Publicado en Rebelión el 10 de marzo de 2009
En muchas ocasiones he defendido con plena convicción al pueblo cubano y los esfuerzos ingentes que debe hacer para ejercer el derecho a construir libremente su futuro.
No hay otro pueblo en el mundo que sufra un acoso tan inhumano, inmoral e ilegítimo como el que Cuba padece de Estados Unidos. No hay otro país al que se le impongan condiciones tan draconianas para desenvolverse con libertad. Y todo, porque el pueblo cubano decidió que no deseaba avanzar por la vía que le conviene a su vecino imperialista.
Es evidente que en Cuba no existe la libertad política a la manera en que se disfruta en otros lugares. No hay pluralismo político al uso occidental y muchos ciudadanos no disfrutan de la posibilidad de expresar libremente sus ideas. En ese sentido es una dictadura y como tal, no creo que nadie pueda considerar el modelo político de la isla como un horizonte deseable para la Humanidad, ni como una situación que debiera permanecer para siempre allí o en cualquier otro sitio. El auténtico progreso humano no puede ser otro que el que proporciona ámbitos de libertad cada vez más amplios a todos los seres humanos sin excepción.
Eso es una evidencia, pero también lo es que eso no puede significar que, a la contra, la democracia desde la que se critica a Cuba sea precisamente ejemplar. No creo, por ejemplo, que en Cuba pueda ser elegido un Jefe del Estado con tantas trampas como las que permitieron alcanzar el poder a George W. Bush. Y no creo que puedan considerarse ejemplares las «democracias» de las que se sienten ufanos los críticos del régimen cubano en las que la desigualdad material tan grande que existe entre los individuos es decisiva a la hora de determinar sus muy diferentes capacidades de decisión.
¿Acaso es justo considerar que el poder asimétrico que en nuestras «democracias» tienen los ricos no afecta a la calidad de la democracia, o que existe verdadera democracia cuando es una evidencia que las cuestiones más determinantes de la vida social están de hecho secuestradas a la capacidad efectiva de decisión de la inmensa mayoría de los individuos?
Pero incluso aceptando estas limitaciones del régimen político cubano, ¿acaso es justo el trato que recibe la isla en comparación, por ejemplo, con el que las grandes potencias tan preocupadas por los derechos humanos, conceden a China?
¿Qué pasaría si en Cuba hubiera la misma proporción de disidentes que en China, o las condiciones laborales de la potencia asiática? ¿O, simplemente, la corrupción y la barbarie que reina en otras dictaduras gobernadas por afines a los gobiernos occidentales?
¿No es precisamente una buena prueba de la baja calidad de la democracia occidental que nuestros gobiernos tengan esa percepción tan dual y selectiva de la importancia que tiene el respeto mayor o menor de los derechos humanos?
Se quiera o no reconocer, la realidad es que si el sistema político cubano es criticable por su falta de respeto a los derechos humanos, no lo es, sin embargo, porque allí se respeten menos que en otros lugares (incluidos entre ellos muchos de nuestros países de orgullosa democracia). A tenor del trato que recibe de Estados Unidos, habría que deducir que Cuba es el país más antidemocrático del mundo. Algo que es manifiestamente falso, y que, por tanto, muestra que la desproporcionada reacción contra el régimen cubano no responde a las razones que aparentemente se dan para justificarla.
En fin, esa doble vara de medir tan cínica que se usa para atacar a Cuba es lo que al menos a mí me ha llevado a defender su proceso político en muchas ocasiones, y aunque eso no tenga por qué interpretarse como la aceptación de que el «modelo» político cubano sea ideal ni deseable. Esa razón, y el hecho que también me parece evidente de que, a pesar de la pobreza y de las condiciones de bloqueo y agresión externa en las que se desenvuelve, ha sido capaz de lograr condiciones de vida para su población indiscutiblemente mejores que los de otros países de su entorno o con sus mismos recursos. Y ello, de nuevo, sin que tampoco haya de ser interpretado como que Cuba sea el mejor de los mundos posibles, porque no lo es.
En fin, he hecho siempre esta defensa relativa de Cuba y en otras ocasiones la he criticado como, por ejemplo, cuando allí se ha recurrido a la inhumana pena de muerte para castigar a cualquier tipo de delincuente.
Todas esas ambivalencias son las que yo creo que hacen que no sea fácil para las gentes de izquierda tener siempre y en todos los aspectos una posición de apoyo firme al proceso cubano. No es justo asumir la injusta doble vara de los reaccionarios, pero tampoco sirve de nada apoyar cualquier cosa de lo que allí sucede, sencillamente, porque, visto desde fuera, son muchas las cosas que no pueden resultar aceptables ni deseables.
En los últimos días nos encontramos en una de estas situaciones en las que cualquier persona progresista no puede sentir sino decepción con lo que se hace en Cuba.
Desconozco las razones profundas que hayan podido llevar a la destitución de Perez Roque y Lage y la verdad es que en otras condiciones no me importarían. Entra dentro de la lógica que en cualquier proceso político haya cambios, idas y venidas, sustituciones, pérdidas de confianza o cualquiera otra de las muchas circunstancias que todos los días hacen caer gobiernos o que llevan a reemplazar ministros o autoridades de cualquier tipo.
Pero la forma en que hemos conocido esas sustituciones y las razones dadas solo me parecen propias de una dictadura bananera.
Si Fidel Castro lleva razón en su comentario sobre esos ministros, es evidente que los órganos que han decidido reemplazarlos mintieron al pueblo al no decir nada. Y es impresentable que algo tan importante solo se sepa a partir de un comentario informal de alguien que, por mucha autoridad moral que pueda tener, no forma parte ya de la institucionalidad que aparentemente toma las decisiones. Y si su comentario es simplemente malvado, sería una vergüenza escandalosa que nadie le haya corregido.
En ambos casos, la situación es bochornosa porque no refleja sino una purga a la antigua usanza, la existencia de un poder personal absolutamente incompatible no ya con la democracia socialista de la que se quiere hacer gala, sino con su más elemental y primitiva expresión.
Fidel Castro tiene todo su derecho a comportarse como el abuelo a quien la familia le permite todo tipo de impertinencias pero lo que no parece lógico es que el proceso político cubano gire alrededor de sus ocurrencias.
El funcionamiento del régimen político cubano que acabamos de ver es sencillamente indefendible. Es una vergüenza que eso pueda ocurrir en un país que, a pesar de tantas dificultades, reclama continuamente la solidaridad internacional presentándose ante el mundo como un ejemplo de progreso y avance social.
Ninguna persona de izquierdas puede sentirse identificado con ese modo de proceder y quien actúa de esa forma carece de legitimidad para hacer luego llamados a la solidaridad y al apoyo.
Nos lo ponen demasiado difícil.