Publicado en Temas para el Debate, nº 139, junio 2006
El director gerente del Fondo Monetario Internacional y antiguo ministro español de economía no ha podido mostrar más claramente cuáles son sus preferencias y cometidos como dirigente económico.
En declaraciones al diario El País afirmó hace poco que la enorme subida que se está produciendo en el precio del petróleo debe trasladarse a los consumidores. Sin más.
Se trata de una propuesta que, por venir de quien viene, cabe pensar que sea influyente a la hora de marcar la actuación de los gobiernos. Y que revela con extraordinaria nitidez no sólo cuál es el criterio distributivo que anima las políticas económicas que se quieren imponer en todo el planeta sino, también, que para salvaguardar el beneficio de las grandes empresas se está dispuesto a renunciar a los principios elementales de eficiencia y racionalidad económica.
Por un lado, la propuesta soslaya que entre los consumidores hay muchas clases, con niveles de renta muy desiguales y con estilos y pautas de consumo así mismo bien diferentes. Por tanto, la traslación de esa subida de precios al consumo, como propone Rato, significa establecer que las cargas económicas se soporten sin distinguir la diferente condición de las personas o colectivos sociales, lo cual resulta tremendamente injusto desde cualquiera que sea el punto de vista que se contemple, tanto si realiza a directamente a través de los precios o mediante instumentos fiscales que, si son como los que utilizó Rato siendo ministro, son igual o peor de injustos.
La única razón o propósito que puede tener el asumir una inequidad semejante es proteger el beneficio de las empresas, aunque ni siquiera el de todas ellas. En realidad, se trata de una propuesta que beneficia solamente a aquellas que disfrutaran de mayor o suficiente poder de mercado, puesto que no todas se pueden permitir el lujo de disponer de una demanda que se mantenga ante subida en los precios. Sólo las empresas más poderosas y con capacidad para dominar el mercado podrían trasladar los incrementos de costes a los consumidores.
Para colmo, una propuesta de esa naturaleza ni siquiera contempla que tanto las empresas como los propios consumidores tienen diferentes estilos de consumo que implican usos diferenciados de la energía. Si tampoco se tiene en cuenta esto, actuar como propone Rato implica, además de las injusticias mencionadas, generar incentivos perversos sobre el uso de la energía.
Siendo el petróleo un recaurso que será muy escaso dentro de poco, lo lógico sería que su precio pudiera servir de incentivo para desarrollar alternativas energéticas más eficientes y como desincentivo de los comportamientos que lo dilapiden o lo usen de forma ambientalmente inadecuada.
Si se hiciera lo que dice Rato nada de eso se conseguiría, puesto que el mal consumo de las empresas quedaría salvado al trasladarse su coste a los consumidores y el ineficiente consumo que algunos de estos pudieran realizaran no iba a ser tampoco convenientemente penalizado.
La política que propone Rato permitiría que las industrias, empresas o los consumidores que realicen un uso más despilfarrador del petróleo pudieran seguir haciéndolo, bien porque pudieran pagarlo, bien porque pudieran trasladarlo a los demás. en esas condiciones sería imposible que hubiera incentivos para el ahorro o la búsqueda de alternativas.
En definitiva, lo que provoca una propuesta como la de Rato es una perversa combinación de injusticia y desincentivos que sólo podrían provocar el incremento de la desigualdad y el mantenimiento de una utilización de los recursos energéticos que es claramente irracional e insostenible.
Pero lo que realmente demuestra la verdadera catadura de la propuesta de Rato es que se formula cerrando los ojos ante el papel que las grandes empresas petroleras desempeñan en la subida de precios que tanto preocupa.
Es verdad que el petróleo es un recurso limitado y que la demanda mundial crece extraordinariamente. Pero la oferta mundial (unos 84 millones de barriles diarios) es suficiente para satisfacer el incremento de la demanda que se viene produciendo. Por tanto, no es un desequilibrio entre producción y consumo lo que determina que suba el precio del petróleo. Este es un recurso que no se compra y vende en una lonja o cuyo precio fijo sea el resultado de un intercambio material. El petróleo se “cotiza” en mercados privados y a través de contratos cuya cotización (lo que luego llamamos el “precio del petróleo”) tiene que ver con el “papel” que ha circulado y no con las cantidades físicas que se producen, que se compran y se venden. Por eso, este precio es puramente especulativo y tiene que ver, principalmente, con los movimientos de fondos financieros que intervienen en esos mercados y con las expectativas de rentabilidad, que no necesariamente tienen que ver con la producción física.
Las petroleras (junto a otras grandes empresas y fondos de inversión que son los únicos que pueden tener capacidad de operar e influencia suficiente en esos mercados) tienen un papel decisivo en todo ese proceso por dos razones. Primero porque disponen de fondos millonarios y ellas mismas intervienen para tratar de fijar los precios que le sean más favorables. Segundo, porque pueden ir modificando las reservas estratégicas, las condiciones de suministro y, en definitiva, la situación coyuntural del mercado físico, algo que no es determinante pero que, lógicamente, coadyuva a lo anterior.
La consecuencia es que los altos precios del petróleo son una verdadera dávida para las petroleras, como demuestra el hecho innegable de que a medida que van subiendo, aumentan también sus beneficios.
El año 2005, subieron más del 40% y los beneficios de esas empresas alcanzaron records nunca vistos. Exxon Mobil ganó unos 36.000 millones de dólares, Shell casi 23.000 millones. Los beneficios de Repsol fueron de 3.750 millones, un 42,5% más elevados que el pasado año, aunque subieron menos que el 48% de Cepsa. Los beneficios de la industria fueron de casi 250.000 millones de dólares, unas cinco veces más de lo que las Naciones Unidas vienen reclamando desde hace años para erradicar los grandes sufrimientos que afectan a la mayor parte de la población mundial.
Un dato quizá anecdótico pero significativo del privilegio de estas empresas es que el ex director de Exxon, Lee Raymon, ha ganado de 1993 a 2005 144.000 dólares diarios, es decir, unas ochenta mil veces más (he escrito bien) de lo que ganaban los bolivianos que tenían la fortuna (millones no reciben ni eso) de cobrar el salario mínimo antes de la llegada al poder de Evo Morales (y unas cincuenta y cinco mil veces más, con la subida que éste decretó). A pesar de lo cual, por cierto, hay bienpensantes que entienden que la aspiración a controlar sus recursos petroleros es una osadía boliviana fruto de los malos modos de su presidente.
Los extraordinarios beneficios de estas empresas son el factor que realmente está quebrantando el equilibrio económico mundial y una expresión paradigmática de la lógica irracional e inmoral que mueve la vida y la política económica de nuestros días, pero Rodrigo Rato no tiene nada que decir al respecto. Ha trabajado siempre para que se sigan produciendo y para que sus costes se descarguen sobre otros.