para producir los bienes y servicios básicos que necesita una inmensa proporción de la población mundial.
– Consustancialmente con estas dos circunstancias anteriores, un tercer factor que coadyuva de modo decisivo al empobrecimiento de muchas naciones y de los sectores más desfavorecidos del planeta es la pérdida de capacidad de maniobra de los gobiernos, la “retirada del estado” en palabras de Susan George (2001).
Frente a la globalización de las relaciones financieras desreguladas y del comercio internacional en las condiciones mencionadas más arriba, los estados han renunciado a intervenir con decisión en las áreas que cada vez resultan ser más estratégicas de cara a la resolución de los grandes problemas económicos. Por un lado, los intereses privados más poderosos han impuesto una voluntad de renuncia, muchas veces explícita, y, por otro, resulta que en las condiciones en que se plantean a escala las interrelaciones macroeconómicas, esa renuncia viene dada sin remedio.
Así, cuando los capitales circulan sin restricción alguna, los tipos de interés, por ejemplo, o los instrumentos cambiarios, o las propias políticas económicas nacionales pierden casi toda su capacidad regulatoria puesto que no se pueden utilizar sin que tengan una respuesta inmediata por parte de los capitales.
Quienes ganan las elecciones, como señalaba el asesor del presidente Lula, Frey Betto, llegan al gobierno pero no al poder, puesto que el ejercicio efectivo de éste depende de lo que se imponga en los mercados o en los grandes centros de decisión financiera.
Como he señalado en otro lugar (Torres 2004), lo que está ocurriendo con los planteamientos macroeconómicos dominantes es que se conciben y se practican como si fueran algo ajeno a la política, es decir, al ámbito de decisión ciudadana, y que no debe responder a cualquier criterio sobre su bondad o maldad, sin requerimiento ético alguno.
Como dice acertadamente Robert Gilpin (2001), cuando se establece un sistema que implica que una nación no tiene capacidad de realizar una determinada política, de tomar una decisión en virtud de su propio criterio, por ejemplo, cuando tiene las manos atadas ante la disciplina que impone un banco central en virtud de una lógica restrictiva que puede ser contraria a otra más expansiva que convenga mejor al bienestar o a la eficiencia, no es que la política no esté interviniendo. Todo lo contrario: dar por hecho que no hay elección política a la hora de adoptar decisiones macroeconómicas, que un país no tiene capacidad de maniobra, que no va a poder decidir por sí mism
o lo que pueda interesarle, ya es en sí mismo una elección política. Eso sí, impuesta.
Los planteamientos dominantes sobre el papel del estado (o mejor decir, sobre su “no papel”) ha hecho de la economía una pieza principal que apuntala el “nuevo medievalismo” del que habló Hedley Bulln (1977) y que implica la renuncia efectiva al estado no sólo como espacio político sino como ámbito en el que se suscribe colectivamente una moral social, las lógicas elementales que merecen ser compartidas, la ética de mínimos sin la que cualquier sociedad termina por convertirse en una selva invivible en donde la no puede extrañar que se multiplique la violencia que nace de la pobreza y la desigualdad que es inevitable que aparezcan cuando no se colocan como asuntos prioritarios de la agenda de los estados que son las instituciones que pueden hacerles frente con más eficacia.
– Por otro lado, un efecto inmediato de lo anterior es la crisis de la fiscalidad y de las políticas redistribuidoras, los instrumentos quizá más efectivos para, al menos, paliar la pobreza y la desigualdad lacerante de muchas de nuestras sociedades, y que lógicamente requieren estados fuertes y una voluntad política firme de intervenir para corregir la injusticia que producen las relaciones de mercado.
No solo se han debilitado en el interior de prácticamente todas las naciones sino que en algunos han terminado casi por desparecer, tal y como sucede a escala internacional, en donde las relaciones comerciales y financieras se desenvuelven sin la más mínima sujeción a tasas o impuestos que, en justa correspondencia con el tipo de actividad predominante, deberían ser igualmente globales en la actualidad.
– Aunque desde otro punto de vista, otro de los factores que están contribuyendo más decisivamente a producir empobrecimiento global, e incluso una auténtica violencia implícita frente a la naturaleza que al fin y al cabo es la piel del ser humano como ser social, es la renuncia de la economía a tomar en consideración de modo efectivo los costes vinculados al uso que realizamos de los recursos naturales (Naredo 2006).
Una desconsideración que ya en muchas ocasiones trae directamente la violencia y la guerra para que unos grupos, empresas o naciones puedan garantizar para ellos mismos el uso de materiales estratégicos como el petróleo, el coltan o tantos otros.
Esa dejación, de la que hablaré más adelante, y la extensión de los criterios desigualadores del mercado a los recursos naturales (como en el paradigmático caso del agua) comienza a originar lo que con toda seguridad va a ser una de las causas más abundantes de conflictos y guerras en este siglo (Steve Lonergan, 2005). No podrá ser de otro modo mientras no se invierta esa tendencia y se comience a considerar que la contabilización de los recursos económicos, de sus costes y beneficios, debe comenzar por el uso de la energía, de los residuos y de la naturaleza en general, algo que, a pesar de estar evidentemente implícito en el funcionamiento de la economía, no está siendo tenido en cuenta por ésta.
– Un efecto de la preminencia que hoy día tiene la lógica del mercado sobre cualquier otra consideración es la generalización de incentivos perversos que son especialmente dañinos para el bienestar social y la igualdad en el mundo, como ocurre de forma paradigmática con las patentes y, especialmente, con las relacionadas con el conocimiento, la salud y la vida (Khor 2003).
Las leyes actuales constituyen efectivamente un incentivo radicalmente inadecuado para que se reduzca la brecha digital, el desfase en el acceso a las fuentes del conocimiento de los pueblos más pobres del planeta o para que se investiguen y pongan en el mercado los medicamentos que necesitan las personas pobres, mientras que incentivan, por el contrario, las destinadas a los sectores de población de mayor renta (Michel Kremer y Rachel Glennerster 2004). Lo que obviamente origina desigualdades y carencias lacerantes en millones de seres humanos.
Homo oeconomicus: el ser humano desnaturalizado
La evolución histórica del análisis económico marca claramente los cambios en la comprensión de la actividad de los seres humanos de cara a la satisfacción de sus necesidades así como en la caracterización de su propia naturaleza como productor, distribuidor y consumidor de bienes.
La concepción aristotélica original entendía que la economía (oikos knomos) se refería a la administración de la casa (en el sentido amplio de ésta última que extendía lo doméstico más allá de las meras relaciones familiares) lo que implicaba que se trataba de una actividad en donde lo relacionado con el intercambio se conjugaba con toda la actividad relativa a la satisfacción a través del uso de recursos necesarios y que, precisamente por darse en el seno del la casa, estaba igualmente vinculado con los valores y prioridades que históricamente han estado unidos al espacio de lo doméstico.
Más adelante, se produce una inversión sustancial en esta comprensión cuando la progresiva generalización de las relaciones de intercambio monetario y el paulatino desarrollo del capital terminarán por transmutar esa originaria concepción para hacer de la economía un saber vinculado exclusivamente al ámbito monetario y a las relaciones del comercio.
El desarrollo de la economía clásica a través de las obras de los primeros grandes economistas confirmó esta inversión si bien fortaleció y generalizó, al mismo tiempo, el análisis (cada vez más sistemático) de los fenómenos económicos siempre acompañado de la reflexión sobre la cuestión distributiva, lo que inevitablemente llevaba a que la reflexión moral del signo que fuera le fuese consustancial.
Además, la economía clásica, de la mano del primitivo pensamiento sociológico, y de la constatación más elemental y certera del funcionamiento de las sociedades, se basaba igualmente en el reconocimiento de las clases sociales, no solo como protagonistas de los procesos de distribución sino como los sujetos efectivos de los grandes fenómenos cuyas leyes generales se trataba de descubrir.
Sin embargo, esos planteamientos se fueron al traste con la llamada economía marginalista o neoclásica que volvió a invertir radicalmente la naturaleza del análisis económico y las bases para la comprensión de la actividad económica.
De las clases sociales se pasó a la consideración del individuo como sujeto económico aislado y éste se entendió como un auténtico homo oeconomicus, es decir, como un ser cuya lógica exclusiva de comportamiento era la de maximizar la utilidad a partir de sus intereses egoístas.
Además, la economía dejó de ser una ciencia economía política, como la había denominado Montchretien ya en 1615, para pasar a convertirse en un abstracto (economics) y las reflexiones morales desaparecieron cuando se estableció que la vida económica estaba regulada por los automatismos del mercado, en donde no había lugar para las disquisiciones morales sino, simplemente, para el cálculo de las condiciones de eficiencia técnica de los intercambios.
El summun de estos planteamientos se alcanza cuando Wilfredo Pareto formula las condiciones en las que puede lograrse una situación de bienestar social óptima en la que, sin embargo, no hay cabida, como he dicho, para ningún tipo de consideración relativa a la justicia, a los efectos de la distribución original de la riqueza dada o a las situaciones de carencia que pueden ser compatibles con dicho óptimo
La consecuencia de estos planteamientos marginalistas o neoclásicos que, con más o menos fidelidad a sus principios originales, dominan hoy día el pensamiento y el análisis económico (al menos en sus postulados teóricos más abstractos e influyentes) es que éstos se han consolidado como saberes verdaderamente autistas, incapaces de reconocer en sus planteamientos la realidad de las cosas y muy despreocupados por las condiciones de vida de la población humana.
Esto último se manifiesta, sobre todo, en la desconsideración por parte del análisis económico e incluso de las políticas económicas dominantes, de una amplia gama de variables que no consideran como inherentes a los problemas económicos, a pesar de que es una evidencia elemental que tienen una influencia decisiva en la naturaleza de su planteamiento y en su resolución.
Me refiero, por ejemplo, a las condiciones en que se toman las decisiones, a las desigualdades de acceso al poder y en el reparto de los vectores de realización de los que al fin y al cabo depende la posibilidad de influir y participar activamente en la vida social y económica.
Es lógico que, en la medida en que la economía no tenga en cuenta estas circunstancias se desentienda entonces de la diferente posición de los seres humanos a la hora de forjar sus preferencias y, sobre todo, de expresarlas en intereses con posibilidades de ser tenidos en cuenta o satisfechos
E igualmente hay que mencionar la habitual desconsideración que la economía convencional hace de las dimensiones más auténticas del ser humano y que, precisamente porque lo son, deberían ser las que más destacadamente se tuvieran en cuenta a la hora de gobernar los hechos económicos de los cuales depende la satisfacción de las auténticas necesidades de las personas.
A pesar de que se concibe como una ciencia omnicomprensiva (la “gramática de las ciencias sociales” la llamó Jack Hirsleifer (1985), de la escasez y la elección en las que se involucran los seres humanos, lo cierto es que la economía sigue siendo casi completamente ajena a los recursos y condiciones que tienen que ver con nuestras dimensiones más auténticamente humanas: la felicidad, el desarrollo integral de las personas, nuestros sentimientos y sensaciones, los sufrimientos o nuestras pasiones. George Bernard Shaw dijo que «la economía es el arte de sacar todo el partido a la vida” pero lo cierto es que ha terminado por convertirse en el partido que se le puede sacar a la vida solo cuando hay valor o recursos monetarios de por medio.
En consecuencia, la contabilidad social o los indicadores que se toman como referencia, las variables sobre las que se actúan y el espacio social en el que exclusivamente se sitúan los problemas económicos son los que coinciden exactamente con el universo de lo que puede tener reflejo en lo monetario. Y además, eso se analiza y se trata de explicar y analizar desde un enfoque que, como señaló Gary Becker (1976) con bastante coherencia, distingue más que su propio objeto a la ciencia económica. El enfoque que está basado en la racionalidad maximizadora, en el egoísmo y en el sometimiento a las leyes del mercado (Torres 2001).
El problema es que e este enfoque económico produce una verdadera desnaturalización del ser humano y de su conducta como individuo y como parte de una sociedad (a la que incluso se le llega a negar su propia existencia cuando se dice, como Margaret Thatcher, que no hay sociedad sino individuos.
Individuos que se conciben exclusivamente como agencias maximizadoras, desprovistos realmente de humanidad puesto que son únicamente seres carentes de cualquier encuadramiento moral que no sea su racionalidad en la elección y el egoísmo que le lleva a tomar en consideración solamente sus aspiraciones e intereses particulares.
La economía dominante concibe a los seres humanos como individuos sin espacio natural común, sin sociedad. Como también los concibe sin sentimientos, o sin más necesidades que no sean las de tener, como si los seres humanos solo estuviéramos diseñados para poseer y no para ser o relacionarnos con los demás.
Y a la hora de contemplar las actividades económicas que llevamos a cabo igualmente se reducirá el ámbito relacional de los seres humanos hasta el marcado exclusivamente por las relaciones de mercado. Un ámbito que, a pesar de que es evidente que conforma una proporción reducida del espacio en el que nos movemos para satisfacer nuestras necesidades (piénsese e
n el trabajo voluntario, en el doméstico, en los intercambios gratuitos…) se quiere ver, sin embargo, como un orden natural, totalizante y constitutivo del orden social, como lo calificaba Friedrich Hayek (1981:55).
Lógicamente, para ese simple viaje al núcleo maximizador de la utilidad individual del individuo aislado, la economía no precisa de las alforjas de la política, de la antropología, de la sociología ni, por supuesto, tampoco de la ética.
Y de esta forma la economía no sólo se empobrece a sí misma, como ha afirmado Sen (1989) que le ocurre cuando se separa de la ética, sino que, desprovista de juicio moral, de inquietud normativa y de valores como la equidad, la justicia o la solidaridad, la economía necesariamente deja fuera de su episteme al empobrecimiento humano, a la insatisfacción, al malestar o a la desigualdad como causas de la violencia. O lo que es lo mismo: se hace ajena a la aspiración humana de la paz.
Más allá de la economía convencional
La paz mundial necesita hoy día nuevas relaciones económicas, basadas en el reparto de los frutos de la actividad económica y en la justicia, nuevos polos y mecanismos de decisión, nuevos problemas prioritarios en la agenda global y en las de los gobiernos, más recursos destinados a resolver necesidades básicas (para evitar, por ejemplo que la meta de alcanzar objetivos tan elementales como los del Milenio de las Naciones Unidas esté cada vez más lejos). Y necesita lógicamente que estas pretensiones, posiblemente las preferentemente sentidas por la inmensa mayoría de la humanidad, puedan convertirse en prioridades en la acción de los gobiernos.
Para hacer todo eso realidad es evidente que se necesita poder y capacidad para influir en la mentalidad social y en los procesos de generación de valores. Pero no solo poder. Como dice Antonella Picchio (2005:18) refiriéndose a lo que es necesario para alterar el modo de pensar y de actuar marcado exclusivamente por lo masculino, no basta con disponer de un lugar privilegiado en la jerarquía social sino que es necesario también tener “identificar ciertas cuestiones fundamentales y abordarlas de forma novedosa” así como “formular y utilizar los instrumentos analíticos adecuados. la eficacia en lograr cambios depende de la capacidad para interpretar la naturaleza y la dinámica de los procesos sociales y para reconocer los sujetos que en ellos actúan”.
Coincidiendo con esta apreciación entiendo que para provocar un reencuentro de la economía y con la aspiración humana y con la práctica social de la paz, en los múltiples sentidos que vengo mencionando (relativos a la actividad económica, a los problemas económicos y a su análisis científico) es necesario, además de lo que he señalado que dispongamos de un otro enfoque teórico, de nuevos puntos de partida y de
diferentes herramientas de análisis.
Señalaré a continuación los que me parecen más relevantes y urgentes para lograr que las relaciones económicas en todas sus manifestaciones sean una fuente de satisfacción y paz en lugar de causas de enfrentamientos y conflictos más o menos violentos.
El análisis económico ha de partir de un nuevo principio antropológico. La economía debe ser una ciencia de lo humano y de los humanos (Nelson 2006), un conocimiento sobre la acción de seres humanos que observa en toda su integridad y no solo en su dimensión comercial y mercantil, como evaluadores del riesgo y la utilidad.
La economía no puede limitarse tampoco a ser una mera praxeología, una ciencia de la elección o una mera técnica al servicio de la eficiencia, sino una ciencia moral, con sensibilidad ética, y concernida por los problemas humanos de la privación y la pobreza, de la discriminación y la injusticia.
Estos principios deben ir acompañados necesariamente de un concepto de la actividad económica que no se limite a lo que tiene expresión monetaria, sencillamente, porque la satisfacción de las necesidades humanas (incluso las simplemente materiales) está concernida por actuaciones humanas que se desenvuelven en esferas ajenas a lo monetario. Y porque muchos bienes y servicios imprescindibles para la vida humana (tanto o más que los que se manifiestan como mercancías) se producen en ámbitos en los que no impera la lógica del intercambio mercantil.
De hecho, la extensión del conocimiento y el análisis económico a esos ámbitos y el reconocimiento de ese tipo de actividades como dentro lo que consideremos como economía será lo que permitirá que ésta se reconcilie con los valores ya la práctica de la generosidad, del regalo, del amor, del cuidado, de la cooperación, de la sensibilidad, del respeto y la cooperación, de las emociones, de la entrega y la solidaridad que son los que, en realidad, hacen que los seres humanos seamos efectivamente humanos y capaces de resolver en paz nuestros problemas.
Paralelamente la economía debe renunciar para siempre a la ficción del automatismo del mercado y a la ficción de que éste actúa con independencia de cualquier otro fenómeno circunstancia social. Ningún mercado puede ni siquiera comenzar a funcionar sin normas, sin establecer preferencias previas, sin reglas de corrección y funcionamiento. Y cualquiera de ellas no puede sino derivar de una decisión previa que tiene que ver y está condicionada por la riqueza, por el poder y por la capacidad de influir de cada persona o grupo social.
Por eso la economía no solo debe ser humana, moral y social sino que debe ser también, como al inicio, economía política, es decir, capaz de reconocer los elementos de entorno que en cada momento están incidiendo en el tipo de respuesta que reciba cada problema económico y, de modo muy particular, en el conjunto de capacidades de cada persona que Amartya Sen (1997) denomina los “vectores de realización” y que son la base de la ”libertad de bienestar” de cada uno de nosotros.
De hecho, lo que resulta hoy ilusorio es creer, como suele ser habitual, que la resolución pacífica de los conflictos sociales puede lograrse garantizando solamente la “libertad de protagonismo”, por seguir utilizando las expresiones de Sen, que se refiere a la posibilidad de conseguir metas y valores, y no al mismo tiempo la de bienestar que es la que permite garantizar efectivamente que los individuos se realicen integralmente y que gocen de las consecuencias globales del bienestar que otros tienen a su completa disposición.
Si de verdad hay una aspiración sincera por la paz, la economía no podría ser ajena al hecho evidente de que hoy día el planeta dispone de recursos y de capacidad potenciales suficientes para producir riqueza, bienes y servicios suficientes para garantizar la satisfacción integral y completa de las necesidades que son esenciales para la vida humana. Claro que para ello es preciso asumir, en primer lugar, un imperativo ético universal y unas reglas de gobiernos planetario muy diferentes a las que hoy día predominan. En segundo lugar, una agenda muy diferente de los problemas que hay que resolver, como he mencionado anteriormente. En tercer lugar, un reparto del poder equilibrado que obligaría a comprender y aceptar que la democracia (por supuesto también en lo mucho que tiene que ver con los problemas económicos) además de una mecánica de decisión es también un espacio deliberativo y un tipo de vínculo social. Y, finalmente, técnicas de análisis, evaluación, decisión e intervención que se congraciaran con la naturaleza, con la naturaleza plural de los seres humanos (y especialmente con la dimensión femenina de los hechos sociales) y con la imprescindible dimensión temporal de la vida económica de un modo distinto al que hoy día conlleva el paradigma del crecimiento lineal y compulsivo.
No conviene engañarnos. La paz requiere una mínima satisfacción y el sentimiento de que se está actuando con un mínimo de justicia. Por eso, mientras nuestro siga siendo un verdadero infierno para la mayoría de la población humana no será posible la paz.
Para evitarlo, el punto de partida imprescindible es comenzar por la modificación en el destino de los recursos y la asunción de una pauta distributiva diferente e igualitaria. Las Naciones Unidas y muchos otros organismos oficiales, organizaciones privadas o estudios académicos vienen insistiendo que con una cantidad de recursos que relativamente es bastante reducida (si se compara con los patrimonios o rentas de las personas más ricas del mundo o con el gasto armamentístico mundial, por ejemplo) se podrían financiar las soluciones a las grandes carencias de la humanidad en salud, vivienda, educación o alimentación. Pero los gobiernos no es que no avancen en la necesaria transformación de las estructuras desiguales e injustas que provocan pobreza, sino que ni siquiera cumplen sus propios compromisos de “generosidad” con los que ellos mismos han arruinado.
Lo que eso quiere decir es
que para avanzar hacia una distribución más justa de la riqueza hay que modificar, como he señalado, la agenda global y la de los gobiernos nacionales: dando prioridad al problema de la desigualdad frente al del crecimiento en el comercio internacional, estableciendo mecanismos de control de las finanzas internacionales para que queden sometidas a la regulación efectiva de los gobiernos y de instituciones mundiales reforzadas, imponiendo tasas o impuestos a escala planetaria, sometiendo la actuación de las grandes empresas transnacionales a leyes y reglas de responsabilidad, modificando los sistemas de incentivos y las leyes de patentes o estableciendo contribuciones obligatorias a fondos internacionales destinados a la creación de las necesarias infraestructuras y servicios de bienestar, por citar solo algunos ejemplos, de los muchos que se pueden encontrar en la literatura o en las propuestas políticas de quienes ofrecen perspectivas de transformación social en nuestro mundo.
Pero, como acababa de señalar, no conviene engañarse. Todo eso será posible solo en la medida en que se comience por generar nuevas herramientas de pensamiento (nuevas formas de contabilidad social, nuevos indicadores, perspectivas de análisis más complejas y transversales…), nuevos valores y nuevas convicciones e imperativos morales.
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