Publicado en ctxt.es el 27 de diciembre de 2023
La frase que utilizo en el título de este artículo es de Carlos Castilla del Pino. La decía hace tiempo, pero creo que la repetiría hoy día, en tiempos de la posverdad, con mucha más convicción porque ahora, como dice Chomsky, la gente ya no cree en los hechos.
A mi juicio, si hay un tema relativo a las políticas sociales y económicas que responde a esta triste realidad es el de la renta básica.
Sobre esta propuesta se puede afirmar, sin riesgo de exagerar, que se han publicado miles de libros, investigaciones o artículos científicos llenos de datos y análisis objetivos; además, naturalmente, de las reflexiones filosóficas y normativas que un asunto como ese lleva inevitablemente consigo.
Sin embargo, no parece que haya manera de situar el debate sobre sus virtudes o inconvenientes en un terreno que no sea el de los prejuicios o apriorismos con que se suele rechazar -no siempre, naturalmente-, y también a veces defender, porque esto último también sucede.
El reciente libro de Jordi Arcarons, Julen Bollain, Daniel Raventós y Lluis Torrens (En defensa de la renta básica. Por qué es justa y cómo se financia. Deusto, 2023) precisamente termina solicitando que se muestren las posibles equivocaciones que hayan podido cometer en su obra “con razones, argumentos y datos”.
Veremos si tienen suerte porque, como digo, el debate sobre la renta básica es de todo menos dialógico. Se ha normalizado tanto el planteamiento visceral del debate que caen en él hasta autores que en los demás terrenos suelen esforzarse por razonar con argumentos rigurosos y de peso. Sirva como ejemplo reciente el juicio de Martin Wolf, editor económico de referencia en Financial Times, en su último libro (La crisis del capitalismo democrático. Deusto, 2023, p. 369). Allí califica a la renta básica como un “delirio” con argumentos sobre su coste mal realizados y que han sido rebatidos por datos en multitud de ocasiones, e incluso con juicios sorprendentes, como al decir que es una propuesta “intencionadamente” mal enfocada.
Es cierto que la propuesta de implantar una renta básica universal es intrínsecamente polémica, y que su conveniencia no se puede establecer científicamente. Es así, porque implica un debate basado en principios filosóficos, preferencias personales y consideraciones éticas y morales que no admiten conclusiones objetivas.
Pero eso no puede llevar a rechazarla o a evitar que sea objeto de debate social. Una sociedad democrática estaría obligada, por el contrario, a plantearlo y a facilitar la deliberación abierta, plural y transparente de esas diferentes preferencias. Y, a partir de ahí, permitir que se pueda establecer una opinión mayoritaria que se lleve a la práctica.
Rechazar una propuesta porque tenga un importante contenido normativo, o soslayar por esa razón su discusión, es una estrategia tramposa, pues simplemente equivale a aceptar de facto y sin debate otras propuestas alternativas igualmente normativas.
Dar por hecho, por ejemplo, que el tipo de ingresos mínimos que deben establecerse son los condicionados implica estar asumiendo un principio también filosófico y normativo, moral y subjetivo, de la misma naturaleza, por tanto, del que hay detrás de la renta básica universal, aunque sin decirlo, ni discutirlo.
Algo parecido ocurre en relación con determinados argumentos a favor o en contra de la renta básica universal cuyo contenido depende del método de análisis, de la realidad o el momento estudiados, del enfoque, o de los datos disponibles. El hecho de que sea materialmente imposible obtener una respuesta objetiva y canónica para algunas de las cuestiones que plantea su posible aplicación en la práctica no puede justificar tampoco su rechazo apriorístico. Es bien sabido que las ciencias sociales estudian problemas relativos a los seres humanos y que nuestro comportamiento no es (afortunadamente) como el de los electrones o los elementos de la tabla periódica cuando se mezclan entre ellos. Tenemos libertad y autonomía a la hora de decidir y por ello es muy difícil, por no decir imposible, que se puedan establecer regularidades, leyes de comportamiento, que sean de validez universal. Sólo en muy contados casos es posible la experimentación y, cuando se lleva a cabo, solo puede proporcionar resultados bastante limitados. Por mucho que lo intentemos, es imposible saber a ciencia cierta, por ejemplo, cuál será el comportamiento de la totalidad de las personas y en cualquier circunstancia en relación con el trabajo, si recibieran una renta básica.
Pero esta indefinición tampoco puede ser la excusa para rechazarla o, menos aún, el debate sobre sus ventajas e inconvenientes. Sucede exactamente igual con todas las medidas de política económica y social que los gobiernos toman día a día.
De nuevo cabe decir que lo que debería permitir una sociedad democrática sería ofrecer a la población la posibilidad de decidir sobre el coste y el beneficio de las diferentes opciones y alternativas, sabiendo que éstas se disponen a partir de un conocimiento indeterminado y, por tanto, con incertidumbre.
Peor aún es que todo lo anterior también sucede con lo que se puede saber objetivamente sobre la renta básica. Decía un viejo amigo mío que lo que se puede sumar, contar o pesar no admite discusión y eso es lo que debiera ocurrir con algunos de los argumentos a favor o en contra de la renta básica.
Saber su coste bruto e incluso el neto (este último como resultado de contabilizar el ahorro que supondría), las diferentes formas que puede haber para financiarla y el modo en que habría que hacerlo, o los efectos reales de otro tipo de ingresos garantizados, por ejemplo, son cuestiones que se pueden determinar con bastante objetividad. Y, sin embargo, o bien no son contempladas a la hora de debatirla o, a veces, se opera (ahora sí que se podría decir que intencionadamente) con evidente manipulación.
El último libro de Arcarons, Bollain, Raventós y Torrens que he mencionado es un intento más, ahora ampliado y actualizado, de proporcionar este tipo de argumentos que, en principio, “no admiten discusión”, entendido esto en el sentido de que se trata de cálculos sobre su coste y forma de financiación que o están bien o están mal, y que, por tanto, se pueden aceptar o rechazar objetiva y taxativamente. Se trata, en mi opinión, de una aportación decisiva y fundamental porque es el primer paso que cabe dar si el debate sobre la renta básica se quisiera asumir y llevar a cabo con honestidad política e intelectual.
Estos autores demuestran una vez más que la implantación de una renta básica universal no es una propuesta que se pueda rechazar, como tantas veces se hace, porque tenga un coste indeterminado o astronómico. Sencillamente hablando, no es honesto argumentar de ese modo y en este libro se demuestra una vez más. Hay otras razones que pueden utilizarse para discutirla y ponerla en cuestión, a los cuales, por cierto, también se refieren los autores en este libro. Son, como he dicho, las de tipo normativo y sobre las cuales, por tanto, nadie se puede arrogar una mayor capacidad para decidir con privilegio o mayor fundamento que los demás.
En definitiva, tengo la impresión de que el modo en que habitualmente se plantea discute y sobre la posible creación de una renta básica (o quizá tendría que decir, en que no se plantea y no se discute) es, en realidad, la expresión del enorme déficit democrático de nuestras sociedades. Un déficit fundamentalmente derivado de la ausencia de poder de deliberación y del secuestro que los poderes fácticos han hecho de las instituciones representativas a la hora de tomar decisiones.
Cabe decir, sin embargo, que la deliberación y la capacidad de decisión no pueden ser algo de lo que se disfrute sólo si se otorga graciosamente, sino conquistado por la ciudadanía. Y el hecho de que esta tenga garantizados sus medios de vida tiene mucho que ver, por cierto, con la posibilidad de conquistarlos. Quizá sea por eso por lo que se hace lo imposible para que las razones no sirvan para convencer.