En los países más ricos, la influencia del Fondo Monetario Internacional como guardián de laortodoxia económica y como ejecutor principal de las políticas neoliberales es muy poco nítida.Como si quisiera guardar al menos un retórico respeto a sus tradiciones democrático formales no suele manifestar su decisivo poder ni su gran influencia de manera muy estridente.
Deja caer sus informes y su doctrina pero acuerda más bien en secreto con los gobernantes sus consabidas recetas. Sus dirigentes difícilmente muestran sin reservas a la opinión pública de los países más ricos que ellos son en realidad quienes gobiernan o, al menos, quienes dictan a los gobernantes lo que éstos han de hacer y lo que deben dejar de hacer.
Sin embargo, en los países de la periferia, en los que precisamente más daño han hecho sus políticas, el Fondo Monetario Internacional gusta de mostrar su poder sin tapujo alguno. A sus dirigentes les agrada pavonearse de su influencia y mostrar ante la opinión pública que ellos son los que dicen siempre la última palabra. Como sucediera a los viejos chulos de los barrios bajos, también a los directivos del Fondo parece gustarle exhibir su mando sin disimulos.
Escribo estas líneas en Buenos Aires, en los días en los que los dirigentes del FMI deciden si abren un periodo de negociación con Argentina para tratar de hacer frente a la extraordinaria ruina que ellos mismos han provocado, en estrecha connivencia con la clase política corrupta a la que han venido apoyando sin reservas.
Para un europeo resulta verdaderamente excepcional comprobar cómo los economistas del Fondo se dirigen a un país soberano dictándole lo que debe hacer, las leyes que ha de cambiar, los políticos que han de sacar de la cárcel o las medidas monetarias que debe adoptar. En definitiva, imponiéndoles condiciones para que el propio Fondo vuelva a actuar para regenerar las condiciones que darán lugar a que aparezcan exactamente los mismos problemas que ahora dicen que tratan de resolver.
Y todo ello, sin dar opción alguna que no sea la de aplicar las recetas del Fondo por los grupos políticos que al Fondo mejor les parezca.
Sin ningún tipo de fundamento científico alguno el Fondo Monetario Internacional ha articulado un recetario liberal que, aplicado con generalidad a todos los países de la periferia, ha provocado el mismo tipo de riesgos que ya se han manifestado como ciertos en varios países.
Después de cuasi exterminar literalmente hablando a la clase política más comprometida con los valores democráticos y de afianzar en el poder a la más corrupta, se impusieron políticas de privatización y desmantelamiento de las ya de por sí menguadas fuentes de ingresos públicos, que provocaron no sólo creciente malestar social sino un grave endeudamiento. Endeudamiento al que se hacía frente, casualmente, con los propios fondos (principalmente vinculados a fondos de pensiones) que habían sido privatizados, pero que al revertir ahora en forma de créditos al Estado con tipos de interés elevadísimos suponían una carga explosiva para éste y un espectacular negocio para los prestamistas.
La privatización generalizada produjo empeoramiento en la provisión de bienes (puesto que las nuevas empresas cubren sólo a la franja social pudiente), e incluso nuevas cargas para el Estado (que destina un gran volumen de recursos a subsidiar a las empresas privatizadas), mientras que los beneficios obtenidos no revertían ni en mejores servicios, ni en mejores inversiones, sino en su continuada repatriación, legal o ilegal. El endeudamiento como consecuencia de la salida de capital, de la merma de ingresos autóctonos y del debilitamiento de la oferta nacional, es decir, como efecto directo de lo prescrito por el FMI se hacía de esa forma insoportable.
Sin embargo, la política de privatizaciones sin límite y grandes beneficios genera tasas muy altas de crecimiento del PIB y una sensación de gran despegue económico y financiero al tenor de los grandes negocios. Pero en esta situación, y como ha ocurrido siempre, al Fondo Monetario Internacional no le llamaba la atención que fuesen aumentando la tasa de pobreza y la desigualdad como consecuencia del paro creciente que ocasionaba el deterioro de la base nacional de esas economías. La telefonía, el agua, la banca, la electricidad, la sanidad privatizados… generaban grandes ganancias para los grupos extranjeros pero a su socaire la base industrial se debilitaba, la agricultura se iba a pique sin poder competir con las subvencionadas de Estados Unidos o Europa y los bancos y los evasores expatriaban sin problemas el ahorro nacional gracias a la libertad absoluta de la que gozan los movimientos de capital. Pero nada de eso parecía preocupar entonces a los sabios economistas del Fondo. Su problema era otro: salvaguardar las ganancias de los grandes grupos inversores y los intereses de Estados Unidos, cuya moneda vuelve a ser la dueña en la expansión o incluso, como ahora, cuando la crisis estalla en la periferia.
El tiempo ha demostrado con creces que las políticas del Fondo Monetario Internacional han sido injustificadas, erróneas y con un coste social extraordinario e injusto. Pero ahora, cuando países como Argentina estallan en mil pedazos, el Fondo no tiene más receta para “ayudarles” que aplicar de nuevo la misma receta.
Lo realmente sorprendente, sin embargo, es que puedan imponerse este tipo de políticas sin disimulo alguno, lanzando los mensajes sin pudor, a cara descubierta, trasladando a las portadas de los periódicos sus propuestas como quien dicta las órdenes de un cuartel. Es la prueba palpable del escaso aprecio que las políticas económicas neoliberales tienen por la democracia, siquiera sea en sus aspectos más formales. Y por eso no sorprendería que fuese verdad la idea de que lo que anda buscando Estados Unidos es establecer lo que llaman democracia cívico militar en los países ahora más problemáticos de América Latina.