En Agora, Revista de Ciencias Sociales, 1, 1998.
En los últimos años se ha generado un lugar común que ha calado muy hondo en la opinión pública: el sistema actual de pensiones públicas está en crisis y hay que modificarlo sin remedio y sin tardanza.
En las revistas de mayor circulación, en la prensa diaria y, en general, en todos los medios de comunicación se han multiplicado las noticias y análisis tendentes a tratar de justificar esa opinión y a trasladar a los ciudadanos pruebas concluyentes de su indiscutible certeza.
A base de reiterar razonamientos de gran impacto intuitivo (con niveles tan altos de paro no se generan contibuciones suficientes para que los Estados paguen las pensiones, la población es cada vez más vieja y hay más pensionistas que cotizantes, el fraude tan elevado provoca déficit en la Seguridad Social y no hay recursos suficientes,…) los ciudadanos han llegado a hacer suyo el criterio que se sostiene tan reiteradamente y que, por una sutil coincidencia no siempre transparente, ha tenido como impulsores y financiadores más potentes y firmes a los grandes bancos y compañías financieras
Naturalmente, la coincidencia ha alcanzado también, como no podía ser menos, a las propuestas de solución que se centran en tres principios fundamentales.
1. Las pensiones no contributivas (aquellas que se perciben como una especie de mínimo vital y con independencia de haber cotizado o no anteriormente) tenderán a convertirse en una especie de mínimo de subsistencia y a la baja, a diferencia de su consideración actual como expresión del alcance universal del bienestar social, lo que continuamente empuja su cuantía al alza.
2. Las pensiones contributivas tenderán a la baja, bien porque se vinculen cada vez más a las contribuciones efectivamente realizadas, bien porque se amplíe (como ya está pasando) el número de años tomados de base para su cálculo.
3. Ya que los dos principios ateriores darían lugar a una clara insuficiencia de las percepciones que se recibirían al terminar la vida activa, será necesario que el trabajador contribuya él mismo a generarse fondos complementarios para su pensión futura. Naturalmente, esos fondos complementarios ya no se generarán con contribuciones al sector público sino a fondos de pensiones de titularidad privada.
Como he señalado, la coincidencia a la hora de asumir estos tres criterios es prácticamente total, pues incluso los propios sindicatos mayoritarios los han hecho suyos en casi todos sus términos. Cabría pensar, pues, que la bondad de un sistema alterativo acorde con éstos criterios es también generalmente demostrable y demostrada y que, en consecuencia, las ventajas de alcanzarlo son efectivamente mayores que las de seguir en la situación actual.
La sorpresa quizá radice en que no se puede argumentar, desde ningún punto de vista que no sea el de los intereses de los grandes grupos financieros, que el régimen al que nos dirigimos sea mejor, más seguro, más sostenible, más justo o más eficiente para el conjunto de la economía.
Trataré de demostrar con la mayor brevedad a continuación la falta de rigor y el cinismo que envuelve a la estrategia de reforma del sistema de pensiones públicas que se instituyó como una parte consustancial al estado de Bienestar.
La controversia sobre la crisis financiera de las pensiones públicas
El punto de partida fundamental para justificar los cambios tan importantes que se proponen en el sistema público de pensiones giran siempre en torno a un idéntico lugar común: dada la tendencia previsible en los factores de los que depende su financiación, será imposible sufragarlas en el futuro a sus niveles actuales.
En particular, se realizan estimaciones demográficas según las cuales la evolución de las tasas de natalidad y mortalidad llevará consigo un aumento de la población de más edad en el conjunto de la población. Se producirá entonces un incremento sustancial de la población jubilada, mientras que será cada vez menor la proporción de los ciudadanos en edad de trabajar. En consecuencia, la relación entre pensionistas y cotizantes (denominada tasa de dependencia) tenderá a aumentar, de lo que se deduce que habrá menos recursos para financiar la demanda cada vez mayor de pensiones.
Para evitar el colapso no habría más remedio que aumentar las fuentes de financiación:
– bien aumentando las cotizaciones sociales,
– bien aumentando la aportación del Estado a la financiación del sistema,
– bien (o complementariamente) aumentando la presión fiscal global.
Sin embargo, ninguna de estas alternativas se considera que pueda ser utilizada por diversas razones, que podrían resumirse en la inconveniencia de aumentar la presión fiscal sobre las empresas o la propia dimensión del sector público.
De ahí se deducen dos inevitables consecuencias que, como vimos antes, están en la base de la estrategia de reforma. La primera es que no habrá manera de financiar el sistema con los mecanismos de reparto actuales y la segunda es que hay que reducir el nivel de gasto, la cobertura que proporciona el sistema.
Sin embargo, aunque estas razones puedan parecer de una lógica intachable, hay que realizar una serie de matizaciones fundamentales.
La primera cuestión a dilucidar va ligada a la naturaleza de las fuentes de financiación precisas para poder hacer frente al gasto en pensiones.
Por lo que hace referencia a las no contributivas, su financiación procede de los Presupuestos del Estado y, en consecuencia, habrá posibilidad o no de financiarlas en la cuantía actual o en otras mayores en función de la preferencia social dominante en un momento dado en la sociedad: puede preferirse destinar una parte más o menos elevada de los recursos generados en la sociedad para proporcionarlas, o puede preferirse destinarlos a otras alternativas.
Se trata por lo tanto de una decisión colectiva que se adopta en virtud del juego de poderes prevaleciente en un momento dado en la política y en la sociedad. No hay razones económicas para decir que su financiación presenta dificultades o, al menos, que presenta más dificultades que las de la Casa Real, el ejército o cualquier otro programa de gasto público, cuyo mantenimiento depende, como digo, de que la sociedad desee efectivamente mantenerlos.
Esto es, los ciudadanos pueden decir que no se desea que se aumenten los recursos para que las pensiones no contriutivas sean más elevadas, pero nadie puede afirmar que esto deba ocurrir por razones objetivas de financiación. No hay razón científica, sino de preferencia social para establecer la cuantía mayor o menor de estas pensiones.
En relación con las pensiones contributivas hay que determinar si, mediante el actual sistema de reparto, se puede hacer frente a la demanda de pensiones que la población jubilada generará en el futuro.
Pues bien, en contra de los comúnmente se viene afirmando, la situación financiera real del sistema de pensiones públicas puede caracterizarse con los siguientes rasgos:
I) Si se dejan a un lado las pensiones no contributivas y los gastos sanitarios, que deben financiarse con cargo a otras fuentes, la diferencia entre los ingresos y gastos del sistema viene arrojando sistemáticamente un importante superávit. Además, no se observan signos que indiquen ningún deterioro sustancial en dicha magnitud.
II) Esta situación superavitaria se ha mantenido «a pesar» de que el sistema público de pensiones en nuestro país se viene configurado desde 1967 en torno a un principio redistributivo que ha permitido corregir importantes desequilibrios en la distribución primaria de la renta:
a) Sólo a lo largo del período 1990-94, por ejemplo, las pensiones medias de las distintas modalidades y regímenes experimentaron un considerable aumento en términos reales: las de jubilación, un 11,5%; las de invalidez, un 11,3%; las de viudedad, un 14,3; y las del Régimen General, un 11,2%.
b) La pensión contributiva efectivamente cobrada por el individuo es, en términos generales, sustancialmente superior a la pensión inicial estimada a partir de su base reguladora. En el caso de que no hubiesen mediado este tipo de actuaciones redistributivas, el coste de las pensiones del sistema contributivo sería, aproximadamente, un 40% inferior.
III) Por otro lado, y al igual que no se observan signos de agotamiento financiero en la evolución más reciente del sistema público de pensiones, la situación de crisis tampoco se deduce necesariamente de un análisis de los acontecimientos que se preven para el futuro. En primer lugar, porque como consecuencia de la evolución descendente del colectivo de menores de 16 años, se va a liberar una cantidad importante de recursos procedentes de la sanidad, educación, servicios sociales, etc., los cuales se podrían destinar a financiar las pensiones. En segundo lugar, porque se observan signos de ralentización en el crecimiento de las pensiones contributivas, tendencia que previsiblemente se reforzará como consecuencia de la desaparición de determinados fenómenos coyunturales que han incrementado el número de pensiones a lo largo de los últimos años por razones no estrictamente demográficas (descenso previsible de jubilaciones anticipadas y de las de invalidez en su modalidad contibutiva, tendencia a la baja de la tasa de crecimiento del número total de pensiones, etc.). Por último, hay que tener en cuenta que, a la vista de la evolución experimentada por el gasto público en pensiones contributivas desde principios de la década de los setenta, resulta que las mayores tasas de crecimiento en términos reales corresponden precisamente al período 1972-81. Sin embargo, dicho aumento se ha moderado considerablemente desde 1981, hasta situarse en el 5,3% para el período 1981-95.
Resulta, pues, sintomático que haya sido precisamente cuando las pensiones han atemperado su crecimiento cuando se ponga en cuestión su sostenibilidad financiera.
Por otro lado, quienes sostienen que el sistema de pensiones públicas se encuentra en crisis financiera profunda parten de una hipótesis muy poco consistente, pues vinculan el equilibrio financiero solamente a la situación demográfica, sin tener en cuenta, al mismo tiempo, la evolución de las variables que condicionan el papel de la Tasa de Dependencia (relación entre pensionistas y población) en la ecuación del equilibrio financiero del sistema.
En realidad, la financiación de las pensiones públicas correría peligro si se produce, al mismo tiempo que el envejecimiento de la población, una serie de circunstancias que no suelen incorporarse en los análisis justificativos de la reforma:
– Que no se reduzca la tendencia al desempleo creciente, que impide destinar recursos salariales actuales para rentas diferidas a una gran parte de la población.
– Que la economía no sea capaz de recobrar ritmos más elevados de crecimiento económico, pues, de hecho, el argumento generalmente utilizado para justificar la reforma -la creciente e insoportable participación del gasto en pensiones sobre el PIB- se produce más bien por una disminución del PIB que por el mayor número de pensiones que hay que pagar.
– Que el desempleo juvenil o el de larga duración se mantengan como fenómenos generalizados, lo que reduce la vida ocupada de la población y, en consecuencia, el período y las rentas por las que pueden cotizar.
– Que los salarios reales tiendan a disminuir, de manera que el volumen recaudado de cotizaciones sociales tengan que ser necesariamente menor.
– Que continúe la tónica de distribución de renta a favor de los beneficios, lo que disminuye en términos relativos la masa salarial, provocando igualmente una menor cotización global al sistema.
– Que se generalice el empleo precario o de baja calidad, con salarios reducidos y, por tanto, con baja capacidad de contribución social.
– Que las modificaciones en la productividad del trabajo respondan exclusivamente a un uso más intensivo del factor trabajo orientado a obtener excedentes mediante estrategias espurias y globalmente ineficaces de competitividad.
Lo que resulta entonces verdaderamente sorprendente es que los análisis justificativos de la reforma del sistema público de pensiones apenas se detengan en valorar la evolución previsible o deseable de estas otras variables. Se limitan a aplicar con denuedo su sofisticada batería de modelos a la simple evolución demográfica, pero para nada se ocupan de esas otras variables que, justamente, son las que tienen que ver más directamente con el bienestar. Es una pena que los economistas que se reputan más sabios e inteligentes se desvivan por los desequilibrios demográficos y no muestren semejante preocupación por la crisis recurrentes, por la ralentización del crecimiento, por el desempleo generalizado o por una pauta de distribución tan injusta como paralizante a largo plazo.
Como no cabe pensar que se trate de un simple olvido, puede decirse, en palabras de un conocido Informe citado del Consejo de Europa, que «la demografía sirve de pretexto para frenar o impedir las mejoras sociales».
La bondad de los sistemas alternativos
Puesto que no hay razón con fundamento suficiente para aceptar que la reforma del sistema público de pensiones deben realizarse a causa de su previsible desequilibrio financiero, hay que preguntarse si la alternativa de mayor presencia privada que se ofrece representa más ventajas y si va a suponer una mejora en el funcionamiento de la economía y en el bienestar social.
Para ello, hay que hacer referencia a tres grandes aspectos que lleva consigo la reforma: la eliminación de lo que se considera efectos perversos del sistema actual de pensiones sobre la asignación de recursos, y especialmente sobre el empleo; el mayor protagonismo de los mecanismos de capitalización y, por último, la introducción de la iniciativa privada en el sistema.
La principal crítica al sistema tradicional, en cuanto a asignación de recursos se refiere, se basa en considerar que las cotizaciones sociales suponen un coste excesivo para las empresas y que, por ello, perjudican la estrategia de generación de empleo. Además, se entiende que las que corresponden a los empleadores vienen a ser realmente un impuesto sobre el uso del factor trabajo, por lo que actúan como un elemento que discrimina a las actividades intensivas en trabajo y que puede incentivar procesos indeseables de sobrecapitalización de las empresas.
Sin embargo, no puede aceptarse sin más que esta propuesta de reducción de las cotizaciones empresariales lleve consigo efectivamente una mayor eficiencia. Más bien todo lo contrario: aunque a corto plazo signifique un ahorro de costes salariales, no es seguro que lo sea a medio y largo plazo. Además, si se parte del supuesto de que las cotizaciones empresariales constituyen una rémora para el empleo y el crecimiento, debería seguirse de ahí que los países en donde han sido más elevadas habrían tenido resultados económicos más desfavorables, al contrario de lo que ha sucedido en la realidad.
En suma, y lejos de la seguridad con que suele argumentarse, no hay evidencia empírica alguna que permita obtener conclusiones definitivas sobre este asunto.
La segunda cuestión a considerar es la conveniencia de sustituir el sistema de reparto por el de capitalización.
Este es un asunto extraordinariamente debatido en el análisis económico, lo que nos permite limitarnos a afirmar aquí con absoluta contundencia que tampoco hay razones científicas para preferir un sistema a otro. De hecho, los intentos de proclamar a un sistema superior al otro a partir de la teoría económica se ha calificado como una una «polémica estéril».
La tercera cuestión a dilucidar se refiere a las posibles ventajas que puede llevar consigo la privatización de la administración y gestión del sistema de pensiones, bien sólo en su nivel complementario, bien incluso en lo que suponga ir más allá del nivel básico mínimo.
En términos generales, se considera que los sistemas de Seguridad Social han extendido hasta tal punto los niveles de protección que, más que asegurar el necesario socorro a los más débiles, han provocado la aparición de potentes desincentivos. Se entiende que la protección generalizada, los seguros de desempleo, la sanidad gratuita, etc., generan poco aprecio al trabajo, potencian la abulia y la falta de esfuerzo, y favorecen una comprensión de los servicios públicos como bienes de acceso gratuito que no tienen coste, cuando en realidad llevan consigo un volumen de gasto público que se hace insoportable.
Con independencia de ello, se afirma que el gasto que administra la Seguridad Social es hoy día excesivo, que arrastra tras de sí un ingente ejército de empleos improductivos y que se administra sin el rigor y la economía propios de la inciativa privada. Se considera, por el contrario, que ésta última, en la medida, en que administra bajo rigurosos criterios de eficiencia podría gestionar los recursos disponibles de manera mucho más rentable y productiva.
Se argumenta también que la financiación de las prestaciones sociales, y en particular de las pensiones, a través de cotizaciones sociales y/o impuestos lleva consigo cargas demasiado elevadas para las empresas, lo que deriva en pérdida de empleo. Por el contrario, se dice que si se instaurasen sistemas de capitalización gestionados por la iniciativa privada se podría aliviar la carga impositiva y con ello favorecer la creación de puestos de trabajo.
También se señala que al basarse los sistemas públicos en criterios universalistas, se rompe con la libertad de elección, esto es, con uno principio básico que debe gobernar los regímenes de mercado.
Finalmente, se indica que si la acción pública se limita a garantizar los mínimos esenciales de protección y se deja que la iniciativa privada gestione los niveles complementarios a ellos, se liberarían recursos que puestos en circulación a través de los mercados favorecerían mayores rendimientos del sistema y resultados globales de la actividad económica más satisfactorios.
Sin embargo, ninguno de estos argumentos puede sostenerse con firmeza, pues se pueden contrarrestar con suficiente contundencia.
La evidencia empírica demuestra que la existencia de altos niveles de protección social no va acompañada de fenómenos negativos en las economías, sino más bien todo lo contrario, pues son precisamente las naciones donde ha llegado más lejos las que muestran, al mismo tiempo, más estabilidad y crecimiento económico.
Además, el gasto en Seguridad Social constituye un elemento primordial para el sostenimiento de la demanda agregada de la economía y, en ese sentido, es un factor esencial del crecimiento y el desarrollo económico.
Hay que tener en cuenta también que cualquier sistema privado tendría mucha menor garantía que el sistema público, implicaría la desaparición de los mecanismos de transferencia de derechos, estaría sometido en mayor medida a riesgos como la inflación y, por supuesto y a diferencia del sistema público, podría quebrar.
Por otra parte, puesto que el sistema privado debe funcionar sobre la base de lograr rentabilidad, y para hacer frente a esos riesgos, el sistema privado debe operar con primas más elevadas que las de un sistema público y perjudicando a las personas con menos riesgo.
En principio, la posibilidad de alcanzar altos rendimientos a través de la administración privada de los fondos es un argumento que se utiliza a su favor; pero no se tiene en cuenta que los sistemas financieros actuales se caracterizan por una extremada inestabilidad y por estar sujetos a gran incertidumbre y alto riesgo, como ponen de manifiesto las sucesivas crisis bursátiles, financieras o bancarias que han provocado la quiebra incluso de empresas o instituciones de gran envergadura. Las primas más elevadas serán la única cautela posible frente a este riesgo, pero nada podría evitar la quiebra general del sistema si se llegara a una crisis financiera generalizada, que no es una hipótesis descartable, sino más bien que cabe esperar se produzca sin remedio de no modificarse la naturaleza que predomina en los mercados financieros actuales.
Pero la argumentación quizá más rotunda en contra de las ventajas de la privatización, incluso cuando ésta sólo se da en niveles complementarios, deriva de que la dinámica de mercado es incapaz, por definición, de resolver de manera efectiva las contingencias que trata de paliar la protección social, entre otra cosas, porque generalmente es el propio mercado el que las produce.
Eso es lo que explica que cualquier regimen privado se caracterice por las barreras de entrada que presenta, pues sólo los que disponen de un alto nivel de ingresos pueden acceder a él como mecanismo efectivo para garantizarse la pensión.
Un ejemplo especialmente significativo de los resultados de la administración privada del sistema de pensiones es el de Chile.
En este país, que suele ser utilizado como ejemplo por los neoliberales más conspicuos, la realidad muestra que de los aproximadamente cuatro millones ochocientos mil afiliados a las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), sólo dos millones trescientos mil cotizan normalmente, y la cuarta parte de estos cotizan por menos del salario mínimo chileno (alrededor de unas veinte mil pesetas). Se calcula entonces que la mayor parte de los afiliados no cotizantes sólo alcanzará, como mucho, la pensión mínima.
En junio de 1.994, después de trece años, el 69% de los afiliados no habían logrado acumular más de un millón de pesos (algo más de trescientas mil pesetas), y ello a pesar de que la rentabilidad media de los fondos ha sido del 13%.
En conclusión, pues, no hay tampoco razones de fuerza que permitan sostener con rigor y honestidad intelectual que una disminución de la cuantía de las pensiones contributivas y la complementaria mayor presencia del sistema privado va a mejorar el bienestar o, incluso, la eficiencia en la asignación general de los recursos.
)Para qué, entonces, tantas excusas?
No pueden ofrecerse unos términos rigurosos para justificar los cambios que se proponen, no se pueden aportar argumentos científicos de peso, no pueden darse razones objetivas certeras. Y, sin embargo, se apuesta contundentemente por un horizonte que, en realidad, sólo traerá una menor protección social en el futuro y sin que ello, para colmo, redunde en ventajas sustantivas para el funcionamiento, incluso, de la economía capitalista.
La pregunta, pues, es por qué se mantienen con tanto ahínco ese tipo de propuestas.
Garantizar las tasas de beneficio después de la última gran crisis del sistema capitalista obligó a modificar la base técnica de los aparatos productivos, las pautas de consumo e, incluso, las bases de socialización ciudadana en un ambiente de alta crispación, de conflictos sociales, de pérdida de legitimidad y poblado de quiebras y cierres empresariales. Ha sido y está siendo, entonces, necesario disponer de todos los recursos, y muy principalmente de los que, a partir de las estrategias de redistribución necesarias en el periodo anterior para garantizar la paz social, eran dispuestas por los llamados Estados de Bienestar. De ahí, los ataques contra este tipo de políticas redistribuidoras y, en general, contra cualquier política de gasto que no estuviera orientada a sostener el interés empresarial y/o a facilitar la reconversión de los aparatos productivos. Estrategias que han provocado el debilitamiento progresivo de los armazones, ya de suyo débiles, del bienestar institucionalmente garantizado de la época anterior y que, en lo que nos ocupa, se manifiesta en la progresiva disminución de la cobertura de los sistemas de pensiones públicas con el objetivo, también, de drenar al máximo los gastos públicos sociales.
Por otro lado, las economías capitalistas actuales se caracterizan por un proceso continuado de financierización que provoca la hipertrofia de los flujos financieros y su constitución como un lugar privilegiado del beneficio, hasta el punto de que la inversión financiera, mucho más abundante y rentable, es el destino que termina por acaparar el ahorro de las economías.
Al amparo de tipos de interés elevados, de políticas monetarias restrictivas, de un sistema internacional de inestabilidad monetaria generalizada que garantiza las ganancias especulativas o de mercados financieros cuasi regulados para favorecen las operaciones sobre el papel más que las puramente productivas, resulta que la disposición de cuantiosos recursos financieros es hoy día la base para realizar las mejores oportunidades de negocio en nuestras economías.
Por eso, disponer de los recursos que la masa millonaria de trabajadores venía aportando al sector público no es sólo una aspiración de los intermediarios privados, sino que no disfrutar de ellos representa un coste de oportunidad insoportable para bancos, seguros o compañías financieras de todo tipo.
Esas cotizaciones constituyen un botín al que el capital financiero no está dispuesto a renunciar cuando, a diferencia de lo que sucedía en años anteriores, las oportunidades de ganancia son tan elevadas y cuando, además, ya se han encontrado vías de legitimación (como el propio desempleo generalizado) que hacen menos necesaria la política redistributiva, tan costosa, de las administraciones públicas.
Vivimos, pues, una época en la que el capital financiero, con mayor capacidad de convencimiento social que nunca gracias a su presencia masiva y dominio en los grandes medios de comunicación, puede permitirse hacer suyos los recursos sociales sin necesidad de especiales contemplaciones, sin tener que recurrir a estrategias de acuerdo o reparto. Gracias, tan sólo, al extraordinario y desnudo poder del que desfruta en nuestras sociedades, desarmadas civilmente por el desempleo y fragmentadas por políticas de ajuste que conllevan un empobrecimiento estructural, no sólo en términos económicos sino tambien en las pautas de socialización y convivencia.
La reforma del sistema de pensiones públicas se lleva a cabo solamente porque conviene a los grupos financieros que van a hacerse con la mayor parte de la ingente masa de recursos que antes iba se dirigía a las arcas públicas. Para ello se recurre a publicitar con medios inmensos justificaciones tan torticeras como poco rigurosas, a financiar estudios carentes del más elemental recato teórico y, literalmente, a comprar a profesores e investigadores dispuestos a ponerse al servicio vergonzoso de los bancos y cajas de ahorro a cambio de recibir migajas, aunque para ellos sustanciales, del festín del que sólo disfruta de verdad una minúscula parte de la sociedad.
Economistas, investigadores y profesores dedicados solamente a poner letra a la música de los poderosos y que, al final, son los que hacen el trabajo sucio necesario para que, como ha escrito Galbraith, «los disparates de los ricos pasen en este mundo por sabios proverbios».